03/12/2024
Literatura
Máquinas de lectura
Una conversación con Oscar Ariel Cabezas, a propósito de los 150 años de ‘El capital’, de Karl Marx.
Óscar Ariel Cabezas (El Salvador, Chile, 1972) es sociólogo y doctor en Estudios de la Cultura Latinoamericana por la Duke University (EEUU). Autor de Postsoberanía. Literatura, política y trabajo (2013) y coeditor de Efectos de imagen. ¿Qué fue y qué es el cine militante?, de 2014. El mismo año publicó Consignas, junto a Miguel Valderrama. En el año 2000 compiló el volumen Gramsci en las orillas.
¿Qué tipo de libro dirías que es El Capital (1867)? Por la multiplicidad de sus métodos y herramientas (análisis económico, reflexión filosófica, arenga política) parece más bien una maquinaria, un dispositivo. ¿En qué se distingue no sólo de otras obras de economía política, sino de otros libros de filosofía y, en general, de otras obras literarias, entendidas en su sentido más amplio?
El capital es un libro fundacional de la economía política moderna. Sus impresionantes modos de trabajo con el lenguaje de la economía clásica lo convierten en, lo que podríamos denominar, el primer libro de deconstrucción categorial de la economía política clásica. Pues se trata, efectivamente, de un dispositivo formado por un conjunto de enunciados que inventan un tipo de lectura, no hecha antes de Marx. El texto ineludible de Louis Althusser, Para leer El capital (1965), da cuenta, por ejemplo, de que El capital no es solo un libro de economía política, sino que representa un modo distinto de lectura. Para leer El capital propone una teoría de la lectura radicalmente distinta de la idea de manual o guía propedéutica, pues Althusser entiende que las categorías de la economía política clásica son modos de ver el funcionamiento de la producción capitalista. Y propone que Marx ve lo que los economistas clásicos no ven. Es decir, la circulación de mercancía, la organización del trabajo, la extracción de plusvalía o la teoría del valor son reinterpretadas en virtud de una nueva mirada, de una nueva lectura o dispositivo. La especificidad de El capital es la fuerza de esa mirada y su enorme voluntad para comprender el proceso de producción, circulación y reproducción ampliada o global del capital. Esta voluntad de lectura se logra mediante lo que llamas «la multiplicidad de sus métodos», pero que muchos especialistas han interpretado bajo la consigna del método dialéctico. Creo que por todos los escollos teóricos de la dialéctica es más interesante hablar de que El capital está recorrido por esa multiplicidad y de la dialéctica como una más de las miradas que Marx ensaya. En cualquier caso, respecto de sus contemporáneos, la lectura de Marx representa un giro copernicano. Este giro está dado, siguiendo la teoría de la lectura de Althusser, por lo que supone habitar un campo de enunciación de manera crítico-deconstructiva. Por eso, más allá del método y del laboratorio escritural que Marx ensaya, la pregunta que seguramente todos nos hacemos respecto del dispositivo óptico que lo lleva a escribir El capital es la siguiente: ¿qué es lo que Marx ve? O, lo que es lo mismo, ¿qué es lo que los economistas clásicos no ven y Marx sí puede ver? Para responder esta pregunta, y con ello a las que tú sugieres, habría que decir que El capital no es exactamente un libro cuya fuerza argumental reside en haber descifrado las leyes de la economía. Por el contrario, se sustrae de lo inmediato de las categorías económicas para ver que el capitalismo no es un conjunto de leyes para el funcionamiento de una sociedad, sino un modo de producción de la existencia. Marx puede ir más lejos puesto que entiende que trata con un modo universal de producción de la vida de la especie humana. El capital pone en crisis la idea de que las sociedades deban su existencia a lo local y de que la existencia de hombres y mujeres se produzca singularmente, y propone que esta producción se da en el marco de inscripción de las tendencias universales del capitalismo. De manera que con Marx ya no es posible entender que las relaciones sociales bajo el capitalismo estén constituidas por una simple sumatoria de leyes que rigen, morfológicamente, la economía.
