‘Entonces el mundo es más fuerte que yo. Contra su poder, no tengo nada más que a mí mismo, que, en cualquier caso, ya es bastante. Mientras no me deje abrumar, también soy una fuerza. Y mi fuerza es temible, mientras tenga el poder de mis palabras, para contrarrestar la del mundo. Aquellos que construyen cárceles no se expresan tan bien como aquellos que construyen la libertad’.
–Martin Eden
Cuando uno se encuentra frente a un vendaval, la angustia es inminente. La sensación de estar a expensas de una cosa ingente, que no tenemos bajo nuestro control, desconcierta. Esta descripción puede funcionar como analogía del momento en que el espectador se enfrenta a las imágenes de Martin Eden (Pietro Marcello, 2019). De entrada, se produce al encuentro con un personaje contradictorio y atractivo, Martin, un hombre de clase baja que aspira a convertirse en parte de la burguesía intelectual, y el choque de ideologías que esto trae como consecuencia. Su ambición es uno de los ejes que alimentan la vasta tempestad que se va formando ante nuestros ojos hasta atraparnos en su vórtice.
Basada en la novela homónima de Jack London publicada en 1909, la película de Pietro Marcello es una adaptación libérrima, y cercana al mismo tiempo, de una obra que respira por distintos lados: la autobiografía, la lucha de clases, la aspiración artística. El cineasta italiano avanza sobre estas líneas y a la vez genera las propias para entreverarlas en su particular universo, una Italia sin tiempo preciso. La trama cuenta la historia de Martin, un obrero que se enamora de una chica de clase alta, Elena, y a partir de entonces se obsesiona con la idea de convertirse en un gran escritor.
“Espero que no haya estado aburrido”, le dice Elena a Martin después del primer día que pasan juntos en casa de ella. “¿Aburrido?”, contesta él, “ha sido el mejor día de mi vida…”. En ese intercambio de palabras está el germen de sus aspiraciones; el brillo que se ve en los ojos de ambos tiene un matiz similar, pero un origen distinto: él ha encontrado un nuevo espacio de ambición; ella, un hombre atractivo e inteligente proveniente de una clase que no es la suya. Este despertar artístico del personaje, que interpreta con devoción el inmejorable Luca Marinelli (ganador de la Copa Volpi al mejor en la Muestra de Cine de Venecia), es el punto de inflexión de la historia. En otra escena, el primer almuerzo que pasa con el clan de Elena, Martin toma un trozo de pan y haciendo referencia al mismo dice: “Yo creo que si esto es la educación, y la salsa es la pobreza… si uno usa la educación…(mientras unta y se come el pedazo de pan) la pobreza desaparece”. La familia ríe sutil y genuinamente. Es esta clase de gestos simples los que van romantizando al personaje y convirtiéndolo en la fuerza que echa a nadar el relato y donde esgrime la fortaleza intelectual del filme. Martin Eden luce a simple vista seductor, pero ese encanto esconde un conflicto ideológico del que no sabemos si saldrá vivo.
Marcello cimienta su película en los orígenes del cine, en el sentido más literal. Recrea una Italia de antaño (de la que nunca se nos dan demasiados detalles), que va cobrando densidad a lo largo del metraje y, aunque no está ligada de manera directa al relato, resulta fundamental para su construcción. Estamos en Nápoles, en algún momento del siglo xx. Más de 100 años de historia cinematográfica tienen cabida, de Luchino Visconti y Roberto Rossellini a Alice Rohrwarcher. Hay una escena representativa de lo anacrónico (y liberador) de la película: dos niños que parecen estar en un tiempo anterior al que se está contando bailan una especie de twist mientras suena una pieza de música electrónica contemporánea compuesta por Marco Messina, el acompañante musical de mucha de la filmografía de Marcello. Todo ello filmado en Super 16mm, con el grano de la imagen rugoso a la vista, pero terso a la sensación. Así como ésta, la película está dotada de imágenes que parecen venir de otra época –seguimos sin saber cuál–, en la que algún personaje aparentemente no relacionado con lo que estamos viendo aparece frente al andar de Martin y genera una sincronía visual.
El atrevimiento de Marcello para trasladar la acción a Nápoles cuando la novela sucede en Oakland, borrarle la época, dotarla de cierta oscuridad y aterrizar tras todo ello con la gracia que lo ha hecho, quizás le valdrían un espacio en la vorágine fílmica que vivimos hoy en día. Será el tiempo quien dicte dónde de se inscribe la película y cuánto de ella permanecerá en la memoria del espectador; sin embargo, una idea: aquí Marcello podría equipararse a aquel Visconti de Muerte en Venecia, adaptada también de otra novela, la de Thomas Mann, y con Gustav Mahler en las sinfonías. Proclamas distintas que quizá terminen inscritas en la misma tradición.
Reseñada publicada en La Tempestad 153 (febrero-marzo de 2020)