Antes siquiera de que veamos el primer fotograma de la película Ascensor para el cadalso (1958), de Louis Malle, escuchamos una voz, suave, raspada y sensual, que dice casi en secreto, como una petición, “Je t’aime”. Al otro lado del teléfono, el hombre que ha recibido los sensuales tonos de la amante le contesta que “sin su voz” él “estaría perdido en un país de silencio”. A pesar de su muerte, todavía reverbera la voz con que Jeanne Moreau encarnó a la joven Florence Carala, femme fatale que desea salirse de los límites impuestos por su matrimonio vengándose del despreciable hombre que la tiene prisionera con riqueza y contratos.
Unos meses después, ese mismo 1958, Jeanne Moreau encarnaba a otra esposa, Jeanne Tournier, en otra película de Malle, Los amantes. Moreau, con el pelo rubio en un filme y con el pelo oscuro en el otro, se transformó en la imagen de una feminidad que buscaba la expresión de su propio deseo, tema icónico de la nouvelle vague. Más tarde, en 1992, la voz de Moreau vuelve a preguntarse por esa libertad en la película El amante: su voz encarna a la narradora que Marguerite Duras dejó impresa en su novela homónima. En estas tres, así como en un gran número de las más de 140 películas en las participó, la voz de Moreau dio curso a la corriente de conciencia de mujeres icónicas, dotando la búsqueda de una voz que, ronca, traspasó también los límites de lo femenino.
Jeanne Moreau murió el 31 de julio de 2017, a los 89 años, después de una extensa carrera como actriz en el teatro, el cine y la televisión. Para mí, esa no es una fecha cualquiera: fue el mismo día que renuncié a mi trabajo en el departamento de cine del Museo de Arte Moderno, donde Moreau estuvo a mediados de los noventa como parte de un programa con las películas de Duras. Ambas carreras, la de la actriz y la de la escritora y directora, estuvieron ligadas: Moreau había protagonizado Natalie Granger (1972), de Duras, y Moderato cantabile (1960), de Peter Brooks, basada en la obra homónima de la escritora; más tarde, en 2001, Moreau encarnaría a la propia Duras en Cet amour-là. Y tal vez fueran ellas dos las primeras responsables de que la literatura se me cruzara con el cine; tal vez quienes me inspiraron a redactar una carta de renuncia como expresión literaria y performance vocal.
Marguerite Duras fue una figura señera en mi formación en las letras, sus libros Emily L, Hiroshima mon amour y El amante, que descubrí primero en la voz de Jeanne Moreau, me quitaron el sueño en la adolescencia. Durante el mismo período en que me obsesionaba con las posibilidades del amor múltiple en Jules y Jim (1962), descubría los cuerpos que lanzaban miradas y chocaban copas fuera de campo en la película –y luego en el guion– India Song (1974), de Duras. En Duras, en Moreau, como en tantas otras creadoras después, se creaba un lenguaje para explorar el ojo, esa mirada omnipresente que objetualiza y desea a las mujeres, pero que se apropia de la mirada para encarnarla en la pluma, la cámara, la gestualidad y la voz.
En las décadas de los setenta y ochenta Moreau unió voz y ojo al dirigir tres películas. Lumière (1976) adaptaba libremente partes de su propia vida –como actriz, directora, esposa de otro director y amante–, que se narra a través de la conversación entre cuatro mujeres durante un viaje a las afueras de la ciudad. En La adolescente (1979) la Segunda Guerra Mundial es el trasfondo para que una joven de trece años explore su deseo a través del vínculo sexual entre su madre y un joven doctor judío. En Lilian Gish (1983), un largo de carácter documental, Moreau conversa con el icono del cine mudo, explorando el rol de las actrices en la historia del cine; explorando, pues, su propio legado como actriz en la voz y la vida de otra mujer.
Pero la voz de Moreau no fue la única. El 15 de agosto de este año Film Comment dio a conocer a manera de homenaje el audio de una entrevista que una de sus escritoras hizo a la actriz en 1990. Con una voz ya densa y dura reconoce que Brigitte Bardot en Y Dios creó a la mujer (1956), de Roger Vadim, encarnó por primera vez a una mujer que exhibía la exploración de su deseo, creando las heliografías para la liberación sexual de la que ella formó parte. Al año siguiente en que Moreau se convirtió en la figura señera de la nouvelle vague de la mano de Louis Malle, al otro lado del Atlántico la bailarina y actriz Helena Ignez realizaba su primer rol en las cámaras en el cortometraje de Glauber Rocha Patio (1959). Es imposible no pensar en el paralelismo entre estas vidas artísticas cuando reviso los sellos actorales y los modos en que pueden o no circular de la pantalla hasta nosotros.
Después de varios roles en películas de corte realista y social, Ignez encarnó a Janete Jane en la primera película de Rogério Sganzerla, El bandido de la luz roja (1968), donde desplegó por primera vez el “feminismo anárquico” que se convertiría en su sello actoral y que dotaría al cine marginal brasileño de una sexualidad desbordante –por ejemplo, en la icónica película La mujer de todos (1969), de Sganzerla. Al igual que Moreau, Ignez se pasó al otro lado de la cámara para expandir sus teorías de actuación, propios del performance vanguardista, inspiradas en el teatro de la crueldad. Los vínculos con los círculos de cineastas, incluidos sus parejas Glauber Rocha y Rogério Sganzerla, fueron registrados por ella misma en el documental A Miss e o Dinossauro (2005), revelando una escena con los postulados éticos con que proponían formas de existencia alternativas frente a los autoritarismos y las dictaduras. Frente a los múltiples homenajes que se hacen a Moreau, sería oportuno reconocer, antes de que se nos escapen todas las demás, cómo la voz de una de ellas reverbera en un coro de muchas.