Güeros irrumpió en 2014 como una bocanada de aire fresco en el cine mexicano: su ritmo, la ligereza de su historia, el desenfado de sus actuaciones, se asentaban, además, en un episodio histórico del país (la huelga de 1999 en la UNAM) retratado de forma original. Alonso Ruizpalacios (Ciudad de México, 1978) tomaba libremente el referente histórico y lo transformaba en una reflexión de miras más amplias sobre la juventud, la identidad y el viaje. La Ciudad de México ya no sólo era el escenario lúgubre, casi ahistórico, donde transitaban personajes en pena; la historia tenía nervio, sin ser optimista, era cómica, sin contar chistes. La ciudad, además, era representada “con tal cuidado que se percibía en la cinta una honestidad singular […] Los personajes se dibujaban desde una realidad colectiva, nuestra, y no desde una idealización cómoda”, como apuntó Alonso Díaz de la Vega en el número 133 de esta misma revista.
Cuatro años después, está por estrenarse el segundo largometraje de Ruizpalacios: Museo (también ha dirigido los cortometrajes Café Paraíso, de 2008; El último canto del pájaro Cú, de 2010; y Verde, de 2016). Galardonado con el Oso de Plata en la pasada Berlinale, la película cuenta la historia del famoso robo al Museo de Antropología en 1985, por dos jóvenes de Ciudad Satélite. Como en Güeros, Museo usa el evento histórico como un ancla para profundizar, un poco más, en la psique de los habitantes de la ciudad. La cinta es también el pretexto para esta charla.
Se ha repetido que la Ciudad de México es una de tus principales fuentes de inspiración; tanto en Güeros como en Museo. Pero ¿cómo es tu vínculo con ella, más allá del vínculo cotidiano que cualquiera puede tener? ¿Investigas sobre ella? ¿O esperas a que las historias lleguen a ti?
No recuerdo un caso que se haya repetido; creo que cada proyecto tiene una génesis diferente, viene de un lugar distinto. De hecho, Güeros no empezó tratándose de la ciudad, era más bien sobre una idea sobre el limbo en medio de una huelga. Después, como también tenía la idea de hacer una road movie en la Ciudad de México, junté las dos ideas. Primero vinieron las ideas por sí solas y ya después la parte de la investigación: recorridos largos para conocer otros rincones de la ciudad, o leer sobre su historia.
Museo es un proyecto que me invitaron a dirigir unos, ahora, amigos, antes desconocidos (el editor de Güeros, Yibrán Assuad, me contó sobre un amigo suyo, Manuel Alcalá, que tenía un guión sobre el robo del Museo de Antropología). Les dije que le entraba al proyecto si podía reescribirlo y apropiármelo. A raíz de eso, vino la investigación sobre Ciudad Satélite, porque esta película también es como una oda a Satélite. La convertí en un personaje más. Me interesaba mucho su historia, cómo se construyó, cuál era la idea original del arquitecto Pani, por qué fracasó.
Ahorita estoy haciendo un documental sobre la policía y tuve el impulso de redigirlo a la ciudad, porque originalmente abarcaba todo el país; tengo una tendencia a focalizar mis proyectos a la ciudad donde nací, donde he vivido siempre y que me encanta. Creo que filmar en la Ciudad de México es una manera muy privilegiada de conocerla.
Hace tiempo leí una crítica a Güeros respecto a cómo se retrataba a la huelga de la UNAM. Tu respuesta me parecía interesante al puntualizar que no se trataba exactamente sobre esa huelga, sino que era un referente que después transformabas. Creo que la cuestión está en ese equilibrio, entre la literalidad de los referentes históricos y la apropiación del director. ¿Cómo salir de los referentes para imaginar otro tipo de historias? ¿Hasta qué punto se puede explorar?
Creo que es un proceso necesario. Hay un momento en que la investigación y la historia real se vuelven una camisa de fuerza, es entonces cuando la ficción empieza a tomar su propio rumbo. Aunque me gusta mucho el documental y la, digamos, naturaleza documental del cine, la ficción es donde me formé, lo que me atrae y hacia donde me decanto. Hubo un punto en que estábamos haciendo Museo mucho más apegada a la historia real, con entrevistas con gente que conoció a Carlos Perches y Ramón Sardina, los dos ladrones de Antropología, pero llegamos a un punto en que no estaba funcionando; no era la película que quería contar.