A 150 años de su publicación, El capital sigue siendo leído, por la ceguera ortodoxa de algunos, como si se tratara de una Biblia en el que se encuentra la ciencia nomotética del capitalismo. Aquí hay que recordar que en el dispositivo de lectura del célebre artículo de Antonio Gramsci, “La revolución contra El capital” (1918), éste no arremete contra los postulados del libro, los cuales, como sabemos, le interesan bastante. Lo que la lectura de Gramsci critica es la canonización teológico-política del libro de Marx, es decir, critica el mito de la lectura de leyes exactas e inmutables de la historia, leyes cifradas por una supuesta naturaleza del capital. En esta crítica, el preso de Turi no solo habla del entusiasmo por la Revolución Rusa, de la pasión de los bolcheviques que se saltaron todas las fórmulas de la marxología de la época, sino que, también, inventa un modo de leer. La lectura de Gramsci permitirá pensar que, más allá de lo formulaico de las leyes del capital, se encuentra el fenómeno de la pasión política como pasión colectiva y cuya potencia está enclavada en la imaginación de la organización de los bolcheviques. No obstante, El capital se sostiene en y a través de la imaginación de ciertas categorías, como posibilidad de organizar una máquina de lectura que es, al mismo tiempo, política y literaria. En la obra de Marx, la literatura no solo informa y ejemplifica datos empíricos de la realidad, sino que teje la escritura a partir de eso que el caraqueño Ludovico Silva llama «el estilo literario de Marx». No habría que confundir el estilo, sin embargo, con la reducción de la escritura a referencias literarias –en este caso, Homero, Cervantes o Shakespeare, por no mencionar a Jonathan Swift, comparable a Marx desde lo satírico. Sin duda, se podría decir que El capital puede ser leído como una gran novela social o gótica en la que el personaje principal es el vampiro del capital y los obreros la presa. Pero habría que ir un poco más lejos y afirmar que El capital no solo es un dispositivo que lee y ve la fuerza del capital en la potencia de la ficción, sino también la potencia de la escritura como crítica de esta ficción. Sin ir más lejos, dos de los más importantes problemas teóricos que Marx plantea son: el fetichismo como el secreto de la mercancía y el valor de uso y el valor de cambio en los procesos de producción capitalista como parte de la historia de las ficciones producidas por la especie humana. Esto nos debería hacer pensar que El capital, sin ser un libro inscrito en el registro de la literatura, funciona como un dispositivo que desoculta, descubre, levanta el manto de las capas de naturalización de una realidad social que solo puede sostenerse por la fuerza de sus ficciones. De manera que si hay alguna semejanza de El capital con la literatura entendida en sentido amplio, pero también en un sentido muy específico, es en el hecho de que Marx comprende que valorizar los objetos, poner precio al trabajo social, es inherente al orden de la ficción social. Por eso me atrevería a decir que en El capital el modo de producción capitalista está recorrido por personajes conceptuales, algunos provenientes del lenguaje filosófico de Hegel (inmediato, inmediatez, absoluto), pero también del de Ovidio, puesto que Marx es sobre todo un pensador de las metamorfosis de lo social. En este sentido, la literatura abriría en la máquina de lectura que Marx inventa un campo de enunciación no literario en medio de una potencia que es literaria, es decir, Marx no puede escribir sin imaginar los personajes que hacen posible la explotación capitalista. El capital es un libro de filosofía con la potencia imaginal de la literatura. Pienso que en ello reside su potencia, su herencia, su legado como el gran libro que desoculta los mecanismos de un modo de producción que oprime y explota a condición de expandir su dominio a través de la estructura de las fantasías que dan forma a la vida social que nos trama como habitantes de las sociedades capitalistas de hoy.
Entonces, ¿hasta qué punto nos sirve El capital para explicar el presente? Si es obvio que la lógica del capitalismo no ha hecho más que agudizarse, ¿qué nuevas características ha ganado que el libro de Marx no pudo entrever o no atinó a explicar? Esto puede entroncarse con otra visión de Marx: en las Tesis sobre Feuerbach, al defender que la filosofía debe aspirar a transformar el mundo, acusa a Feuerbach de ser un “materialista contemplativo”. Me parece una afirmación desafiante, porque obliga a reconsiderar toda la labor de la intelectualidad y la escritura. Más allá de la obviedad de que el escritor también pueda ser un activista, ¿qué incidencia efectiva puede tener la escritura en la realidad?
Lo peor que le ha sucedido a El capital –y creo que le seguirá sucediendo– es haber caído en manos de lo que Jorge Luis Borges llama «los teólogos». Estos señores que levantan sus espadas contra la posibilidad de que proliferen máquinas de lectura no son solo aquellos que leen con sotana y crucifijo en la mano. Por el contrario, los teólogos son aquellos que no logran entender que el acto de lectura es por excelencia un acto profano y radicalmente heterodoxo. Nadie puede leer sin alterar lo leído. Todo acto de lectura es un acto de traducción, porque la traductibilidad es el modo en que el lenguaje y la escritura experimentan la contingencia y la deriva de ese otro acto que es el del pensar. Hay toda una tradición de marxismo militante que hace imposible que el acto de pensar a través de la lectura tome lugar. Es un marxismo enmohecido y ortodoxo que funciona como el policía de la imaginación política y teórica. No hay nada más nefasto e insulso que los custodios teológicos de una lectura. Aunque a través de posiciones encontradas, el desplazamiento de las mistificaciones de la lectura de El capital es algo que, de manera extraordinaria, realizan dos de los más importantes marxistas del siglo XX que ya hemos mencionado. Gramsci desplazó la canonización de El capital por considerar que la «momificación» del libro y sus contenidos paralizan la posibilidad de la revolución. Althusser, en nombre de la ciencia marxista, deconstruyó la lectura teológica porque ésta se circunscribe en una lectura mistificada del texto e inhabilita el acto de ver en el no ver de los místicos (hegelianos, dirá el francés). Estos temas siguen siendo importantes para responder por la actualidad de El capital. A primera vista, es obvio que un libro escrito en pleno fulgor del siglo xix no puede describir el devenir exacto de nuestros mundos sociales y económicos. Sin embargo, no es posible interpretar las enormes transformaciones en la división internacional del trabajo, esto es, en la reproducción ampliada del capital a escala planetaria, sin recurrir a Marx. Los libros de David Harvey, por ejemplo, no son solo lecturas exegéticas y rigurosas de El capital, sino también modos de actualizar la potencia interpretativa de un libro que a su vez interpreta lo que Bolívar Echeverría, teórico barroco de la teoría del valor, llama la modernidad capitalista. El libro de Fred Jameson Representar El capital. Una lectura del tomo i (2011) no solo propone leer El capital desde un cierto retorno a la dialéctica hegeliana, sino también considerándolo como un libro importante sobre el problema del desempleo. La lectura de Jameson es una excelente y provocadora máquina de relectura de los «personajes conceptuales» de El capital. Jameson se atreve a decir que el tomo i carece por completo de conclusiones políticas. Esta tesis es interesante porque de alguna manera está respondiendo –sin responder, claro– a la inquietud de tu pregunta con respecto a lo que El capital habría o no podido entrever o, incluso, habría o no atinado a explicar. Para Jameson, el primer tomo no entrega las conclusiones políticas que para los “teólogos” de la política se deben seguir de la lectura de Marx; esto hace colapsar la idea de que el tomo i es la Biblia de la clase obrera. Al proponer que El capital es un libro sobre el ejército de reserva, es decir, sobre los obreros desempleados, introduce una temática contemporánea que es la de las perversiones de la globalización. La globalización capitalista deja enormes poblaciones en el extremo del horror y la crueldad de una división internacional del trabajo y de un régimen de acumulación que a escala mundial produce y expone la vida desnuda a las hambrunas, a la ociosidad forzada y a las guerras racistas provocadas por los fenómenos migratorios del capitalismo contemporáneo. Más allá de si la interpretación es o no socialdemócrata, Jameson hace derivar una interesante política del empleo a escala planetaria al señalar que El capital no es un libro de política, o sobre el trabajo, sino sobre el desempleo provocado por la lógica perversa del capitalismo globalizado. Podemos estar de acuerdo o no con la interpretación de Jameson y, sin embargo, no podríamos desconocer que el autor norteamericano hace de El capital un libro de actualidad otorgándole a Marx la cualidad de un pensar vivo.
