Hasta hace algún tiempo, cuando las concepciones del espacio político eran un poco más estables, el intelectual era un engrane predominante en la maquinaria de cualquier sistema político. Hablo aquí del intelectual público, que opina en los medios de comunicación, que escribe libros o en los periódicos, no necesariamente del que desarrolla complejas propuestas de análisis o categorizaciones de alcance general sobre la vida social. El aura que le acompañaba, la misma que la del antiguo sabio, le autorizaba a discurrir sobre la cosa pública. Era el letrado que, por virtud de los libros, sabía del mundo y podía explicarlo.
Sin embargo, la circunstancia actual lo desdibujó. La masificación de la educación y el acceso a nuevos recursos para acceder a ella hicieron insostenible su preeminencia. Las redes sociales arrebataron al intelectual el monopolio de la expresión pública. No se trata, como podría entenderse, de que su función –la de modelar e influir en el ámbito público– haya desaparecido, sino de que el intelectual ya no actúa en solitario. Las voces se multiplicaron.
En El intelectual mexicano: una especie en extinción (Taurus, 2015), de Ana Sofía Rodríguez y Luciano Concheiro, se presagia el fin de los intelectuales públicos y se enumeran las causas de su extinción: la inutilidad de la deliberación intelectual –por la priorización de las resoluciones operativas y la relegación del proceso de disentimiento–, la compartimentación del conocimiento –por la elitización del saber a través de una academia hermética–, la preferencia de la sociedad actual por el consumo visual de contenidos –condición que privilegiaría la obtención de conocimiento a través de medios audiovisuales, y que deja en evidente desventaja al libro y la lectura– y, por último, la propensión del sistema capitalista a convertir en mercancía intercambiable cualquier producto, incluso las ideas.
No obstante, las razones de su desaparición, enumeradas por Rodríguez y Concheiro, dejaron de lado las causas que justificarían históricamente la presencia del intelectual en la vida pública. Esto es su papel de dotar de sustento ideológico al Estado en sus más diversas formas, y participar de la modelación de sus respectivos regímenes. O en contextos democráticos, para sustentar ideológicamente diferentes posiciones políticas. El intelectual, en tanto personaje histórico, ha servido para apuntalar, sostener o desechar diferentes expresiones políticas a lo largo de la historia. Lo mismo el fascismo que el liberalismo más acendrado hallaron mentes dispuestas a sostenerlos o cancelarlos. Incluso ahora, cuando su papel ha sido sujeto de sensibles cambios, el intelectual resguarda su prestigio; aunque su voz ya no sea la única, todavía se escucha con fuerza. La inevitabilidad de su presencia debe entenderse como la consecuencia, otra más, de la existencia del Estado y los regímenes de gobierno.
Ahora bien, ¿y la muñeca tetona?
En 1987 nueve personajes centrales en el ambiente cultural de la época fueron fotografiados con quien sería presidente de México al año siguiente: Carlos Salinas de Gortari. Casi 23 años después, como relata Diego Enrique Osorno, aquella fotografía circuló a través de redes sociales “acompañada siempre de críticas a los personajes que aparecen junto al presidente mexicano más controvertido de la era moderna”.
Un Carlos Monsiváis de indecisa sonrisa, una Elena Poniatowska con los ojos cerrados, un Miguel Ángel Granados Chapa con la juguetona ironía pintada en los labios, o un Héctor Aguilar Camín exultante, con todo y puro en la mano, y hasta un Gabriel García Márquez, con algún trozo de pantorrilla al descubierto, son algunos de los protagonistas de aquella polémica postal. Y claro, esquinada, casi olvidada, una muñeca tetona.
El corto documental La muñeca tetona (2017), de Diego Enrique Osorno y Alejandro Alderete, revela y analiza, aunque insuficientemente, las relaciones entre la intelectualidad y el gobierno mexicano. Todo ello columbrado por una muñeca tetona, testigo mudo de aquella emblemática reunión.
