Estrenada en el Tribeca Film Festival de 2017, la película Nadie nos mira de la directora argentina residente en Nueva York Julia Solomonoff llegó a intervenir, casi a pesar suyo, en el debate trumpista sobre inmigración. Escribo “a pesar suyo” porque aunque el foco de la historia sea Nicolás Lencke, actor argentino de teleseries que se viene a probar suerte a Nueva York, sus crisis amorosas, profesionales y de visado son incomparables a la violencia que el fascismo actual somete a quienes migran a Estados Unidos desde México y Centroamérica. La historia de Nicolás Lencke no se trata, como hemos escuchado en las últimas semanas en las noticias, sobre campos de concentración de niños migrantes, ni del asesinato a jóvenes en la frontera; tampoco de violaciones perpetradas por los agentes de migración ni de cómo se “pierden” niños separados de sus padres en quién sabe qué red de tráfico. Y aún así, la historia de precarización laboral e incertidumbre emocional de Nicolás está inserta en una estructura económica y legal erigida sobre la misma ansiedad que provocamos los otros al imperio. Con su título, la película Nadie nos mira provoca esa lectura: estamos frente al migrante blanco, profesional exitoso en su país, cuyo arribo a la Gran Manzana queda enmarañado en experiencias que, ni urgentes ni laudables, no quedan inscritas en las imaginación cultural dominante sobre experiencias migratorias del sur al norte. Como esta es una práctica ilegible y sin urgencia para periodistas y audiencias locales, Solomonoff intenta dar luces sobre estas realidades que vemos a diario en la ciudad, sumando el imperio y el estatus migratorio a las categorías demográficas de clase, género y raza que interpretan los productos culturales en términos identitarios. No obstante, la película no descifra la experiencia de la falta de dinero, conexiones y red de protección como las consecuencias de una estructura precarizadora ––en este caso, la dinámica de imperio/colonia cultural/económica––, sino como la historia de fallas o fracasos personales.
Desde un principio Nadie nos mira establece que estamos fuera de la épica colectiva sobre migración. Nicolás Lencke ha llegado a Estados Unidos con la promesa de actuar en una película de un director mexicano a quien conoció en el Festival de Cannes sobre un equipo de fútbol de niños migrantes indocumentados; actuaría, si alguna vez se concreta el proyecto, como el entrenador. Pero esa ha sido, más bien, la excusa para escapar de una relación abusiva que Nicolás sostenía con su jefe, el director, productor o dueño ––da igual–– de la franquicia de teleseries Rivales en la que Nicolás ejercía como actor. En Nueva York, sin embargo, lo vemos en una situación poco ideal: trabaja como mesero y niñero para pagar el arriendo de un sofá en un apartamento pequeño. Ninguno de esos trabajos son malos de por sí, claro, pero son caracterizados como parte de su crisis al presentar a Nicolás mintiendo a su madre y sus colegas sobre su presente; asume, como en la opinión colectiva, que a Nueva York se viene a triunfar. La intención metadiscursiva de la película es clara: Nadie nos mira es una película sobre un actor que, sin audiencia en las calles de la cinematografiada ciudad de Nueva York, termina actuando la fantasía del mainstream mientras, con hambre, ve que alrededor suyo pululan directores filmando a sudamericanos pobres. Es esa conciencia metanarrativa la que guía también la presentación de la ciudad. Como si fueran postales, la bicicleta de Nicolás cruza el Central Park y la Quinta Avenida, los puentes hipsters y los miradores del skyline de Manhattan. De hecho, Nicolás habita un Manhattan de película, que retratado a través de ángulos pictóricos y colores saturados, anclan la cinta en ese mundo ilusorio. La revelación sucede, literamente, frente a una vitrina/espejo, cuando Nicolás se ve en la Quinta Avenida como un homeless.
Pero la película no se detiene ahí; esa historia de inmigración proporciona un marco para incluir otras pinceladas dramáticas que investigan masculinidades divergentes. Más que la tematización de las paternidades, mostradas en el contraste entre Nicolás como nanny y el papá gerente del bebé que cuida, me interesa la historia de abuso sexual que, a fin de cuentas, es la línea dramática principal. De tal modo es ésta la base del drama que Nicolás podría clasificarse no como un personaje en crisis, tipificación poblada por el cine europeo del siglo XX, sino como un personaje abusado, más propio de las subjetividades del sur. En tiempos donde las mujeres hemos hecho una especie de terapia colectiva para entender la ambigüedad con que opera el abuso sexual en los lugares de trabajo, Nadie nos mira se preocupa en tejer una subjetividad desarticulada y sin autovalencia, es decir, capturada por el opresor a través del amor/deseo sádico. Amparada bajo la lógica del melodrama amoroso, la dinámica sadomasoquista entre un actor abiertamente homosexual y su jefe homosexual de clóset se hace invisible; en vez, fragilizado hasta el cansancio, Nicolás, sujeto dominado, toma conciencia de que el amor es una forma de eliminarse a sí mismo. La escena de sexo en un baño del aeropuerto y otra consecuente a contraluz en una discoteca espectacularizan o, mejor dicho, cierran las posibilidades estéticas en las que ocurre esta particular forma de relación erótica; transformada también bajo la poética de postal, se nos niega entrar en el laberinto del abuso sistematizado.
Más allá de estos devaneos intelectuales, Nadie nos mira me produce varias respuestas afectivas, inspiradas sin duda en que en parte quiere representar mi experiencia en la ciudad de Nueva York. Es verdad, yo también soy una migrante privilegiada, pero no he experimentado el color de mi piel y mi situación migratoria como un fracaso personal, sino como la forma en que los poderes locales cierran las posibilidades de existencia de los migrantes del sur. De hecho, las veces que en mi trabajo han sacado a relucir mis papeles y mi visa como obstáculo para seguir pagándome por mis investigaciones, mis textos o mis clases, lo interpreto como el ejercicio de la desideologizada ideología neoliberal albergada por las instituciones y las personas. Por eso, no puedo dejar de apuntar el riesgo que toma Nadie nos mira al hilar la historia de una crisis existencial a partir de un actor de teleseries, otro enclave de formas de relación igualmente viciadas. Y tal vez sea ahí, en esa especie de saña con que las guionistas exponen al protagonista a penurias y situaciones incómodas, en la caída trágica del personaje interpretado por Guillermo Pfening, donde radique una potencial poética: donde la venganza se une con la compasión; lo biográfico, con la historia de alguien que, en realidad, no tiene nada que ver con nosotros.