Como lo han venido haciendo grandes teóricos contemporáneos, El capital y el pensamiento de Marx deben ser actualizados por fuera de la beatificación militante. El mundo en el que escribió Marx es el mundo del siglo xix. Se trata del mundo social en el que surgió, de la mano de la burguesía, una poderosa clase obrera que hoy se ha desvanecido a través de las transformaciones del trabajo capitalista. De hecho, la clase obrera industrial ha dejado no solo de ocupar un lugar privilegiado como sujeto político de la transformación social, sino también y, sobre todo, ha dejado de ocupar un lugar privilegiado en la división social del trabajo. La crisis de la clase obrera ha sido interpretada como una crisis del trabajo moderno y en particular del trabajo taylorista y fordista. El trabajo vinculado a la fábrica y a la cadena de montaje ha sido tendencialmente destruido por un capitalismo de nuevo tipo. Este capitalismo del presente es el que hoy aparece categorizado como sociedad postfordista, capitalismo del postrabajo o del fin de trabajo moderno, capitalismo mediático, capitalismo financiero y de acumulación flexible. Todas estas formas de conceptualización no serían posibles sin el acontecimiento escritural de la máquina de lectura que Marx ofrece en El capital y, sobre todo, sin la reflexión sobre el problema de la relación entre tiempo y trabajo. Hay que decir también que El capital, siendo un libro del siglo xix, es, ineludiblemente y parafraseando a Mallarmé, un «instrumento del espíritu» de la emancipación como posibilidad material replegada en la clase obrera como sujeto político. Es en el apogeo novecentista de la industria moderna y de la liberalización de la fuerza de trabajo que El capital, como libro, vehiculiza el espíritu de los que deberán dar sepultura a los opresores, a la clase burguesa de capitalistas modernos. Pero el impulso de los espíritus libres se halla hoy enfermo o, quizás, siempre haya estado medio enfermo. Lo cierto es que toda la historia de los ensayos y experimentos de los espíritus libres fueron derrotados o, como ocurrió con la revolución bolchevique, fueron diluidos por la poderosa máquina del paradigma moderno y produccionista de los capitalismos de estados socialistas.
Las famosas Tesis sobre Feuerbach (1845) que mencionas son todo un tema a discutir, porque si bien son una crítica al espíritu enfermo de los filósofos, es decir, al espíritu de esos que en vez de dedicarse a transformar el mundo solo se dedican a interpretarlo, la hipótesis del materialista contemplativo es el intento de Marx por devolver el análisis a las prácticas sociales como una forma de salir de aquellas filosofías de la contemplación, del misticismo existencial, del abandono de la interpretación y, así, de la escritura como topología que es interna a las prácticas sociales. En otras palabras, Marx está pensando que la escritura no solo incide sino que debe incidir en los procesos de comprensión material de la existencia y en las formas que estas toman en el seno de la vida social. En el contexto novecentista la Tesis sobre Feuerbach son claramente el momento en que la filosofía de Marx advierte que es necesario tomar distancia de la contemplación para pasar al acto. En nuestro contexto, esta idea sigue siendo muy importante, pero hay diferencias históricas sustantivas respecto de la posibilidad o imposibilidad que los espíritus libres tienen de triunfar. Para Marx era claro que el motor de la transformación, el sujeto de la revolución, eran los obreros modernos debido al lugar que ocupaban en la cadena de la producción. Esto hoy ha cambiado y en medio de este cambio ha cambiado también la consigna de Marx. Hoy es muy importante interpretar, interpretar e interpretar lo que más se pueda de nuestras condiciones materiales de existencia, porque estamos lejos de entender todos los engranajes de las máquinas que reproducen la dominación contemporánea. En medio de la naturalización de los engranajes de la máquina capitalista, la contemplación y la interpretación son más necesarios que nunca. La escritura es un componente de la realidad e incluso, se podría decir, es lo que le da forma. Gracias a los descubrimientos de Derrida, sabemos que no hay práctica social que ocurra por fuera de la escritura. No hay pueblos sin escrituras –como pensaba Hegel– porque toda huella, toda traza hecha por una práctica social es escritura o archiescritura. Pero entiendo que la pregunta es por la escritura como la actividad de una comunidad de letrados que escriben, más o menos, profesionalmente. Esa escritura no debe caer presa de las estéticas neutralizadoras que se obsesionan con el estilo, con el enemigo teológico del mundo, con el narcisismo patético del que escribe por miedo a la muerte pensando que dará el salto a la inmortalidad. La escritura muerta es la que se agencia a los modos de la contemplación narcisista sin ninguna potencia para afectar la realidad porque es parte de la realidad que se ha naturalizado como orden. La escritura muerta es la escritura que se subordina a las lógicas narcisistas de la hegemonía neoliberal. Hay, por supuesto, todavía la escritura viva que des-trabaja estas formas de la escritura y que sin duda está comprometida con la traza crítica del legado de Marx. La escritura viva potencia modos de des-narrativización del paradigma cultural de la hegemonía neoliberal y, por lo tanto, se agencia a los espíritus libres del siglo XXI que no han sido derrotados. Estos espíritus libres des-trabajan o más bien rechazan el trabajo capitalista porque logran entender y sentir que el neoliberalismo es un modo de teología política en que la adoración por lo más abstracto del capitalismo debe ser puesto en tensión por modos complejos de escritura e interpretación. La interpretación viva de la escritura cambia estados de habla y modos de ver, es decir, cambia los habitus, como diría Bourdieu, que reproducen el orden. El que escribe de manera no patológica lo hace porque ha decidido pasar al acto contra las formas de la escritura muerta que domina de cabo a rabo nuestra hegemónica cultura neoliberal.
