No tan intrincado como Godard ni tan blando como Truffaut, Claude Chabrol fue un cineasta fiero, a veces incómodo. La comparación entre los tres es inevitable (ya que comenzaron sus andanzas como críticos en la revista Cahiers du cinéma), aunque desigual ya que, sin duda, el director de La ceremonia (1995) es el menos popular; su toque, sin embargo, se percibe en cineastas como Xavier Legrand –director de Por un hijo (2017)– y Bong Joon-ho, que este año ganó la Palma de Oro en Cannes con Parásitos; en su discurso de aceptación el surcoreano mencionó a Chabrol como una de sus influencias; lo que une a estos realizadores es una mirada que genera más dudas que certezas.
Chabrol, que nació el 24 de junio de 1930, fue un disidente: fue el primero en discrepar de la noción de Nueva ola (el mote con el que la prensa unificó los estilos de los cineastas jóvenes a finales de la década de los cincuenta del siglo pasado, con el afán de beneficiar la imagen del gobierno de Charles de Gaulle); pronto el realizador fue visto como un oportunista al dedicarse a hacer una serie de películas cómicas de espías; fue el fracaso tanto de crítica como comercial de varios de sus filmes –específicamente de Las buenas mujeres (1960), una película sombría sobre el abuso del que son objeto las mujeres que, entre otras cosas, contradijo la visión amable de la juventud francesa– lo que lo obligó a tomar dicha senda. Chabrol quería filmar, pese a todo; el éxito, por supuesto, era una posibilidad que le aseguraba seguir haciendo cine.
La verdadera revelación llegó con Las ciervas (1968), diez años después de su debut, película sobre el poder y los celos que abrió una nueva propuesta estética, centrada en la ambigüedad moral de los personajes que, con economía de gestos y una actitud más que refinada, son captados haciendo cosas ¿reprobables?; en esta época el francés hizo varias de sus mejores obras, muchas de ellas duras críticas a la familia, por ejemplo La mujer infiel (1969), que expone de qué forma los secretos y las mentiras mantienen unidas a las parejas, y Al anochecer (1971), sobre las prácticas sadomasoquistas de un hombre de familia.
La obra de Chabrol encontró caminos insólitos al hacer su personal adaptación de Alicia en el país de las maravillas con la película Alice o la última fuga (1977) y al colaborar por primera vez con Isabelle Huppert en 1978; la actriz pelirroja encontró en la ambigüedad chabroliana su derrotero; juntos hicieron filmes marcados por el señalamiento social, los más destacados son Un negocio de mujeres (1988), sobre la labor de una abortista durante la ocupación nazi en Francia, y La ceremonia (1995), una de sus cumbres, que retrata el antagonismo de clase.
En su última década el incansable Chabrol, que en poco más de cincuenta años hizo cincuenta y ocho películas, volvió a sembrar su semilla, cuyo fruto tiene el sabor ácido de la ironía, con películas como La comedia del poder (2006), sobre la forma en la que opera la corrupción en las altas esferas, y El inspector Bellamy (2009), su obra final, estrenada unos meses antes de su muerte, en la que evidencia la farsa de la justicia como un fenómeno mediático. Merci, Monsieur Chabrol!