21/11/2024
Pensamiento
Por un resentimiento cultural
En ‘Los fantasmas de mi vida’, Mark Fisher reflexiona sobre la incapacidad de la cultura para imaginar una realidad sin capitalismo
Puede reconocerse a los críticos y teóricos culturales decentes por la precisión conceptual, el esfuerzo explicativo y el afán por dar con interpretaciones argumentadas (en contraste, el comentador u opinador cultural tiende a paliar sus deficiencias con un color excesivo o el uso indiscriminado de anécdotas personales). Esto no implica que el teórico cultural ceda a una posición de centinela u observador glacial, es algo que se hizo claro –a un nivel desgarrador– en el caso de Mark Fisher (1968-2017).
Está por circular en librerías mexicanas, a través de Caja Negra, su libro Los fantasmas de mi vida: escritos sobre depresión, hauntología y futuros perdidos (original de 2013, aunque con añadidos para la edición argentina de 2018). Se trata de una colección de ensayos que sirve como una coda a las tesis desarrolladas en su libro Realismo capitalista (de 2009, traducido también por la editorial argentina en 2016), a su vez una extensión de tesis desarrolladas por teóricos como Fredric Jameson o Slavoj Žižek. Si históricamente Occidente se encuentra, desde hace varias décadas, en un momento en que es incapaz de imaginar una realidad separada del neoliberalismo o el capitalismo avanzado, ¿cómo responde a ello la cultura? Los fantasmas de mi vida reúne textos (algunos publicados previamente en revistas, pero también como entradas del blog k-punk) en los que Fisher intentó responder a esa pregunta, pero usualmente desde una idea fija (deudora, también, de Jameson): la repetición y la obsesión con formas del pasado, a través de una creación profundamente nostálgica.
Me incluyo entre los lectores que han vuelto a este tipo de interpretaciones con fruición: el texto de crítica cultural que pone la mira sobre esos productos de consumo popular que, sin embargo, hablan elocuentemente del momento político. Filmes de Cronenberg, de Kubrick, de Nolan o de Hitchcock; o la música nacida de clases sociales empobrecidas que han llegado al gran público, sea el punk, el postpunk, el hip-hop… Mark Fisher claramente tuvo una afición particular por la música popular, pero se permite comentar películas o series de televisión en las que se detectan (a pesar de participar del mercado global) imágenes de futuros perdidos o espacios en los que el neoliberalismo no ha logrado clausurar fantasías.
Tal vez de allí que en el corazón del libro se encuentre un par de ensayos dedicados a El resplandor de Kubrick (y su contraparte musical, The Caretaker, el proyecto de James Leyland Kirby que ha explotado la nostalgia por la música de la década de 1920 y la manera en que se expresa a través de siniestros ecos o el crepitar de la aguja surcando el vinilo). Es significativo que en esos ensayos la prosa de Fisher se aleje de la precisión para ceder a la ambigüedad (emulando lo que se comenta) pues, en general, se apunta a uno de los puntos ciegos de la crítica cultural: ¿realmente puede encontrarse algo debajo o detrás de estos productos? Y de encontrarse la fantasmagórica ideología, utópica o sintomática, ¿basta con nombrarla para que ayude a desentrañar el brete político?
Los fantasmas de mi vida, como ocurre con gran parte de la crítica cultural, choca constantemente contra esa muralla: el diagnóstico no es suficiente para sanar. De allí el aspecto conmovedor del libro: contra todo, se ocupa no de productos culturales de pacotilla sino de aquellos en los que puede percibirse el sangrado de otras alternativas (provenientes, usualmente, del pasado). Fisher detectó la genealogía que va de La invención de Morel a El resplandor, pasando por El año pasado en Marienbad, interpretando los riesgos que conllevan los bucles nostálgicos (en clave de horror).
Habría sido interesante conocer su interpretación de la manera en que esa genealogía se ha desenrollado en nuevos productos culturales, como en la escena conciliatoria (y deudora de El resplandor) que vimos el año pasado en Blade Runner 2049 (donde, también en un hotel abandonado, pero del futuro, se perciben fantasmas del entretenimiento del siglo XX) o este año en una escena ridícula y cómica de Ready Player One (en la que avatares de computadora exploran, como si fueran personajes de Scooby Doo, el hotel Overlook). Alejándonos de la narrativa terapéutica, como sugiere Pablo Schanton en el prólogo a esta edición, tal vez debamos ver en el suicidio de Mark Fisher un gesto político, así como una respuesta a mi pregunta. ¿Qué hacer con la cultura que decide reconciliarse con el presente y participar gozosamente en él? ¿Darle la espalda?