Has dicho, en otro contexto, que «la estetización de la teoría política es intento por neutralizar la política y su agencia en los movimientos sociales». ¿De qué forma opera esa estetización? Y, por otro lado, ¿qué se pierde si se deja de lado una visión estética sobre la realidad política?
La estetización adquiere hoy uno de los lugares fundamentales de ejercicio complejo de la dominación capitalista. Hay que entender esto no solo en términos de los viejos usos del concepto de ideología que se puede hallar en ciertas lecturas de Marx, sino de los mecanismos enunciativos (teóricos) que se dan en el interior de comunidades académicas cerradas y que tienen una incidencia importante en las formas en que hoy se produce el desencantamiento de los «espíritus libres» o el reencantamiento que, camuflado en el lenguaje crítico, mistifica comunidades de saber que reproducen el orden (sin duda, criticándolo todo, pero sin alterar ni una pestaña de los engranajes de la dominación contemporánea). La investigación teórica nunca ha sido más importante y más necesaria que hoy. Los mundos complejos que se hallan subordinados a la lógica del capitalismo necesitan de la teoría para ser descifrados y revelados como mundos que podrían dejar de estar articulados por las hegemonías culturales y políticas del capital. Sin embargo, muchas veces comunidades de investigación teórica aparecen agenciadas a lo que el historiador hindú Ranajit Guha llama «la prosa de la contrainsurgencia». La teoría política estetizada y autorreferencial, sin afuera político, sin agencia en los movimientos sociales de lucha por el presente es ciega y la ceguera hace que la actividad teórica funcione como prosa de la contrainsurgencia, es decir, como un ideologema más de la reproducción de las hegemonías (universitarias, científicas, culturales y políticas) del capital. Por eso, la teoría no puede ni debe pretender ocupar una jerarquía especial considerándose a sí misma como el instrumento abstracto que puede conducir procesos culturales, políticos y sociales a distancia y de mejor manera que los actores mismos de un movimiento de alteración de los habitus sociales. La arrogancia de la teoría o de los rumiadores de ésta, es típica de los teólogos y de las formas estetizantes de la política. Lejos de esta posición, está la consideración de que la teoría es más bien suplementaria de la comprensión de procesos políticos y culturales que se dan en las antípodas de las hegemonías o «visiones estéticas» del mundo administradas por la subjetividad del capital. El papel suplementario de la teoría es el de trabajar descubriendo, desocultando las articulaciones y engranajes del funcionamiento de la dominación del capitalismo para poner la crítica y sus descubrimientos a disposición de los movimientos de contra-poder. La estetización de la teoría tiene que ver con procesos subjetivos que han internalizado la competitividad neoliberal en sus prácticas sociales e investigativas. Se trata generalmente de grupos cerrados y sedimentados en instituciones de reproducción de los saberes, de las artes, de la política, de la cultura agenciada a la casi imperceptible empresa neoimperial de un sector importante de la intelectualidad liberal de la academia norteamericana. En estos espacios, la teoría social, literaria, cultural y política pierde su acoplamiento con aquellos movimientos sociales que desestabilizan el funcionamiento de la dominación, deviene estéril o, como decíamos respecto de la escritura, deviene teoría muerta porque su pulsión es la de neutralizar, estetizar, coaptar los desbordes, los derrames movimentistas que alteran las tramas del poder. La vida erótica de la teoría, su fertilidad, su pasión, su vida sensitiva y su salud dependen de la relación e intensidad de sus acoplamientos con los movimientos sociales. La pulsión erótica de la teoría está compuesta por la politicidad que entraña su potencia de afectar y ser afectada por los mundos sociales que la inspiran y a los cuales ella les habla por fuera de cualquier posición de jerarquía aristocratizante y masculina. En este sentido, la única posibilidad que tiene el arte de la teoría de desarrollar la vida sensual de los mundos estéticos alterativos contra los mundos abstractos de la desafección del capital, es acoplada en las luchas sociales. Este acoplamiento debería ser su «visión estética» y, a la vez, su compromiso con todas las luchas, sin jerarquizarlas según el patrón ortodoxo de las teorías que definen, desde un a priori conceptual, el sujeto de la política o de las artes que resisten la dominación capitalista. Pero lo que suele ocurrir es lo contrario, la teoría trabaja acoplada en procesos de desafectación y desensibilización de las luchas sociales y políticas. Cuando las investigaciones teóricas creen, por ejemplo, tener todo resuelto, cuando en la práctica teórica no hay tragedia ni contradicciones irresolubles, lo que toma lugar es una estética que valoriza lenguajes cerrados en sí mismos. Cuando el lenguaje cerrado de una teoría y de sus “chamanes” han entrado en los misterios del saber y suponen que nadie más que ellos pueden acceder a la revelación es porque estamos en presencia de una estética de la desafección política. Pues la estetización es un modo de la agrupación cerrada que comienza a funcionar como mecanismo de organización de los prestigios y reproducción de élites académicas que acompasan el orden del capital, camuflados de teóricos críticos y/o de aristócratas del saber que custodian feudos teóricos asociados a la legitimidad de la autoría de importantes filósofos.
