21/11/2024
Literatura
La seducción del abismo
A tres décadas de la aparición de la novela ‘Tiempo lunar’, Nicolás Ruiz recupera la figura del escritor mexicano Mauricio Molina
El año pasado se cumplieron tres décadas de la publicación de la primera novela de Mauricio Molina, Tiempo lunar. Este año el autor habría cumplido 65. Para muchos, entre los que me incluyo, Molina era un escritor antes que un tácito maestro de vida. Sus cuentos, muchos aún sin editar, forman una obra compleja. Escribió además dos novelas, Tiempo lunar y Planetario (2017), libros con conexiones intrigantes que enmarcan el universo de sus relatos. Las novelas hablan de ritos prohibidos para el conocimiento de un mundo oculto, de revelaciones místicas y caminos nunca transitados.
Tiempo lunar cuenta la historia de Andrés, un investigador privado que busca pistas sobre un hombre desaparecido. El hombre estacionó su coche en el parque El Caracol, cerca de la avenida Miguel Ángel de Quevedo, se bajó y nunca volvió a aparecer. El detective comienza a encontrar pistas inquietantes. Algo parece surgir de las sombras cuando recorre los pasos del desaparecido. Emergen de la oscuridad personajes turbios y una mujer que enciende sus peores instintos. Al final Andrés se enfrenta a lo prohibido en el camino de un descubrimiento antiguo para ver cómo el lago nunca desapareció de la Ciudad de México, ombligo místico de la Luna.
Tiempo lunar es un hito de la ciencia ficción mexicana, y Mauricio Molina sigue atrayendo lectores, comentadores y dialogadores para escuchar cuentos sobre catástrofes antiguas que regresan en un ciclo maldito. Para celebrar el aniversario de la novela me senté a hablar con Martín, hijo del escritor. En la conversación pude adentrarme en el origen de la novela y las coincidencias que esconde con la vida de Molina.
I
La primera versión de Tiempo lunar se llamó Zona vedada. Ahí estaba, decididamente, la influencia de Tarkovski y su lectura de los Strugatski en Stalker (1979). Como en la película soviética, la Ciudad de México de Mauricio Molina está fuertemente custodiada por militares que no permiten la entrada a ciertas zonas llenas de trampas incomprensibles, puertas a otras realidades. Estas zonas vedadas atraen a personajes curiosos, merodeadores nocturnos, parias y borrachos extraviados.
Las zonas existen porque algo dejó de suceder. Son lugares que perdieron su significado, dejaron de ser utilizados por los habitantes de la ciudad. En el desuso, de pronto, algo brotó. Se resignificaron cósmicamente. Cambiaron y se convirtieron en lugares liminares.
Las zonas existen porque algo dejó de suceder. Son lugares que perdieron su significado, dejaron de ser utilizados por los habitantes de la ciudad. En el desuso, de pronto, algo brotó. Se resignificaron cósmicamente. Cambiaron y se convirtieron en lugares liminares. Algo parecido a lo que ocurre en ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? (Philip K. Dick, 1968) con los edificios abandonados al polvo entrópico que todo lo resignifica. J. Sebastian y los mutantes entienden muy bien que sólo la presencia humana puede impedir que el polvo y la basura, en su andar caótico, consuman absolutamente todo, volviéndolo inhabitable. El chilango, en su merodear, también puede entender la violencia del abandono en medio de esta urbe tan viva.
Hay un miedo decididamente nuestro en la idea de las zonas vedadas de la ciudad. La vivencia de este ente urbano monstruoso supone tener terruños. Conocer ciertas zonas, olvidar otras, saber que hay algunas que están completamente prohibidas. Entiendes por dónde moverte, por dónde podrías asomarte y por dónde ni por error quieres pasar. Pero hay algo más. Esa sensación de que algo se esconde bajo las calles, entre los muros.
En Tiempo lunar resuena la Ciudad de México de los cacomixtles que salen por la noche a contar la historia de otros paisajes, de los ríos y lagos que atravesaban el Valle de México, de los árboles ralos y los sonidos de otra vida desapegada del concreto. La vivencia de la ciudad es también la vivencia de otros tiempos que atraviesan la ciudad. Un vasto pasado que se esconde en todos los rincones, que se oculta de nuestra mirada automática, que asume que la ciudad siempre fue así y nunca de otro modo.