Aquella fotografía dejó constancia de las reuniones convocadas por un grupo de intelectuales que, cada 15 días, se reunían con algunas personalidades de la política o la cultura: el Ateneo de Angangueo. El nombre corrió a cargo de Manuel Buendía, influyente periodista durante la década de los ochenta –asesinado por la espalda en 1984, a causa de su trabajo periodístico. Aunque de membresía variable, el Ateneo orbitaba en torno a las figuras tutelares de Buendía, del periodista cultural Fernando Benítez y del economista Iván Restrepo.
El Ateneo de Angangueo era un espacio de encuentro para la élite política e intelectual de la época. Su creación e influencia tenía sentido en un ambiente cultural fundamentalmente vertical. Tal era la característica que signaba al gremio cultural. Sin interlocutores identificables, pues estos apenas formaban una vaporosa identidad, diluida entre el siempre esquivo “público”, los intelectuales aspiraban, en los hechos, al diálogo con el poder. La relación de la intelectualidad con éste –cercana o crítica según se viera–, no era más que una consecuencia del sino de los tiempos. No hay en ello juicio alguno; se trata de una descripción sucinta.
No resulta casual tampoco que el personaje, diríase, más polémico de la fotografía sea el mismo responsable de la arquitectura institucional que aún ahora desarrolla y ejecuta las políticas culturales del Estado, aunque la creación de la Secretaría de Cultura haya modificado el panorama. En efecto, con Salinas en la presidencia se crearon las instituciones que configuraron, quiérase o no, el panorama cultural de México.
Para bien o para mal, como medida para contrarrestar la deficitaria legitimidad con la que Salinas llegó al poder, o como disposición necesaria para el desarrollo artístico y cultural del país, el andamiaje institucional establecido por la administración del priista fue lo suficientemente influyente para delimitar los alcances de la política cultural del Estado.
Las críticas a ese sistema, que como todos acusa inercias y vicios, han sido abordadas desde la academia y la literatura. Por ejemplo, en 1995 el escritor Enrique Serna homologó el ambiente cultural de la época con los bajos fondos del hampa capitalina. En El miedo a los animales un escritor frustrado tiene que enlistarse en la policía judicial de la Ciudad de México para sobrevivir. Por su afinidad y conocimiento del medio cultural, el protagonista es encargado de develar la identidad del autor que, en una modesta columna de crítica, insultó al presidente de la República. La trama se complica con el asesinato del periodista, lo que detona una investigación entre los oscuros intersticios de la élite cultural.
La obra levantó ámpula en el medio, quizá por franca y gravosa. Christopher Domínguez Michael, en el número 229 de la revista Vuelta, asestó los siguientes epítetos a la novela y al autor: la novela era “oportunista y cobarde”; “El miedo a los animales es el puchero del niño mimado que patea el pesebre cuidándose de no dañar sus regalos de navidad. Su hybris es la del machín que golpea mujeres sin lastimarse los nudillos. Su novela es una finta de bravuconería, obra que decepciona porque el Gran Marginal no es más que otro diablillo predicador que exalta la moral del resentimiento”.
A diferencia de la novela de Serna, La muñeca tetona no critica. Se trata, en realidad, de un esbozo sobre las relaciones del poder y los intelectuales. Su mérito consiste, en todo caso, en proponer una cierta reflexión sobre el declive del intelectual como actor social, desplazado por la emergencia de nuevos y muy mediáticos agentes –“opinólogos”, les llaman– que son, en última instancia, quienes con mayor éxito se han hecho de la suficiente influencia pública como para ser cortejados por el Estado.
Queda para la reflexión predecir los contornos del “nuevo intelectual”. ¿Será uno que concilie las exigencias de la mediatización –y su infaltable dosis de frivolidad– con las del pensamiento? ¿Sacrificará al puro entretenimiento cualquier ponderación valiosa y bien pensada? ¿Hay ahora quien cumpla con ambos requisitos? Ya se verá.