Pero aquí no habría que confundir, por ningún motivo, la crítica a la estetización de la teoría con la obtusa crítica a favor de los afectos (y contra la teoría) que hacen los lerdos del pensamiento, cuyos ideologemas no se diferencian mucho ni del melodrama lacrimógeno de la prensa sensacionalista ni de la administración de los afectos de la industria del espectáculo. Las emociones, los afectos y sobre todo la mercantilización de las tragedias humanas del presente son uno de los lugares que con mayor facilidad controlan la industria del espectáculo. La estetización de la teoría política y la crítica de los lerdos del pensamiento a lo que la teoría tiene de genuino resultan en la neutralización de políticas emancipatorias. Por lo mismo, la teoría como arma al servicio de procesos de subjetivación de contra-poder se opone radicalmente al pensamiento en términos de la plaga afectiva con la que las hegemonías de la cultura capitalista administran los deseos y las pasiones de la subjetividad que siente de manera no abstracta el lugar del que sufre, el lugar del oprimido por la realidad del capitalismo. Así que tal como es necesario defender a los movimientos sociales de la estetización de la teoría, al mismo tiempo hay que defender el trabajo teórico de acoplamiento en los movimientos sociales de la plaga afectiva del humanismo del capital. No hay que olvidar que el nazismo fue una ideología humanista que implementó una política de masas en la que la plaga de la afectividad estaba estetizada desde la administración estatal del arte. De ahí que se entiende que contra la estetización de la política llevada a cabo por la lógica cerrada del Nacionalsocialismo Benjamin propuso, desde un acoplamiento político en el comunismo, politizar el arte. Contra la estetización de la teoría como subterfugio de la relación entre el pensamiento teórico y la organización de la pasión política, Gramsci propuso, desde una filosofía de la praxis, construir y disputar la hegemonía. Despachar a Benjamin o a Gramsci a la ligera es despachar no solo la posibilidad de pensar estéticas sociales de resistencia a la mercantilización de la política, del arte, de la ciencia, de la cultura, sino también despachar la herencia del clamor por la «crítica de la crítica» que animaba el trabajo teórico de Marx. Así, podemos decir que el peligro de la estetización contemporánea es la desafección, la indiferencia como sentimiento afectivo de época. Por eso, si la teoría, el arte, la investigación científica, la política, la cultura devienen modos de ser del objeto estético-mercantil, material o inmaterial, su destino no es otro que el de la reproducción de la estructura del intercambio de mercancía y, por lo tanto, su finalidad sensitiva o estética se subordina a la reproducción de las instituciones que operan al servicio de la dominación contemporánea del capitalismo.
La estetización de la teoría, en suma, es un régimen de desafección que comienza cuando la obsesión por las abstracciones conceptuales abandonan la relación con los mundos sociales y comienzan a girar en el cierre de una estética para el consumo de la comunidad académica. Cuando esto ocurre, lo que domina la práctica teórica es la pérdida del afuera, es decir, la teoría estetizada ya no logra comunicar nada hacia fuera y, probablemente, tampoco hacia dentro. Por lo tanto, pierde su capacidad para afectar el mundo porque deviene un objeto de consumo y de circulación en espacios segmentados de profesionalización de la crítica académica. En este sentido, pienso que una teoría o filosofía social que no se abra a los mundos sociales, a sus luchas, a sus afectos no solo es estéril respecto de aquello que desea criticar, proponer o (d)enunciar sino que, además, se «desensibiliza», es decir, pierde su relación con la dimensión estética y sensitiva de la actividad sensorial que emana del cuerpo social.
En Postsoberanía, al analizar el dinamismo del capital, afirmas, primero, que «la plusvalía del signo captura y convierte en mercancía la fuerza afectiva». Después, que «nada que sea cultural y diverso le es extraño al capitalismo». ¿Qué le resta a los campos afectivos y sensitivos cuando sus movimientos son capturados y funcionalizados con una facilidad pasmosa?
