21/11/2024
Pensamiento
Mark Fisher y ‘K-Punk’
Federico Romani repasa las ideas de Mark Fisher a partir de la lectura de los dos volúmenes de ‘K-Punk’, publicados por Caja Negra
Quizá como ningún otro crítico del siglo XXI, Mark Fisher transformó la valoración cultural en una práctica anímica. Para entender los rebotes físicos y psicológicos del capitalismo contemporáneo, Fisher construyó un aparato exploratorio con partes (des)iguales de Spinoza, Nietzsche, Deleuze, Ballard y Derrida (entre muchos otros) y lo puso en reversa para obligarnos a todos a mirar hacia adelante. La frase “Tenemos que inventar el futuro” con la que se abre el volumen 1 de K-Punk (su compilación de escritos en dos volúmenes editada en castellano por Caja Negra) podría resultar paradójica viniendo de alguien que abrazó el fúnebre postpunk de fines de los años setenta como una excusa ideológica y metafórica inagotable. Pero lo que surge de ese nudo temático donde la subjetividad y el Zeitgeist cocinados entre el fin de la Guerra Fría y el apogeo del neoliberalismo se hermanan como gemelos traumados es, por fortuna, la voluntad de Fisher de no agotarse en el fatalismo y el nihilismo clínicos que desde ese otro mantra (el lapidario no future de los Sex Pistols) había arropado a toda una generación en una mortaja cargada de hojas de afeitar y seudoanarquismo para maniquíes pintados.
“La ficción está en todas partes”, escribe Fisher, y por lo tanto, de alguna manera, ha sido eliminada como categoría específica del horizonte de preocupaciones estéticas contemporáneas. Si la política y la cultura han sido secuestradas por la fantasía y la distopía, la única manera de redireccionar una idea hoy es hacerla “aparecer” entre las ruinas, desenterrarla de ese cementerio histórico que Fredric Jameson ubicó como una suerte de no-lugar donde vivimos condenados a una nostalgia menesterosa por lo que la cultura pop ya nunca volverá a ser. El recetario para esa misión de rescate aparece tempranamente –en el texto “Espacio, tiempo, luz” (2003), del volumen 1– y tiene al autor de Crash (1973) como terapeuta desbocado. Fisher encuentra en La exhibición de atrocidades (1970) un método para materializar en el presente aquello que, por distintas razones, se nos inculcó como ya desaparecido, extinguido en un mausoleo digital que sólo puede producir clones y copias de lo que alguna vez fue grandioso y rebelde. “Ballard”, escribe Fisher, “es una inteligencia artificial forajida que re-permuta los mismos pocos temas ad infinitum, agregándole detalles contemporáneos para refrescar un repertorio limitado de obsesiones”. Sumar detalles de lo actual a una mirada forjada en el pasado es, a partir de allí, el camino a seguir.
Desde esa perspectiva y con esas intenciones, Mark Fisher se sumó tempranamente a la comunidad de blogueros que, al iniciarse el siglo XXI, buscó trasladar a la red la efervescencia crítica que la prensa escrita anglosajona ya no podía –o no quería– generar. La elegancia y la precisión de su estilo, que logra sostener un complejo equilibrio entre la velocidad y la transparencia requerida por las redes y el espesor en los conceptos acarreado desde la “academia”, le permitieron mezclar a Lacan con Madonna, a Franz Ferdinand con Margaret Thatcher y a Bryan Ferry con Lyotard, y fue precisamente esa amalgama inesperada entre sujetos y eslabones dispersos o perdidos lo que rápidamente transformó a K-Punk en el polo magnético de ese territorio heterogéneo de blogs donde los gustos y los excesos personales se apropiaban de maneras insaciables de todo lo que flotaba a su alrededor. A partir de allí, K-Punk fue glam porque alcanzó a rechazar el anquilosado circuito gráfico de las publicaciones de crítica musical (estancadas en la idolatría publicitaria al brit pop) para pegar el salto a la comunidad virtual que, por aquellas épocas, prometía un mundo de libertades y atrevimientos irrestrictos que no duraría mucho tiempo. Antes de que la red invirtiera sus promesas de liberación, el gesto de Fisher hacia la crítica cultural, saliéndose del museo universitario para efectuar un salto sin red hacia el laberinto sin fin de la web, fue el equivalente de la inmersión que Roxy Music o Grace Jones practicaron frente a la “moda” de su época, aquellos (cada vez más) lejanos años ochenta: apropiación sin culpa, estilización extrema como marca de un luto devocional desprejuiciadamente celebratorio.
La consecuencia inmediata de esa apertura mental es una libidinización total de los contenidos. Difícil hallar entre sus contemporáneos una escritura tan sensual como la de Fisher, alejada tanto del historicismo desafiante de Greil Marcus como del lirismo penetrante de Simon Reynolds. El acento político de Fisher está puesto, precisamente, en la recuperación de una sensualidad que la música, la literatura y la televisión dejaron, hacia el final de esos mismos años ochenta, en manos del mercado, esa entelequia que sexualiza la economía pero deprime la imaginación erótica. Y así, en la entrada titulada “El afuera de todo hoy” (2005), por ejemplo, Fisher levanta a The Birthday Party y a The Cure como los héroes oscuros y fatales que buscan recuperar la fuerza romántica obturada por el punk, al que enseguida se define como “la versión británica de Mayo del 68”. Esa recuperación pulsional, sin embargo, va a tener una consecuencia práctica que puede apreciarse cronológicamente en el devenir crítico de Mark Fisher, y que repercute directamente en su propia biografía. Surgida del abismo que se había tragado a Joy Division, la banda liderada por Robert Smith funciona para él como el anuncio de una época marcada por la fascinación mórbida frente al goce y la muerte.
Aunque resulte tentador, leer el legado crítico del gestor de K-Punk a la oscura luz de su suicidio (cuando contaba apenas con 48 años de edad) puede resultar un error grosero y grotesco. La “lenta cancelación del futuro” sobre la que había advertido en su ya clásico Realismo capitalista (2009) no era una contraseña para almas resquebrajadas por dentro, sino una clave para la resistencia. Y así como su escritura tuvo y tiene pocos semejantes entre aquellos que pudieron o supieron acompañarlo, hay que decir que el vitalismo que emana de cada una de las páginas de los dos volumenes recuperatorios de K-Punk es un sonido diferente que sigue interrogándonos con inteligencia desde el ruido indiferenciador en que se ha transformado el horizonte cultural de estas épocas pre y pospandémicas. Una propuesta de caminos posibles y atajos hermosos, servida por una personalidad insumisa y divagatoria en el mejor sentido en que pueden emplearse estas dos palabras.