II
Durante un tiempo, antes de escribir la novela, Mauricio Molina trabajaba en un banco. Su vida era un poco como la de Bernardo Soares / Fernando Pessoa: un escritor atrapado en un traje de oficina. Por esas épocas entró a un proyecto llamado Guía de forasteros. Era un experimento lúdico sobre el período novohispano, una investigación sobre la vida cotidiana en la Colonia. Se interesaba en todo tipo de noticias: el viaje de Humboldt o un meteorito que cayó en Colima, por ejemplo. Todo tomado de periódicos o de imprentas novohispanas. El futuro escritor estuvo yendo con frecuencia al Archivo General de la Nación, en Lecumberri. El Palacio Negro le aparecía en sueños.
Una anécdota supone que Molina fue concebido dentro de los muros de la cárcel. Ahí, en Lecumberri, estaba encerrado su padre, acusado de agitación política. Era un normalista, estalinista e internacionalista que viajó a la URSS y vivía en pie de lucha. Se llamaba Mariano Molina y su mito es poderoso. Su hijo casi no pudo conocerlo: cuando éste tenía cinco años, murió en un accidente de coche. La abuela se enamoró de su pequeño nieto porque era una calca de su hijo. Era una cinéfila que tenía un particular gusto por los monstruos y la ciencia ficción. Decía que era la novia de Béla Lugosi.
Molina era una reencarnación concebida en una prisión a la que regresaría como archivista. Su historia parece encadenar una serie de repeticiones y regresos. En él, como en todos los chilangos, convergen las eras. Por eso, tal vez, le interesaba la intersección de tiempos históricos en los misterios de la ciudad. Caminar sobre las losas novohispanas que sirvieron para levantar catedrales sobre los grandes templos de piedra. Las ruinas que ahí siguen, quién sabe cómo, una advertencia del pasado, junto a los proyectos de Mario Pani y otra iglesia, en la convergencia de las tres culturas, tal vez más.
En una casa de Azcapotzalco el niño Mauricio desenterraba flechas de obsidiana y figuritas de cerámica. Hay un xoloitzcuintle que conserva su hijo Martín. El 18 de septiembre de 1985 la abuela fue a dormir a su casa. Se salvó de morir en el departamento familiar, en el edificio Nuevo León de Tlatelolco, que se derrumbó con el temblor de la mañana siguiente. Todos los recuerdos de infancia de Molina quedaron ahí, enterrados junto a los vecinos con los que jugaba.
El pasado que regresa vive intensamente en la escritura de Tiempo lunar. Hay algo que pervive en los olores y las sensaciones de la ciudad rota de su autor. Huele a podrido, a algas, a humedad en las orillas de un lago. Agua estancada que sube y se traga la ciudad en ciertos momentos, a través de zonas vedadas. El lago, el ombligo de la Luna, es el tiempo enterrado que regresa, la vida olvidada que resguardan los cacomixtles.
III
Tiempo lunar, como muchas de las ficciones de Mauricio Molina, puede leerse en la clave del Eterno Retorno. Un viaje iniciático por el que pasa un personaje nefasto repitiendo los pasos rituales de otros muertos. Pasos rituales que se repetirán eternamente y que volverán a ocurrir, mutados, en la novela Planetario. Los ciclos obsesionan a esta ciudad. La única certeza de los que habitamos aquí es que volverá a temblar, que volverán las inundaciones y los políticos cínicos.
El trauma del sismo vive en ‘Tiempo lunar’. Vive en el recuerdo de Tlatelolco y la idea de una ciudad en ruinas. Una frase regresa para hablar de la pequeñez de nuestros designios: “sirenas patrullando los escombros”. La estupidez de las autoridades en el 85, su completa falta de acción, se vuelve más indignante por su presencia pasmada.
