Nunca somos tan pequeños como al hablar de la fragilidad de nuestros padres. Conocerlos en la enfermedad, en el agotamiento, en la fatiga profunda que subyace a toda forma de vida, no puede más que dejarnos en lo mínimo. El amor no alcanza. La inteligencia consigue acaso darnos unas cuantas pistas sobre el dónde y el cómo. El cuerpo enfermo, casi siempre, nos supera. Poco a poco todas las certezas comienzan a diluirse dentro de la misma terrible agobiante conclusión: van a dejarnos solos.
En Mi madre ríe, Chantal Akerman cuenta una historia que nos será, tarde o temprano, familiar a todos: la madre enferma. Nos presenta, como el título indica, a su madre, y con ella nos revela también las partes más delgadas de su armadura. A sus setenta años no puede dejar de ser hija y por lo mismo sufre, se impacienta, se cuestiona y acostumbra, más por resignación que por razonamiento, a la vejez de su progenitora.
Ciertas experiencias son tan monumentales que sólo pueden transmitirse con el lenguaje más primario posible, apenas podemos encontrar unas cuantas palabras para nombrarlas, frente a ellas sólo pronunciamos las más elementales composiciones verbales. Akerman parece escribir desde esa fractura: su prosa es de una claridad casi infantil, sin ningún tipo de filtro, sin ninguna lectura previa que nos remita a una revisión, a un taller, sin objetivos específicos. Mi madre ríe se nos muestra con una inocencia que sólo poseen los textos escritos sin ánimos de ser trascendentales, sin ánimos de colocar una piedra angular, sin ningún tipo de presunción. Su pureza es infinita. Es, y no seré el primero en señalarlo, una prosa atravesada por la formación y lectura de guiones, un poco como lo escrito por Martín Rejtman, que se precipita libre de concesiones pues no busca ser una escritura literaria.
Hay recuerdos, pequeñas nostalgias que, una vez acumuladas, pesan más que cualquier certidumbre. Parece que al hablar de la enfermedad sólo es posible emplear lugares diminutos. Y quizá no exista una mirada tan certera como la de Chantal Akerman para encontrar esos lugares. Pone la cámara en sitios que otros obviamos ante la incapacidad de entender su profundidad. Consigue levantar frases, pero son breves y, tal vez, demasiado contundentes, como si sólo admitiesen una lectura, un ángulo, ése que Akerman ha definido de antemano. Sobre su madre, ella escribe: “Escucha mejor con Skype, porque ve”; escribe: «A menudo adivina. A veces bien, a veces mal. Así que vive en la confusión”; escribe: “Cuando le dije ya no tienes dieciocho años vi que su mundo se derrumbaba”. La velocidad del lenguaje hablado, las oraciones fugaces, la puntuación casi esquemática generan un efecto enternecedor, pues leemos la voz de Akerman como miramos sus películas, en medio de una descarnada sinceridad.
Sería obvio, sin embargo, hacer aquí una comparación entre el cine de Akerman y este libro. Habría que evitar, aunque la tarea es por principio imposible, leer Mi madre ríe como el libro de una cineasta, y más bien podríamos enfocarnos en el efecto que libros como éste generan en nuestra percepción sobre lo que entendemos como literatura y los supuestos, muchas veces falsos, que conforman esa idea. El libro no cumple con criterios editoriales que podrían considerarse, específicamente, literarios. Es, en muchísimos aspectos, una anomalía. Por eso mismo debe reconocerse el valor de la editorial Mangos de Hacha para lanzar un artefacto así. Es como una labor de descomposición editorial: apostar por libros que, por extraños, y a pesar de sí mismos, pueden leerse como literatura, pero que hacen algo todavía más importante: incomodan la idea sobre lo que la literatura debe ser o hacer en la actualidad. “Me gusta escribir lo que pasa aunque no pase nada”, dice Akerman entre dos puntos. Y desde esa supuesta nada construye Mi madre ríe. Leerlo provoca extrañeza, desconcierto y desorientación. Aunque llamarlo extraño sería un error de percepción, pues el libro sólo es extraño si se espera de él lo que se espera de una publicación literaria convencional (frases bien escritas, coherencia, lugares apetecibles al oído tuitero). No hay, sin embargo, nada de eso, y realmente no hace falta, pues el absoluto de Akerman evade los estamentos más dictados sobre lo que conforma una escritura literaria. Su coraje no consiste sólo en enfrentar la enfermedad de su madre, sino en atacar esa enfermedad con una prosa que respeta, por encima de cualquier efecto, su forma inocente, casi automática de usar el lenguaje.
