La velocidad con la que se realizó y distribuyó el segundo largometraje escrito y dirigido por Ari Aster, Midsommar: el terror no espera a la noche (2019), ayuda a verla como una película simétrica a su entrega anterior, El legado del diablo (Hereditary, 2018). Concebidas o no como una dupla, ambas trabajan sobre los mismos temas pero dedicándole atención a cada uno de distinta manera. Como apunté el año pasado, los primeros dos tercios de El legado… representaban ese horror cotidiano que se materializa en la tragedia; en contraste, Midsommar sólo la desarrolla en un tercio (o menos, prácticamente un prólogo que detona la “anécdota” de la trama: un grupo de amigos viaja a una comuna sueca remota, para celebrar un rito especial que ocurre cada tantas décadas).
La cinta más reciente de Aster se dedica a explorar el territorio con el que cerró su cinta anterior: los ritos paganos (o satánicos) y el peligro que suponen para el estilo de vida occidental. Por lo mismo no es raro que se le compare con tanto ahínco a la influyente película de Robin Hardy, El hombre de mimbre (1973), que también antagonizaba los severos principios cristianos del investigador que protagoniza la historia, y las delirantes, supuestamente amables, convicciones de los pobladores de la ficticia comuna de la isla Summerisle. Como la cinta de Hardy, y distanciándose de la estrategia de El legado del diablo, en Midsommar Aster le da la espalda al horror sobrenatural, poniendo atención a ciertos malestares de nuestra época.
No sólo son los temas, hay elementos formales que hermanan a los dos largometrajes de Aster (cosa que, en rigor, ya apunta hacia la construcción de una obra de autor). Si en la primera abundaba el uso de miniaturas (con su linaje gótico) que robustecían la narrativa, en Midsommar ese papel lo adoptan inquietantes imágenes que evocan grimorios medievales (la película se cuenta, crípticamente pero en su totalidad, en el grimorio que se presenta como una especie de telón de apertura). Y, volviendo a la simetría, si en El legado… la música del saxofonista Colin Stetson irrumpía en escena para puntear el horror, acá la de The Haxan Cloak se vuelve hipnótica, inmersiva, como un bálsamo peligroso que nos permite ver imágenes grotescas sin separar los ojos de la pantalla (como ocurre al final de la cinta).
Pero ¿qué malestares de nuestra época se detectan en Midsommar? A diferencia de El hombre de mimbre, aquí no se desenmascara el “peligro” que la contracultura representaba para valores cristianos tradicionales o conservadores, sino la falsa empatía que puede generarse cuando se le pone demasiada atención a los afectos. Críptico, inquietante, violento y dirigido por un oráculo de dudosa confianza, el rito que se celebra durante nueve días en la comuna de Hårga busca exorcizar una gama de sentimientos, principalmente negativos (“representados” –en realidad, encarnados– en distintas personalidades). Así, cuando afloran los sentimientos, en lugar de procesarlos a través del habla se les mimetiza desde el cuerpo.
En repetidas ocasiones los habitantes de la comuna imitan los gestos corporales –la respiración agitada, los gritos, los movimientos espasmódicos– de quienes realmente experimentan un sentimiento (terror, deseo sexual, desesperanza) adoptándolos, pero lo hacen como una mera representación que en lugar de solucionar una situación violenta, la desactiva. En la sensibilidad del siglo XXI, ¿no funciona muchas veces así la indignación supuestamente compartida, el regodeo en las emociones y las pasiones tristes?
Tengo la impresión de que en la nueva cinta de Ari Aster se apunta hacia esta pregunta, como sugiere el hecho de que el grupo de amigos que visita la comuna sean antipáticos antropólogos que buscan adaptarse a la nueva situación (incluso cuando se ha tornado violenta). Sensibles a las “diferencias culturales”, las víctimas se comportan como animales de sacrificio que se dejan llevar –como rana en agua tibia, luego hirviente– por respeto al otro. En cierto momento la protagonista de la cinta, Dani (Florence Pugh), se percata de una ¿costumbre, superstición? Cuando un niño llora en los dormitorios compartidos de la comuna de Hårga sus cuidadoras le colocan unas tijeras debajo de la almohada. Es un momento clave de la cinta: Dani decide sólo ver dicha costumbre con extrañeza, pero no dice nada. A pesar del riesgo de objeto punzcortante, todo sigue como si fuera normal. Y así, eventualmente, con todo tipo de horrores.