El proceso es muy intuitivo. El otro día lo platicaba con un amigo, David Gaitán, quien es director de teatro, y concluíamos que la única forma de terminar un proyecto es hablando de lo que tú conoces, apropiártelo completamente. Así lo hice en Museo: hay muchos detalles que están llenos de recuerdos míos, de mi infancia y mi adolescencia; crecí en un contexto similar al de Satélite, pero del otro lado de la ciudad: clasemediero, también soy hijo de doctor, como Carlos Perches. Fue ese vínculo lo que me hizo conectarme con el personaje, imaginándome cómo debió ser la decepción que le produjo a su padre.
Para mí las películas que valen la pena son las que tienen un punto de vista muy cercano. Truffaut, en los sesenta, declaró que veía al cine dirigiéndose cada vez más hacia lo personal; si el director tiene muchos amigos, la película va a tener muchos amigos. Me gusta ese principio.
Me interesa tu formación como director de teatro, porque creo que hay un grave déficit actoral en el cine mexicano, cierta uniformidad en los estilos actorales. ¿Cuál es tu opinión al respecto?
Hay una guerra intestina en el cine nacional con dos facciones: la gente que se decanta por los actores y los que lo hacen por los no-actores. Hay que decir que Bresson trabajó con no-actores hace sesenta años y lo hizo mejor que nadie; entonces, no es exactamente una novedad. Además, pienso que tiene un límite, funciona en ciertos proyectos y usarlo sólo por hacerlo me parece artificioso…lo usa una escuela que pretende estar anteponiendo el fondo sobre la forma, pero creo que en realidad hace lo contrario.
A mí sí me gustan los actores, yo me eduqué como actor, hice la carrera, y cada vez me intrigan más los mecanismos de un actor y también ver cómo alguien que no lo es puede llegar a esos mismos momentos si le das las herramientas adecuadas. Ahora en Museo mezclé no-actores con actores para los personajes de las hermanas de Gael: dos de ellas son actrices y la otra nunca había actuado en su vida pero lo hizo increíble.
No tengo una postura rígida. También entiendo que en un país como México, la inclusión de los no-actores vino de un hartazgo con la formalidad de los actores y de un rompimiento de comunicación entre los actores y directores, donde los primeros no podían adaptarse a los nuevos lenguajes. Creo que esto ha evolucionado y estamos en un punto muy estimulante para los directores.
¿Tus actores se involucran en la manufactura propia de las historias? ¿Qué tanta libertad les procuras?
Depende del proyecto e incluso de la escena. Se trata de tener herramientas para poder resolver cada problema con espontaneidad. Veo las escenas como un problema a resolver: si tratas de resolverlas siempre con las mismas herramientas, se empobrecerá el resultado. Hay escenas que me tardo mucho en escribir, donde quiero establecer un ritmo específico mediante el diálogo, y donde sé que si los actores improvisan se va a perder ese ritmo. Hay una escena en particular en Museo, cuando se les ocurre el robo, que los personajes están dando vueltas en su coche en Satélite (una actividad que hacen mucho los satelucos, ya que el diseño urbano de Satélite son circuitos): quería que esa escena se la aprendieran al pie de la letra, que no cambiaran una coma.
Otra escena, muy larga, es la de la Navidad en la familia del personaje de Gael, donde quería que se sintiera espontaneidad. Ensayamos muchas improvisaciones; había niños, abuelos, y quería filmarlo como documental, persiguiendo pequeños momentos. Tengo técnicas que aprendí para el montaje de mis obras de teatro, para guiar improvisaciones. Preparo a los actores para que se genere una atmósfera que se pueda sostener durante muchas horas. Quería que tuviera esa sensación. El chiste es tener muchas herramientas a la mano y, si no, inventar nuevas.
Güeros no es exactamente una comedia o no es, al menos, una película de género. Pero causa risa, creo que también por ese balance entre el guión y la improvisación. ¿Te interesaba que tu película tuviera ese carácter cómico?
Sin duda. Tampoco sé si le pondría la etiqueta de comedia. A mí lo que no me gusta son los directores que tratan de ser alguien más: “tal persona es muy juguetona pero a sus películas las obliga a ser solemnes”… siento que eso se nota. A mí me gusta cagarme de la risa, trabajar con amigos (llevo trabajando con mucha gente más de diez años), para mí es esencial pasarla bien.
Aunque, más allá de preferencias personales, también debiste estar al tanto del tipo de cine imperante en México. Es decir, Güeros surgió en un momento muy específico, 2014, cuando podía contraponerse a cierto tono, cierto tipo de actuaciones y cierto ritmo de las películas.
Todos nos definimos también por lo que no queremos ser; sí, había un hartazgo, lo hablé mucho con Gibrán Portela, con quien coescribí Güeros…estábamos hartos de tanta solemnidad. Nosotros no crecimos viendo a Tarkovsky, crecimos viendo Los Goonies. Se trata de hacer el tipo de película que te gustaría ver, creo que es tan simple como eso.