Postsoberanía (2013) es un diálogo con hipótesis importantes de distintos autores de la filosofía contemporánea y la literatura hispanoamericana. Y, en efecto, algunas de esas hipótesis giran en torno al modo en que el capitalismo organiza la producción y, por lo tanto, organiza modos de acumulación de capital produciendo plusvalía, es decir, produciendo un excedente a partir de la explotación del trabajo obrero. Pero la extracción de plusvalía con base en el trabajo del cuerpo del obrero moderno ha cambiado de manera sustantiva porque la extracción de plusvalía no es igual en todos los momentos de la historia del disciplinamiento y control de la fuerza laboral. Hoy no podemos hablar de que la explotación capitalista se despliegue solo a través de la explotación de los obreros industriales. De hecho, sabemos que la tendencia hegemónica del capitalismo de acumulación flexible, o capitalismo financiero, es la de destruir lo que modernamente fueron los ejes de la articulación capital-trabajo. La industria es casi como el estadio de fútbol en Esse est percipi, el cuento de Borges y Bioy Casares. En este relato el personaje principal es el fin del estadio de River Plate como lugar de la experiencia deportiva. A partir de los impulsos digitales y la transformación de las comunicaciones, Borges y Bioy Casares problematizan el fenómeno de la percepción y del agotamiento de la realidad. Se trata del fin de la realidad sin mediaciones tecnológicas y del ascenso radical de la ilusión como único soporte de una hiperrealidad en el que los cuerpos se desmaterializan. Por eso, uno de los personajes dice: «no hay score ni cuadros ni partidos. Los estadios son demoliciones que se caen a pedazos». Lo mismo ocurre con la realidad del mundo industrial: la industria de los siglos XIX y XX es una demolición que se cae a pedazos. La fábrica no es ya el lugar de esa poderosa clase obrera que se agrupaba en los sindicatos y que podía pactar el orden o el caos de los proyectos de soberanía nacional. Los años ochenta son los más terribles para el movimiento obrero que se había opuesto históricamente, desde la socialdemocracia o desde el comunismo, a la extracción desalmada de plusvalía. Con Thatcher, Reagan y Kohl la derechización de los ochenta es brutal y marca el punto de arranque de una transformación profunda en las formas de explotación del capital. La construcción del proyecto hegemónico del neoliberalismo comienza a dar resultados con el complemento del garrote, asesinatos y genocidios como los que orquestó la política Reagan en Centroamérica. El triunfo de la hegemonía neoliberal destruyó a la clase obrera moderna y desterritorializó las soberanías nacionales mediante la liberalización de los mercados. Este fenómeno, impulsado por una hegemonía militarizada económica y políticamente, ocurre en el interior de la revolución tecnológica que fuerza a desterritorializar el mundo industrial del trabajo capitalista. La crisis de la cadena de montaje de la empresa fordista aparece también como una crisis en el tiempo del trabajo socialmente necesario para producir desde autos hasta maquinaria y herramientas de aseguramiento de lo industrial. La digitalización cambia el modo de producción transformando el trabajo socialmente necesario para producir y, por lo tanto, cambia también los modos de articulación de la división social del trabajo. El obrero industrial pasa a un segundo y hasta tercer plano en la cadena de la producción capitalista. Esto hace que la extracción de plusvalía deje de operar sobre la energía que antes se le expropiaba directamente al cuerpo del obrero y comience tendencialmente a concentrarse en las capacidades intelectuales del obrero del mundo posfabril. Cambian también los privilegios en los objetos de consumo e intercambio mercantil hasta el punto en que se impone la tendencia del trabajo inmaterial por sobre el trabajo material, es decir, empezamos a desear objetos “intangibles”, digitalizados, que comprometen la materialidad de trabajo del obrero fabril. Esta transformación del mundo del trabajo prepara la hegemonía total y sin quiebre en lo inmediato de la ilusión mercantilizada y mediada técnicamente por los aparatos tecnológicos, tema problematizado por el cuento de Borges y Bioy Casares. Pero, sobre todo, el dominio que autores italianos como Toni Negri han pensado como el tránsito de las tesis de El capital a las de los Grundrisse (1857-8), esto es, la comprensión de subsunción completa del trabajo social cooperativo en la lógica del capital.
Este panorama puede ser pesimista y apocalíptico para los “espíritus libres”. Si la subsunción es total, todo lo que permite comunicarnos en comunidad, toda nuestra actividad sensorial y afectiva estaría capturada por los flujos extractivos de la plusvalía de signo que expropia los lenguajes de los mundos artísticos, culturales y, sin duda, los mundos de la afectividad íntima. De hecho Negri, para “salvarnos” de esta caída completa en el capital, elabora la hipótesis de la posibilidad de resistencia a partir de una reapropiación del trabajo cooperativo que depende de la comunicación, es decir, del trabajo que depende del General Intellect y sin el cual el capitalismo contemporáneo no podría funcionar con el éxito que tiene hoy. La consiga de Negri es apropiarse de los lugares en los que los flujos comunicacionales operan subordinados a la lógica del capital. No obstante, el problema de la comunicación es que está tomada por las formas afectivas producidas por la subjetividad fetichista que administra el capital. En Postsoberanía hay la sospecha de que la comunicación y lo que tú señalas como campos sensitivos y afectivos no pueden ser emancipados sin establecer un elogio profano de los afectos, porque estos están todavía de cabo a rabo comprometidos con la afectividad cristiana. La deconstrucción de los restos de cristianismo que componen las lógicas culturales del capitalismo son absolutamente necesarias para liberar los campos sensitivos y afectivos de la subjetividad fetichizada y, por lo tanto, colonizada por el universo del lenguaje y de la comunicación mediada por la mercantilización tecnopolítica de la vida. La subjetividad está capturada con una facilidad pasmosa. Se trata de la subjetividad que, habiendo internalizado los modos residuales del cristianismo, se subordina a los modos afectivos que reproducen los deseos mediados por el universo plural de las mercancías. El capitalismo y sus tendencias universales descansan sobre la universalidad fragmentada y residual de un cristianismo que ya no domina como un poder estatal y, sin embargo, su carácter residual permite, por ejemplo, asegurar que los sentimientos de caridad y culpa reproduzcan la dominación. La caridad funciona en virtud del humanismo filantrópico y falsamente solidario de la buena conciencia que da lo que le sobra a las clases empobrecidas de la sociedad. Toda la política de la pobreza descansa en este sentimiento afectivo, victimista y lastimoso que hace de las clases subalternas un rebaño dócil y adecuado a la naturalización de las injusticias sociales. La culpa es todavía más compleja como residual cristiano que opera en la subjetividad mediada por la estructura mercantil del capitalismo. La culpa es el lugar de espiritualización de la deuda y aquello que hace posible entender la fuerza que hasta el día de hoy tiene la idea weberiana de la ética protestante y el espíritu del capitalismo. A la pregunta de por qué pagamos nuestras deudas, la subjetividad afectiva del capitalismo financiero responde: ¡si no pagamos sentimos culpa! El impacto de Weber en la lectura de Walter Benjamin le permitirá decir que el capitalismo es una religión de puro culto sin dogma. Es el carácter cultual sin verdades ni dogmas lo que permite afirmar que todo el discurso de la diversidad cultural se subsume en el nuevo espíritu del capitalismo. En este sentido, la diversidad no es el enemigo del capital, por el contrario, es el lugar de realización de su lógica acumulativa. El pluralismo del capital es infinito. De manera que para liberar los campos sensitivos y afectivos del capitalismo hay que trabajar en la deconstrucción de los restos vivos en nosotros del cristianismo y elaborar una teoría profana de los campos sensitivos y afectivos. Ésta es, por ejemplo, la tarea que se dio a pensar un filósofo latinoamericano como León Rozitchner.
