En la última creación de Steven Soderbergh, Mosaic, la novedad en la forma en que se entrega la ficción esconde un archiconocido tema de las series de misterio: el asesinato de una mujer. Frente a otra historia que naturaliza la desechabilidad del cuerpo feminizado, Soderbergh usa la figura del mosaico para establecer no sólo la naturaleza del género ficcional en el que se resuelve un crimen ––la búsqueda de una solución a través de pegar fragmentos de realidad o pistas––, sino también para crear un vínculo entre el oficio creativo de Olivia Lake (la víctima interpretada por Sharon Stone) y el suyo como director. Reconstruir el misterio es también reconstruir a la víctima ––no es casualidad que el caso se reabra por la aparición de un segmento del cuerpo de Olivia––, así como a Petra Neill, la historiadora del arte especialista en puntillismo y divisionismo, que llega al apartado y adinerado pueblecito de Utah a indagar las inconsistencias de la primera investigación que inculpó a su hermano Eric. La declaración creativa de Soderbergh en Mosaic no podría ser más clara, digna de la transparencia ideológica que plaga la televisión estadounidense. Él, como creador, se identifica con las mujeres de la historia: la reconstrucción del crimen es la reconstrucción de la vida y el cuerpo de Olivia; el cuadro se recompone a través de sus fragmentos de color o de pasado. “Mosaico” es, pues, la figura metanarrativa que Soderbergh ha usado para hacer sentir inteligentes a sus espectadores.
Olivia Lake es una escritora de cuentos infantiles que vive en un apartado sitio en la montaña en Utah en medio de otros propietarios acaudalados. Gracias a su libro superventas de hace casi treinta años, ella crea una fundación para la educación artística de los niños llamada Mosaic. Las contradicciones de su personaje comienzan ahí: ella es una mujer sola, sin pareja ni hijos, con mal ojo para el amor, casi ajena a lo que por lo general se identifica con una profesora o una mujer maternal. Stone ––quién la podría olvidar como oscura heroína de Paul Verhoeven en Bajos instintos (1992)–– interpreta esas contradicciones de manera seductora, a veces como una mujer fuerte, otras como una niña nerviosa. Esas características relucen en contacto con un ambiente donde sólo hay hombres; amigos, amantes, socios comerciales o embaucadores. En medio de esas contradicciones, Soderbergh instala sus propias obsesiones: el poder se materializa en diálogos a medias, en farragosas explicaciones que nada explican, en aquel uso de varios tipos de lentes, tomas en picado y tomas largas de mirada panóptica. Todo aquello para dar la sensación de que el poder económico, detentado por hombres con problemas edípicos, lo envuelve todo y opera sin que nadie sepa cómo y por dónde. Accedemos, sin embargo, a su materialización en dinero, tierras, trabajadores, inmigrantes y mujeres que se ganan y desechan con bastante facilidad.
Mosaic es una serie que se puede ver a través de una app como en la televisión bajo el formato miniserie. A diferencia de la mayoría de los periodistas culturales o televisivos que escribieron sobre la serie que vieron de corrido, a mí me interesaba más la app. Puede ser que, viniendo de la literatura y de la fascinación por la época y las regiones más experimentales del cine, no vea en la poética de Steven Soderbergh nada de lo experimental que claman los críticos del circuito festivalero. No obstante, la idea de un “elige tu propia aventura” en la aplicación se une a mi interés por videojuegos y otras plataformas que presentan posibilidades para avanzar un misterio sin la necesidad de matar zombis en el intertanto. La propuesta de Mosaic es navegar una historia a través de miradas parciales, carente de una mirada ––la del director, guía intelectual y espiritual del filme–– que todo lo conteste; el montaje entregado por HBO o cierra esa posibilidad o se suma a las otras varias que hacemos pinchando en las pantallitas. Nuestra participación ––mínima, sí, porque es mínima–– se suma a la distancia que comúnmente Soderbergh interpone entre su cámara y la escena para llevarnos al terreno de la vigilancia, donde asesino y audiencia son casi lo mismo.
“¿Qué tenía Olivia que atraía a estos hombres?”, se pregunta Petra una vez que está embarcada en la investigación. Antes su hermano Eric, el embaucador, explica que bajo todas esas cosas que es Olivia Lake su rasgo definitorio es la soledad. En algún capítulo que me salté la primera vez que vi Mosaic, vemos a Olivia insomne y llorando con un bajón de autoestima; a pesar de sus millones, de su terreno, su organización y del poder de seducción aparejado en el cuerpo de Sharon Stone, nos revela esos terrores interiores. La mujer conflictiva, para quien existe un millar de palabras posibles entredichas en casas, lugares de trabajo, teleseries y películas, aparece aquí cercada por los intereses de aquellos que parecen seducidos por ella. Dicho de otro modo, ¿quién seduce a quién? Esta víctima, a pesar de relacionarse en términos de igual fuerza y poder en el ojo público, está sola frente a una comunidad liderada por linajes de hombres con dinero, el mismo genoliderazgo que deja sin lenguaje ni posibilidad de expresión a esa soledad minoritaria. Aquí, tal vez, se sitúa ideológicamente Mosaic: se pregunta por una mujer en medio de escarpadas montañas y personalidades masculinas inestables. Frente a la soledad y el acecho, Soderbergh quiere dar voz a una realidad femenina la que, en la televisión, ha sido deformada como víctima, conflicto u obstáculo. Su respuesta es, nuevamente, el cuerpo muerto de otra mujer más. ¿Es que acaso no hay otra manera de contar esta historia?
Hace unos días, escuché una charla del artista nacido en Colombia Carlos Mota en la que hablaba de su proyecto en torno a comunidades de activistas trans. Comentaba que le parecía que un proyecto como ese, realizado hacía apenas tres años, era imposible hoy, donde artistas trans estaban trabajando con esas comunidades bajo el modelo del intelectual/artista orgánico. El suyo, por el contrario, era un proyecto contradictorio en cuanto establecía un problema ético entre el artista (compuesto de un nombre y un circuito de exhibición) y la comunidad que buscaba mejoras en el ámbito social. Esa distancia ética puede leerse eventualmente como “uso” y “abuso” de la condición minoritaria de otros para fortalecer la obra del hombre blanco en el mercado internacional. Esta situación ––deberíamos ser capaces de reconocerlo desde hace ya tiempo–– no es tan diferente a lo que nos enfrenta Soderbergh con esta simultanea identificación entre el creador y sus personajes mujeres, así como el uso de la mujer como lugar donde se perpetúa la violencia. El problema que detecto lo pongo en palabras del crítico Richard Dyer siguiendo a Stuart Hall: también es un asunto crítico qué cuerpo está detrás de las cámaras. En un momento donde el capitalismo neoliberal está ––¡al fin!–– debatiendo en torno a las consecuencias éticas de la acumulación de capital en base a la explotación de mujeres frente a la “libertad artística” del genio (hombre), este experimento tecnológico de Soderbergh parece más un sedativo para el asunto entre manos: que la mujer no sea objeto de una ficción, de una cámara, de un asesinato para la satisfacción de los deseos masculinos, asuntos íntimamente ligados en la imaginación ficcional y las fantasías, las mismas que crean la realidad.