16 de agosto de 2017

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Música

Un hombre en el espejo

Blanco y negro, adulto y también niño, real y sintético. Michael Jackson es motivo de una muestra, titulada ‘On The Wall’, que se presenta en el Grand Palais de París. Aquí, Daniela Franco recorre la exposición y aborda la complejidad discursiva de Jackson

Daniela Franco | martes, 15 de enero de 2019

Imagen - 'Time Can Be a Villain or a Friend' (1984), de Hank Willis Thomas

Desde octubre de 2018 On The Wall puede verse en el Grand Palais de París; esta exposición itinerante dedicada a «explorar el impacto cultural de Michael Jackson en el arte contemporáneo desde los años ochenta hasta nuestros días» fue concebida por la National Portrait Gallery de Londres y se exhibirá en diferentes museos de Europa durante 2019.

La premisa parece ideal, ¿qué disciplina mejor equipada para desmenuzar el abigarramiento de símbolos y contradicciones en la vida y la carrera de Michael Jackson que el arte contemporáneo?

En 2005, el músico escocés Momus describía a Michael Jackson como The King of Yet/Also (algo así como «el rey del pero/también»): «Es blanco y es negro. Es adulto y también niño. Es masculino y femenino. Tiene hijos y sin embargo nunca se folló a sus madres. Camina y al mismo tiempo se desliza. Es culpable y a la vez inocente. Es sexual y asexual. Es inmensamente rico y también está en bancarrota. Es Judy Garland y también Andy Warhol. Es real y también sintético. Está loco y sin embargo cuerdo, es humano y robot, del presente y también del futuro. Declara que sus canciones le vienen del cielo pero también las construye él mismo. Es el hombre más afortunado del mundo y sin embargo el más desafortunado. Está vivo, pero solo en teoría».

Michael Jackson encarnaba todo lo que 2018 reivindica y/o condena y sin embargo pocas obras en esta exposición encaran su riqueza posmoderna. De entrada, la museografía nos hace promesas por medio de salas temáticas (Metamorfosis, Máscaras…) que no las cumplen. On The Wall abre con el majestuoso retrato ecuestre a la Rubens que Kehinde Wiley hizo de Michael Jackson como Felipe II. Estos tres metros de Michael Jackson, que él mismo comisionó aunque nunca llegó a ver terminado, dan la pauta de la poca distancia crítica entre sujeto y artistas que impera en la exposición

La calidad de las piezas no se cuestiona, pero en algunas –forzadas con el calzador de la línea curatorial– Michael Jackson no es más que un pretexto que sirve, por ejemplo, a Susan Smith Pinelo para denunciar la misoginia en el hip hop (en un video de sendos pechos que, en close-up, rebotan al ritmo de Workin’ Day and Night); a Klara Lidén para cuestionar la ilusión del progreso (en otro video en el que la artista «avanza» en moonwalk por Manhattan); a Dan Mihaltianu para ilustrar la irrupción del capitalismo en la Europa poscomunista (contrastando máscaras de Jackson distribuidas en su primer concierto en Bucarest con fotografías de rostros encontrados en la prensa rumana de la época).

Los trabajos más interesantes, desde mi punto de vista, son los pocos que no circunvienen los tópicos escabrosos; entre ellos destaca la sutileza del retrato que Hank Willis Thomas recuperó de un artículo de la revista Ebony de 1984 que imaginaba cómo sería Michael Jackson en el año 2000. Como sabemos, Jackson en pionero del transhumanismo, subvierte esta proyección y llega al año 2000 con un rostro de diseño propio. La fotografía –titulada como el artículo de Ebony, «el tiempo puede ser un villano o un amigo»– funciona como una falsa máquina del tiempo que desde su presente se proyecta a su futuro para imaginar un pasado, el nuestro, que no llegó nunca. Su simbolismo se profundiza aun más con nuestra respuesta ante ella (y ante Jackson), de la compasión/nostalgia a la repulsión/sarcasmo.

La complejidad de nuestra reacción ante Jackson es otro asunto que esta exposición homogénea y mas bien simplista soslaya. On The Wall es complaciente porque, tal y como Jackson hacía en vida con su propia incongruencia ideológica, elude la controversia y lo presenta como una suerte de personaje de Disney imaginado por David LaChapelle. La exposición desperdicia una oportunidad idónea para el arte contemporáneo: confrontar tanto la complejidad discursiva de Jackson –del racismo internalizado y la negación del género fluido hasta la monstruosidad y el abuso infantil– como nuestra confusión ante ella.

Entre los aciertos de On The Wall están los fans de Michael Jackson, presentes tanto en algunas obras como en público sosia. Lejos del juicio, como Momus, los incondicionales del rey del pop y príncipe de los freaks aceptan con empatía los oscuros contrasentidos que el cantante disimulaba con evasión y fragilidad. Un video impresionante del concierto de Jackson en Bucarest (ocho minutos de desmayos y pura histeria poscomunista) acompaña la obra de Mihaltianu; las fotografías hechas por Catherine Opie durante una residencia en casa de Elizabeth Taylor, nos dan un atisbo voyeur de los altares que la fan superiora dedicaba a su mejor amigo; King, una instalación de dieciséis canales de Candice Breitz, registra al mismo número de fans mientras cantan a capela la totalidad de «Thriller». Como el retrato de Hank Willis Thomas, King se activa con la reacción de la audiencia que se acomoda por horas en la sala y vuelve indistinguible el audio de la instalación de sus propios coros.

La ausencia del omnipresente Michael Jackson and Bubbles de Jeff Koons es otro acierto de la exposición (aun si circunstancial: ninguno de los dueños de las tres copias existentes accedió a prestarla). Elección obvia para el dúo arte contemporáneo + Michael Jackson, la escultura de porcelana es sustituida por su némesis: esbozos de la serie Michael Jackson (Fucked Up) en la que Paul McCarthy distorsiona de manera tan tosca como desbastada la sacarina de Koons y la aparente inocencia de Michael Jackson.

En la última sala, los curadores nos desagravian con un video creado para la ocasión por el cantante lírico y bailarín François Chaignaud y el compositor Nino Laisiné: Mourn, O Nature ! se inspira en el conocido amor de Michael Jackson por la lírica en general y el Werther de Jules Massenet en particular. Chaignaud y Laisiné imaginan a un Werther poseído por Michael Jackson en una experiencia melancólica, espectral, extraña y una mezcla de ballet clásico y coreografías de Jackson. Una obra atemporal, afeminada, hilarante y a la vez oscura y quizá la que más atinadamente resume el forcejeo entre dos mundos: uno binario y otro ambiguo, uno definible y otro que resiste categorías, uno nuestro y otro de Michael Jackson.

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