Acudiendo a la idea de Agamben de «la comunidad que viene», escribes que «una comunidad del rechazo al trabajo capitalista» necesitaría retirar la atadura de ese trabajo con el lenguaje. ¿En qué fuerzas materiales tendría que anidarse ese lenguaje de forma que no terminara por volatilizarse?
El rechazo al trabajo capitalista es una de las premisas de cualquier intento por pensar condiciones de emancipación. No logro imaginar una política emancipadora que no tenga en la base una relación de destrucción de la división social del trabajo capitalista. Por eso, en algún momento del libro Postsoberanía acudo a la frase de Borges, que le atribuye a Descartes, sobre esos monos que saben hablar pero que no lo hacen porque no quieren ser obligados a trabajar. Hay algo interesante en esta idea que nos debería llevar a pensar tanto el orden del lenguaje hablado como el orden del lenguaje escrito. El trabajo capitalista se apropia de ambos, pero con intensidades distintas. El habla que rechazan los monos, y que solo es posible en virtud del órgano de la laringe y de la boca, está inscrita en la historia del trabajo humano. El habla es el medio de comunicación que permite que el trabajo ocurra componiendo comunidades. Pero cuando el tiempo de trabajo ha concluido, el habla puede replegarse en las experiencias íntimas de la amistad o del amor, es decir, de la conversación que pertenece más bien al ocio como tiempo que se sustrae del trabajo. Se podría decir que en esos espacios de experiencia del habla el trabajo capitalista no la ha colonizado y que hablamos para comunicar algo que no pertenece al dominio del trabajo. Los monos que callan no tienen tiempo de ocio porque no se puede vivir en el ocio pleno. La característica del ocio es precisamente que no es pleno. Para los obreros modernos, tal como lo representa Tiempos modernos, el filme de Chaplin, el habla aparece como el mandato del gerente de la fábrica pero también como el lugar de la experiencia de la amistad, el amor o la organización sindical. La escritura es secundaria y el analfabetismo no condiciona la oralidad de sus experiencias por fuera del mundo laboral. El habla no es necesaria, como sucede con el obrero mudo de Chaplin, porque los movimientos de los órganos del cuerpo están acoplados al quehacer de las máquinas industriales. El habla queda así en una especie de resguardo contenido por el tiempo de ocio. Una vez ganadas las ocho horas de trabajo, el ocio será el espacio de tiempo no controlable por el capitalista. El disciplinamiento laboral solo operaba en el espacio de lo fabril, pero fuera de este espacio el burgués dejaba de tener el control. Sin embargo, el burgués ha contado siempre con la policía y la escritura de la ley de su lado. Durante la modernidad temprana, la escritura aparecerá como proyecto civilizatorio y aseguramiento del derecho burgués a la propiedad privada. El ingreso de la escritura en el mundo de los sindicatos es el ingreso de los obreros en las negociaciones en el marco de la legalidad del derecho burgués. En los sindicatos la escritura y el habla se correlacionan como posibilidad de pactar con el orden de la burguesía. De hecho, se podría decir que son muy pocas o casi nulas las experiencias del rechazo al trabajo por parte del mundo sindical moderno. La lucha es por el mejoramiento del trabajo asalariado. Pero este trabajo es la esencia misma del trabajo capitalista. El rechazo al trabajo capitalista supone la destrucción del trabajo asalariado.