Justo al momento de preparar esta entrevista, los Oscar anunciaron su nueva categoría de Mejor película popular. Evidentemente, para los Oscar ‘popular’ equivale a ‘masivo’, pero el término, creo, tiene connotaciones más ricas. Popular puede ser todo aquello que articule deseos, miedos o inquietudes colectivas, aunque el resultado no se masifique. En este sentido, ¿te interesa lo popular?
Honestamente no es algo en lo que piense. Así como podría definirme ante lo solemne (aunque respete enormemente a directores como Bresson, alguien profundamente solemne), no creo que podría definirme ante lo popular; no creo que haya tomado ninguna decisión en mis películas a partir de ese parámetro. Más ahora que estoy cansado con la pelea de la distribución de Museo; es muy extenuante, emocionalmente. Justo ahora te diría que me vale madre: no pretendo hacer cine popular, tampoco alienante o hermético, pero no pienso en ello. Más bien trato de comunicar lo que a mí me interesa, me inquieta o me parece divertido.
Aunque creo que parte de la valoración del cine mexicano contemporáneo se da por una especie de necesidad colectiva de verse representado en una pantalla…
Esa sí que es una de mis inquietudes: tratar de representar a la gente que conozco, o a la gente de mi entorno, de que haya un interés en mi contexto por lo que hago. No estoy pensando en el público de Cannes o de Berlín. Todo el asunto de las piezas que se robaron…el hecho de conocerlas y de desarrollar una relación, casi un diálogo con el Museo de Antropología, conocer su historia, cómo se fundó, por qué, ha sido fascinante. Hay una línea en la película donde se cita a Monsiváis, cuando ocurrió el robo, que dice: yo creo que este robo tiene un valor, le recordó a los mexicanos que nadie sabe lo que tiene hasta que lo pierde. Hay un valor en ese crimen, a los mexicanos ya no les interesaba la máscara de Pakal…se reavivó un interés por el pasado prehispánico.
Tener la oportunidad de transmitir eso, de ser un vehículo para la reapreciación de eso, me emociona mucho. Fuimos muy cuidadosos en la reproducción de las piezas; hicimos un taller de unos veinte artesanos, algunos de los cuales son restauradores que trabajan en el museo, para que la reconstrucción de las piezas fuera muy específica, porque necesitaba poder fotografiarlas con un lente macro en cada detalle. Creo que es uno de los deleites de la película.
Hay en Güeros un par de escenas de metalenguaje: una, donde un personaje dice algo sobre la propia película; otra, donde los personajes de Tenoch Huerta e Ilse Salas imitan el acento de Los olvidados (un acento, digamos, casi creado por el cine), como si se tratara de un comentario sobre los procesos de identidad que el cine no sólo configura sino que a veces inventa. ¿Por qué utilizas esas estrategias?
Lo del metalenguaje es algo que me divierte y que viene del teatro. En la época de Güeros venía de hacer una obra de teatro, El beso, una adaptación de un cuento de Chéjov, en la que había muchos rompimientos continuos con la ficción. Había una inercia para continuar con eso, fue muy espontáneo. La metaficción es una espina medular del teatro del siglo xx, tampoco es nueva, se hace desde Pirandello. Me divierte porque es un chequeo de honestidad; casi te diría que no puedo hacer una ficción sin pasar por ahí, sin decir: esto es una mamada, todo este dinero, todo este despliegue es una mentira. Esa conciencia te da risa, te mantiene cuerdo.
La escena donde se imita a Los olvidados partió de una improvisación de Tenoch e Ilse, es una cosa que hacen ellos, para echar desmadre: hagamos la escena como si fuera de Retes, o ahora como los Bichir, o como el nuevo cine mexicano…les llevé chupe ese día y empezaron a jugar. Leí una crítica en donde interpretaron eso completamente mal, como si hubiera un comentario clasista; me pareció patético, una lectura muy pobre, muy poco inteligente, como queriendo ver algo que no está ahí. Vestirte de héroe frente a un grupo que te va a aplaudir porque tú señalaste que ahí hubo clasismo, cuando no tenía nada qué ver con eso, porque en efecto era un metacomentario sobre el cine y la clase, que quería apuntar que nuestro concepto de clase también está informado por el cine. Al final, Buñuel era un español burgués que vino a México a hacer una película sobre los jodidos, es una obra maestra pero no deja de tener un tufo de artificio; la película se trataba también sobre esos contrastes, por eso me pareció interesante dejarlo.