21/11/2024
Literatura
En el Delta Panorámico
Homenajeamos al escritor argentino Marcelo Cohen (1951-2022) con este ensayo de Nicolás Cabral sobre su universo narrativo
Desde el principio (es decir, desde Tomás Moro) los contornos de la utopía son los de una isla. En Arqueologías del futuro (2005), su libro capital sobre la ciencia ficción, Fredric Jameson imaginó, como alternativa a los lugares autónomos pensados por Yona Friedman –dispersos en el globo, incomunicados–, “un archipiélago utópico, islas en la red, una constelación de centros discontinuos, a su vez internamente descentralizados”. Una dialéctica del aislamiento y la relación, en suma. Ignoraba que unos años antes, con la aparición de Los acuáticos (2001), había surgido un espacio semejante gracias a una prosa de poderes insulares: el Delta Panorámico de Marcelo Cohen. Ahí, el futuro –ni utópico ni distópico según los hábitos narrativos contemporáneos– es la emergencia de otras formas de vida y otro lenguaje: el fin de lo mismo, por más que la sociedad de clases no haya sido (aún) abolida. “Sociología fantástica”, llamó el autor a su empresa.
De los “novelatos” de Los acuáticos a los cuentos de Llanto verde (2022), pasando por las novelas Donde yo no estaba (2006), Casa de Ottro (2008), Balada (2011), Gongue (2012) y Algo más (2015), pero también en la obra anterior a la invención del Delta, los territorios del porvenir son para Cohen el telón que permite observar las siluetas atribuladas de comunidades e individuos semejantes a nosotros, pero que parecen estar de vuelta de todo: una agrupación de islas cuyos habitantes comparten lengua –la variante rioplatense del castellano–, disputa religiosa –entre el Pensar y el Dios Solo–, sistema de gobierno –la Democracia Gentil– y espacio mental conectivo –la Panconciencia–, en las cuales los sujetos están confinados en límites precisos, pero cuyas posibilidades de escapar no se han extinguido del todo. Son humanos, que conviven con flaycoches, ciborgues, musicajas, farphonitos, robotines o somormujos, cuyos nombres –a la vez familiares y extraños–, léxico –rico en neologismos– y sintaxis –a un tiempo ajustada y locuaz– invitan a calcular el tiempo que nos separa de ellos. Aunque los avances tecnológicos son evidentes, la modernidad se percibe como un momento distante.
Traductor de Burroughs y Ballard, la futuridad es en Marcelo Cohen una cuestión verbal, y en sus narraciones las palabras operan, como eco del mundo que construyen, a la manera de islas en comunicación con otras islas, posibilitando el nacimiento de archipiélagos expresivos. El Delta Panorámico es, además de un Yoknapatawpha o una Santa María –territorios liberados para la autonomía de la narración–, un estado de la lengua. La pulsión utópica de los relatos no se sostiene en los meandros de la trama, construida de manera paciente y discontinua, sino en la posibilidad de que la escritura se transforme en un campo de apariciones: donde el lenguaje muta, el horizonte se ensancha. El habla del Delta es un eco de la lejanía, un significado pospuesto que se niega a cristalizarse en el presente del lector. En “Usos de las generaciones” (Los acuáticos) Helena Saort, la inventora del “módulo” que se ha popularizado en la isla Tondey –un poliedro irregular con colores, texturas y formas diversas que despiertan evocaciones en los usuarios–, explica a un periodista su idea del arte:
No “representa” nada, caramba. El arte no es la realidad. Claro que la usa, pero no tiene nada que ver. Este berridito puede ser de un hombre que se transformó en asno en un cuento de hadas, o puede ser el vidrio de la puerta del aula en donde usted aprendió a sumar. Puede ser su alarido de cuando nació, o el de su madre al verlo enchastrado de placenta. Puede ser el recuerdo del grito de un herido que usted oyó al pasar, o la canción que ese hombre tarareaba para engañar al dolor. Sobre todo es un berridito.
Signo abierto, posibilidad irisada.
La Panconciencia, el fenómeno de comunicación entre las mentes descubierto por Wiraldo Sang, suerte de padre fundador, posibilita la existencia misma del Delta Panorámico, en tanto los habitantes de las islas acceden a ella al margen de su condición: basta con tener un cerebro. Su potencial utópico es evidente y sin embargo, a la manera del ciberespacio de William Gibson (a quien Cohen guiña), replica las patologías de la vida social y amenaza con producir homogeneidad. Ese espacio mutable, que parece modificarse en función del ánimo social y tal vez responde a la nostalgia de la tribu, es usado con mayor o menor intensidad según la época. Si en los relatos de Los acuáticos la facultad parece declinar, en Donde yo no estaba, apunta Aliano D’Evanderey, “se ha puesto de moda otra vez”. Lo cierto es que los panconscientes quedan en ocasiones enganchados a flujos que no cesan, discursos aditivos que sobre la página recuerdan los cut-ups burroughsianos, pero que no provienen del montaje sino de la cohabitación de conciencias en algún lugar de la mente colectiva.
La de Marcelo Cohen no es una imaginación finalista, pues tiene al apocalipsis por “última ilusión de la mente burguesa mundial”. En todo caso, coincide con McLuhan en que, si no ocurre algo inesperado, el hiperactivo paisaje tecnológico nos devolverá a formas de pensamiento mítico. En su “cuadernaclo”, como en un descuido, D’Evanderey apunta lo que podríamos leer como el modo en que su creador entiende las ficciones del Delta Panorámico, “sin motivo ni por qué”, como un “despilfarro que busca extenuarse”:
Entretanto vamos llenando el mundo de sillas, de flaymotos, de esculturas, de ropa interior, de frases, de medicinas, de botellas rotas y papel podrido, de estampas, de edificios, de hijos, de flores que la naturaleza sola no habría sabido diseñar y de compuestos de gente y aparato.
No es del todo cierto, sin embargo, que estos relatos carezcan de razón de ser, más allá de su condición expresiva e incluso lúdica: al final de “Panconciencia. Un ensayo” (Los acuáticos) el narrador, que nos ha guiado por el fenómeno con risueña melancolía, anuncia una posible liberación, seres que retan las fronteras de lo posible y abandonan “el espectáculo cerebral” para volver a pisar el barro: “Buscan como si las oliesen las necesarias palabras nuevas. Se preparan para la independencia y el rocío”.