Es muy probable que Bartleby (1853), el personaje del cuento de Melville, sea el complemento de los monos de Borges y de la frase de Rimbaud –«no usaré mis manos»– que abre la poesía hacia el fin de la manualidad. Sin duda, en virtud de esa frase de Rimbaud, habría mucho que pensar sobre el rechazo al trabajo manual o, como ha hecho Kristin Ross, pensar a Rimbaud como un poeta de La Comuna. Pero interesa, por el momento, la consigna del escribano: «I would prefer not to». Esta consigna, como sabes, ha sido leída por la filosofía contemporánea y reescrita, entre otros, por la literatura de Enrique Vila-Matas. En el libro Consignas (2014), que escribimos a modo de conversación con el historiador y filósofo Miguel Valderrama, intentamos sugerir, sin concluir y sin plantear una hipótesis cerrada, que la figura del escribano de Wall Street es una figura trágica del rechazo a la lógica del trabajo industrial. En el lenguaje de la frase elegante y protocolar de Bartleby se moviliza la parálisis del trabajo de la escritura de la ley que vincula las operaciones del derecho burgués del siglo xix con la protección de la propiedad privada. En Bartleby, la consigna del rechazo al trabajo, por cierto, está enunciada desde el lenguaje de las clases medias educadas, es decir, no se trata de una consigna emanada del mundo popular de la clase obrera. Esto me parece importante porque cuando la consigna aparece en los militantes del movimiento Occupy Wall Street (2008), la frase fue enunciada por un movimiento de clase media que poco o nada tiene que ver con la clase obrera del mundo industrial. Sin embargo, la consigna los identifica, quizá, como obreros de cuello blanco del mundo postindustrial del trabajo. Estos obreros, jóvenes en su mayoría, hablan el lenguaje culto de las clases medias educadas. Se trata, sin duda, del lenguaje que habla el escribano que paraliza el trabajo de la oficina en la que se firman documentos legales y en la que lo han contratado por su amabilidad y calma. A través del rechazo a trabajar Bartleby marca la pasividad activa del militante que anónimamente va a la cárcel y muere porque complementa la consigna «I would prefer not to» con la huelga de hambre consumada. Podemos imaginar que en la soledad de la cárcel el escribano lleva a su extremo el lenguaje de las clases cultas y educadas y transforma el lenguaje del rechazo a la comunidad del trabajo en la consigna «I would prefer not to eat». En el extremo del lenguaje del rechazo al trabajo aparece inevitablemente la muerte, porque la decisión de Bartleby es la de una militancia sacrificial. ¡Bartleby es el Cristo del rechazo al trabajo! Esto podría funcionar, lo pienso ahora, como el anuncio de una comunidad que viene. El único problema que vislumbro es que este anuncio de un por venir de la comunidad del rechazo al trabajo pasa necesariamente por la invención de un lenguaje que debe sustraerse al lenguaje estable de las clases medias que estabilizan, además, las formas del derecho burgués protegiendo la base sagrada del capitalismo industrial de los siglos XIX y XX, pero también, y quizá sobre todo, al lenguaje del capitalismo postindustrial del siglo XXI. El límite de Bartleby como figura sacrificial es que su salida, es decir, la puerta de escape a la Cárcel es el fin del lenguaje y, por lo tanto, el fin de la posibilidad no solo de inventar otros lenguajes, ajenos a la conciencia y la moralidad cristo-burguesa de nuestra época, sino también a la invención de una pasión que en y desde la lengua reinvente la militancia no-sacrificial. El pequeño libro del escritor y filósofo Federico Galende, Modos de producción. Notas sobre arte y trabajo (2011), siendo un libro que piensa el lenguaje de las vanguardias y del arte en relación al eje de configuración predominante del mundo fabril moderno, puede ser interpretado como el intento por des-estetizar las formas en que a través del arte se pensó la crítica al trabajo capitalista. Modos de producción es, así, un libro insoslayable porque aunque su tema no sea directamente el rechazo al trabajo, Galende piensa no tanto en actualizar la casi agotada consigna de Benjamin sobre la politización del arte sino, más bien, en politizar el rechazo al trabajo capitalista. Pero politizar el rechazo al trabajo no es hoy una tarea del arte ni de figuras sacrificiales como las de Bartleby. En un primer nivel, la sospecha que podríamos sostener es que el rechazo al trabajo y su politización debe encontrar en la interioridad del leguaje de Bartleby la actualización de las tesis de Paul Lafargue o de Bertrand Russell sobre el derecho a la pereza y la ociosidad como retirada de lo sacrificial. No el Cristo de la comunidad del lenguaje de la clase media que entrega su vida por el rechazo al trabajo, sino el perezoso y el ocioso como figuras que en el restarse al trabajo capitalista preparan el camino de otro lenguaje, diferente al del derecho burgués y su base sagrada e intensamente naturalizada en nuestras sociedades del fin tendencial del trabajo industrial. El ocioso y el perezoso, quizá, pertenecen a la comunidad por venir y a los lenguajes que deben ser inventados en el interior de prácticas sociales de politización del rechazo al trabajo capitalista. La pereza y el ocio son figuras rechazadas por el espíritu del capitalismo del mundo industrial y radicalmente desplazadas por la sociedad del postrabajo capitalista en la que vivimos. Pereza y ocio deberían componer el lenguaje de una comunidad que interrumpe el hiperproductivismo de nuestra sociedad. Es probable que el lenguaje que buscamos pueda anidar, sin volatilizarse en los flujos del capital, en la pereza y el ocio como nuevos modos o campos de sensitividad y afectividad del cuerpo social, pues, se trata de figuras hasta el día de hoy proscritas por la hiperproductividad del capitalismo. En un segundo nivel de interpretación, es decir, en el nivel en que el lenguaje de la comunidad del ocio y la pereza no pueden pensarse como el único eslabón de la politización del rechazo al trabajo habría que actualizar el comunismo como comunidad de lo que aún no ha tenido lugar. El comunismo no tanto como un fantasma que acosa los poderes del capitalismo, más bien el comunismo como instancia jurídica de ruptura y oposición radical a la juridicidad del derecho burgués. La politización del rechazo al trabajo debe pensarse por fuera del orden jurídico del presente, cuya trama sigue siendo la condición sacra de la propiedad que faculta la capacidad que, en nombre de lo privado, tiene hoy el capitalismo trasnacional, financiero y postsoberano de moverse a escala planetaria, explotando y usufructuando la vida de hombres y mujeres que ocupan una posición extrema de desigualdad en la división global del trabajo. Junto a esto, el comunismo del trabajo o del fin del trabajo capitalista debería ser capaz de imaginar, al igual que lo hizo la burguesía en virtud de la apropiación romana del derecho, algo así como un lenguaje jurídico de la propiedad común. Quizá, todo lo que haya que pensar hoy es el comunismo republicano como juridicidad que frena el poder ideológico de las comunidades fundadas por el trabajo capitalista.