El trauma del sismo vive en Tiempo lunar. Vive en el recuerdo de Tlatelolco y la idea de una ciudad en ruinas. Una frase regresa para hablar de la pequeñez de nuestros designios: “sirenas patrullando los escombros”. La estupidez de las autoridades en el 85, su completa falta de acción, se vuelve más indignante por su presencia pasmada. Patrullar escombros es un gesto absolutamente ridículo, como el resto de los gestos humanos. Los ritos de Tiempo lunar son incomprensibles porque nos ponen en la justa escala de nuestra comprensión del mundo.
¿Qué aprende Andrés al final de la historia? ¿Cuál es la moraleja? No la hay. El viaje fue lo importante. El sentido vivencial del rito, de haberlo completado por el hecho de completarlo. La escala de los eventos es inmensa y no podemos entender exactamente qué sucedió. Sólo sabemos que el camino fue recorrido. ¿No decían los argonautas que navegar era más necesario que vivir?
IV
En las montañas de la locura (1936) es una muestra perfecta del poder evocativo de la escritura de H.P. Lovecraft. Mauricio Molina compartía con él la fascinación por la arqueología, por tratar de encontrar, en la descripción de ruinas antiguas, muertas desde hace eones, lecturas del pasado. En ambos hay peligro en conocer la historia. Y con los dos siempre te quedas corto: el pasado es tan inmenso, tan profundo, tan enorme, que resulta inabarcable. Un gesto literario: escribir lo indescriptible.
El narrador de Lovecraft dice que si describiera en forma realista lo que ve perdería el sentido. Entonces da impresiones. Sólo dice lo que siente. Lovecraft da la vuelta a lo literario porque, al no decir nada, dice más. Todo queda en la imaginación del lector. Leerlo es un acto profundamente creativo porque todo es sugestión. Es algo que busca replicar Tiempo lunar. Andrés ve el lago fantasmagórico que regresa a tragarse la Ciudad de México y sólo puede describirlo por esbozos. Es más que nada una sensación, donde puedes imaginar las orillas llenas de coches como cocodrilos saliendo del agua, la forma en que se reflejan unas estrellas que no son las de aquí y el olor a podrido levantándose como neblina.
El lago que regresa es tan intrigante porque Molina lo representa como algo natural, que no quiere hacer daño. Viene sin saber. No es bueno ni malo, simplemente aflora y arrastra a personas y realidades. Es una fuerza que no es consciente, ni maligna, ni opresiva; es más bien inevitable. El tiempo es esa brutalidad que no respeta nada y que no puede someterse a ninguna moral. Somos changos jugando a ser dioses sobre una bola de polvo que no se inmuta por nuestra presencia, cósmicamente insignificante.
V
Al no explicar lo que ocurre, Tiempo lunar mantiene el misterio como una tensión entre lo racional y lo mágico. Nunca sabremos qué está sucediendo verdaderamente, todo depende tanto de la física como de la mística. Mauricio Molina, me cuenta Martín, leía a matemáticos y físicos para tener conversaciones con el escritor José Gordon: “Hay como una especie de sospecha del positivismo que encuentra su confirmación en la física moderna. La física moderna, a decir verdad, ya explica que cualquier conocimiento positivo que tengamos es tan parcial y tan primitivo que en realidad no podemos descartar por completo el pensamiento mágico”.
Al no explicar lo que ocurre, ‘Tiempo lunar’ mantiene el misterio como una tensión entre lo racional y lo mágico. Nunca sabremos qué está sucediendo verdaderamente, todo depende tanto de la física como de la mística. Mauricio Molina, me cuenta Martín, leía a matemáticos y físicos.
A Molina también le causaba fascinación la filosofía hermética. Los herméticos eran protocientíficos. No estaban tratando de encontrar algo material; es decir, los alquimistas no buscaban el oro, buscaban la iluminación, el conocimiento puro. Los métodos para encontrarla no estaban claramente definidos. Pero había un cierto orden, y el proceso de descifrar ese orden tenía algo mágico. Se leía en las catedrales de Fulcanelli y en las de Claude Frollo, en los libros indescifrables. Para entrever un orden había un laberinto de mapas, juegos de pistas, una arqueología, un recorrido.