Su madre, al igual que la cualquiera, es un canal que la guía de nuevo a sí misma. Y para transitar dichos canales hace falta, a ratos, un enemigo a vencer, en este caso, esa enfermedad tan natural a la vida que de hecho es sorprendente no sentirse nunca preparado para ella. Akerman y su familia cuidan a la madre cuando ella no puede cuidarse más, y ahí descansa la parte más conmovedora y vital del libro: mostrar que el cuidado y la bondad son verdaderamente algunos de los valores supremos con los que contamos. Cuando todos los otros esfuerzo han sido superados, e incluso el razonamiento y la sabiduría muestran sus flaquezas, no nos queda más que entender algo que, encuadrado desde cualquier posición, habría de ser básico: estamos aquí para procurar unos por otros y cuidaremos de otros tal como esperamos que cuiden de nosotros. “Por qué tanta ternura de alguien desconocido puede tranquilizar de ese modo”, se pregunta Akerman, mientras intuye que el ser humano se entiende mejor dentro de la fragilidad y que la bondad puede ser el único sentimiento que pesa igual sin importar de quien venga.
«Si alguna vez caes enfermo, te deseo que recibas los mismos cuidados que me han proporcionado a mí, te deseo que cuentes con el don más valioso de amigos solícitos y comprensivos que alivien tus males, y te deseo que poseas la bendición más importante de todas, la conciencia de no ser indigno de su amor», escribió Jane Austen a su sobrina Cassandra, quien cuidó de ella cuando estuvo enferma. Cuidar de otros es algo que habría de ser común a todos y ningún ser humano habría de sentirse abrumado por estar al cuidado de otros. Ante un familiar enfermo, ante un amigo, sabemos qué hacer, procuramos, casi por instinto, una atención que difícilmente prestamos al resto de las cosas. Quizá porque el cuidado es un lugar sencillo, de esos que conocemos de antemano, aunque nadie nos lo haya explicado, lleno de virtudes por donde se le mire, colmado de una compasión que apenas puede frasearse sin fallas, un poco cursi, sin duda, pero también extraño y sin embargo bellamente familiar, como cuando mamá aparece por detrás de uno y lo rodea con los brazos. Es una emoción simple, no demasiado pensada, casi de las primeras cosas que sentimos en la vida, y sin embargo, afortunadamente, también, una de las más importantes.
Al terminar Mi madre ríe, uno no puede más que preguntarse por qué hacemos tantos esfuerzos para alejarnos de la potencia que estos lugares, comillas comillas, sencillos, poseen. La pregunta es a todas las luces la misma que, sanamente, venimos haciéndonos de un tiempo a esta parte: quién decide cuáles son los grandes temas, quién da claridad sobre la prosa que vale la pena, quién evade su responsabilidad como ser humano y se refugia únicamente en su responsabilidad de catalogador. Ante libros como éste dichas preguntas se hacen más nítidas, porque el libro no responde a cuestiones tan inadecuadas como si puede o no llegar a gustarte, si puede, o no, estar bueno. Entonces uno navega entre las páginas tratando de entender por dónde comenzar a escribir sobre libros como éste, e inevitablemente regresa a la primera línea, donde Akerman admite con gran sinceridad “Escribí todo esto y ahora ya no me gusta lo que escribí”. Entendiendo de inmediato que quizá no le tiene o nos tiene que gustar, que entonces vamos a estar yendo hacia un lugar distinto, que por allá, efectivamente, hay algo.