05/03/2025
Literatura
Novela y posficción
¿Se ha vuelto redundante la novela en una realidad atravesada por ficciones? Tal vez, siempre y cuando se añada el adjetivo “convencional”
Fotografía de Seongho Jang en Unsplash
Algunos académicos anglosajones han empezado a hablar de la posficción, que rebasa los marcos de la literatura y opera en lo real. Cada persona, gracias a las herramientas digitales, hace una novela de su propia vida. La posficción, además, entronca con el contexto de la posverdad en que los hechos “objetivos” pierden peso ante las narraciones y la emoción. Ello explicaría por qué, a decir de estos críticos, la literatura en su formato tradicional se siente atrapada en la obsolescencia: en un mundo atravesado por la ficción las novelas se tornan redundantes.
Debo confesar que cada vez que escucho el término posverdad me alcanza una flojera infinita. La creación de conceptos post implica una reducción de la historia; hay algo adolescente en esa manera de entender el devenir cultural. Es cierto que quizá la posverdad señala una situación inédita respecto de la tecnología, pero ¿no ha estado siempre la verdad en disputa? ¿No ha sido la modernidad precisamente el escenario de combates radicales en torno a ella? Lo más burdo: ¿apenas ahora empezaron a mentir los políticos, los magnates y los medios? ¿Se justifica realmente ese prefijo tajante?
En cuanto a que la literatura es redundante porque las ficciones operan ya en la vida y la realidad de cada persona, habría que preguntarnos igualmente qué tanto hay allí de novedad. La novela burguesa acompañó la irrupción de un momento cultural en que las identidades heredadas y colectivas parecían evaporarse, en que el individuo podía soñar con hacerse de una historia propia. Lo que vuelve singular la literatura francesa de la época es que, mientras los escritores rusos y alemanes seguían preocupados por la religión y la moral, y los ingleses defendían en el fondo las diferencias de clase, los novelistas franceses del XIX estaban interesados sobre todo en el éxito terrenal y lo hacían ver como un asunto de mera estrategia. La novela francesa decimonónica está llena de ascensos y fracasos, fortunas, ambiciones y cálculos, chismes, vanidad y glamour; incluso el amor es un asunto táctico. Tras la Revolución, fuera cierto o no, parecía que el mundo estaba al alcance de quien se arriesgara a tomarlo, y la novela era el manual de uso más explosivo.
Conceptos tan trillados como el quijotismo y el bovarismo ¿no son ya la prueba de que la literatura siempre ha estado en una comunicación íntima con las proyecciones de cada lector? ¿No estaba Alejandro Magno, que llevaba durante sus campañas una edición de lujo de la Ilíada en un cofrecillo, imitando a Aquiles? No hay que dar por sentado que las ficciones personales son más proliferantes que antes. En comparación con nuestro campo de posibilidad, dominado por corporaciones gigantescas, algoritmos y lógicas comerciales, el dandy clásico podía moldearse a sí mismo con una libertad que ya quisiéramos.
Lo que en realidad interesa a los partidarios de la posficción –ver los textos de David Childs y James Corby en The Cambridge Companion to the Essay o The Essay at the Limits– es dar cuenta de lo que se percibe como una obsolescencia de la novela frente a otros medios y prácticas. El punto es que la novela ha perdido el lugar central para la ficción, ahora ocupado por el cine, la televisión e incluso las redes sociales. Childs y Corby abogan entonces por nuevas escrituras, híbridas, ensayísticas, por experimentaciones en formatos distintos al libro, por objetos textuales liminares.
Si bien se puede estar de acuerdo con lo anterior, quizá lo verdaderamente notable aquí es que los mismos debates y problemas se repiten cada tanto, pero se presentan siempre a sí mismos como si ocurrieran por primera vez. De hecho, la novela realista pura duró muy poco tiempo antes de ser desfigurada; ya a partir de Flaubert empezaban a aparecer las grietas. La historia de la novela es la historia de sus perturbaciones. El cine ha sido una amenaza para la literatura desde 1930, y respecto a crear objetos liminares que se entrelazan con la vida “real”, parece que estamos condenados a reiterar las mismas propuestas de las vanguardias pero sin una verdadera pulsión revolucionaria.
Esto no quiere decir que no existan o no sean un problema las novelas convencionales: todo lo contrario. Pero quizá poner la discusión en términos post delata una visión lineal, mecanicista, y en vez de anunciar catástrofes milenaristas podríamos encontrar fuerza y sentido –o por lo menos nuestra verdadera medida– en las corrientes de la historia que están de nuestro lado. Acerca de la novela del XIX, quizás hace falta deshacernos, de una vez por todas, de su modelo de representación, al mismo tiempo que recuperamos la frescura, el placer y el ácido que había en su sustancia. Hace unos días escuchaba a un grupo de publicistas confesar su incapacidad para leer y una persona dijo: “Es que me gustaría que la literatura no fuera tan aburrida”. Ahí estamos de acuerdo.