Frente al orden incomprensible del cosmos, al hombre le quedan los ritos. A través de ellos se desbloquea un conocimiento inalcanzable. Por eso el asunto iniciático es tan importante en Tiempo lunar. Por eso la detectivesca es una forma ritual de encadenar, con pistas, los mecanismos rituales de un misterio.
VI
Hay un tropo que se repite un par de veces en la novela. Es una idea que empieza con el detective empinando una botella de whisky. Más allá del alcoholismo, hay una entrega a la vida. Andrés entra al lago, finalmente. Siente que se está ahogando, pero en vez de luchar por buscar aire admite su derrota y aspira el agua; admite, de alguna forma, el entrenamiento que le había dado la botella, se entrega a la desesperación. Andrés entiende que está perdiendo el piso, que se está ahogando y, en vez de luchar por encontrar un sentido, un abajo, un arriba, deja entrar el agua, aspira, se rinde. Sólo ese salto de fe lo salva.
Andrés pasa por los lugares en donde otros acabaron ahogados, a orillas del misterioso lago. Sobrevive porque dejó de luchar con la lógica del que quiere sobrevivir, admitió la incoherencia y la locura; se abandonó, de alguna forma, al acto suicida sin esperanza para, con esta entrega absoluta, adentrarse en el orden imprevisto del mundo. No es un tipo exitoso, que tiene una vida ordenada. Es alguien que de alguna forma se salió del orden, se convirtió en un paria, incluso en su profesión.
Estos misterios necesitan abandono, alguien que admita la posibilidad de otras lógicas. Por eso es recurrente, en Tiempo lunar, la mención de “milagros sin sentido”. Es decir, milagros que no aportan ninguna iluminación. No hay un conocimiento detrás: es simplemente la vivencia de una experiencia. No se perfora ningún velo más allá del propio abandono. Se da la vida para entender, y entender no sirve de nada.
VII
Martín me señala algo interesante: en la raíz de Andrés está andro, el hombre mismo; en la de Milena está la Milena de Kafka, pero también el apellido Molina. El escritor regresó una y otra vez al tema de la ambivalencia sexual. Un devenir femenino que se puede ver, también, en el cuento “Mamá” (un hombre se convierte en araña y devora sus propios genitales) o en “Medusa” (un hombre seducido por una anciana y una mujer joven se transforma en una anciana para seducir hombres con una mujer joven).
La escena final de ‘Tiempo lunar’ es problemática. Está escrita con deseo. Hay placer en la descripción de un acto terriblemente violento. Estaba programada para crear un shock contra cualquier institución moral. Aquí se habla de los problemas cósmicos en donde no inciden nuestras costumbres.
Sea como sea, la escena final de Tiempo lunar es problemática. Está escrita con deseo. Hay placer en la descripción de un acto terriblemente violento. Estaba programada para crear un shock contra cualquier institución moral. Aquí se habla de los problemas cósmicos en donde no inciden nuestras costumbres. En ese sentido, el acto prohibido se convierte en una forma de soltar la lógica del mundo. Rescato, en su contexto, consciente de sus peligros y sin justificarlo, el gesto simbólico. Mauricio Molina se adentra en los rincones más oscuros de la psique.
Martín apunta a la función catártica de la ficción: “He estado pensando en Lacan y la función de la pintura. Él dice que en la mirada, en la pulsión escópica, hay una devoración. El ojo, en realidad, quiere devorar al mundo. El cuadro permite calmar esa pulsión. En el cine, por ejemplo, hay imágenes que producen ese efecto. En este continuo movimiento de querer ver más una imagen se detiene y te detiene de algún modo. Lacan dice que hay un efecto civilizatorio en eso”.
Si bien Tiempo lunar ya no puede considerarse bajo la misma luz, su misterio está en que nunca entenderemos las motivaciones de ese controvertido acto final, lo que logra o no Andrés y cómo el Eterno Retorno demuestra algo sobre la vivencia misma de la ciudad, de sus habitantes, de este mundo. Tal vez las zonas vedadas existen para reconfortarnos, para sentir que habitamos lugares permitidos, que en esta tierra somos bienvenidos.