Si nos permitiéramos olvidar por un momento que el cine se trata de una disciplina artística y sacáramos del paréntesis el hecho de que también es una industria, tendríamos que conceder que en este siglo (digamos desde 2005, cuando se estrenó Batman inicia de Christopher Nolan; o desde 2008, cuando se estrenó Iron Man: El hombre de hierro, de Jon Favreau) esa industria casi identificable con Hollywood se ha dedicado a explotar un ejercicio: llevar lo que se encontraba en los márgenes de la cultura (donde tal vez debió haber permanecido) para ocupar el centro.
Da igual si se trata de la pantalla chica o la grande, el espectador ya está acostumbrado a encontrar allí historias extremas que se alimentan de géneros populares como la ciencia ficción (de donde vienen la mayoría de los relatos de superhéroes que ahora inundan las carteleras), el crimen o la fantasía. Son géneros ideales para la maquinaria hollywoodense: su naturaleza tanto comercial como anecdótica, episódica y fiel a convenciones, alimentó primero las revistas y periódicos (iniciando en Inglaterra y continuando en el pulp norteamericano), pavimentando el camino para la creación de un público fanatizado, enganchado a seriales.
El lenguaje de la industria, severo, obliga a hablar de franquicias y marcas, cuando no se expresa en su lengua materna, el número de las taquillas y las suscripciones. Conocemos ese asfixiante ecosistema: dentro de él, los géneros narrativos no sólo parecen intercambiables, sino chatos, incapaces de albergar ideas peligrosas; en el patíbulo del mercado se ejecutan los riesgos artísticos. Los ricos mundos de la fantasía, por ejemplo, se vuelven productos maquilados que ostentan algún sello reconocible (El Señor de los Anillos, Harry Potter, Juego de tronos, La guerra de las galaxias…). Algunos géneros parecen más resistentes que otros, como el caso de la ciencia ficción, pero tampoco a ellos se les ha negado el tratamiento del espectáculo (Viaje a las estrellas, Transformers…). Apoyada por la mano siniestra de la publicidad, la industria del cine goza de inmejorable salud: el público, incluso, ha sido dócil en su papel de consumidor, amnésico ante las exigencias artísticas de la disciplina. En realidad, ya rara vez se habla de cine. Se ha dado pie sin reservas al entretenimiento.
Un género especial
En ese sentido, como el cine de terror es un caso especial. Aunque nunca ha sido un género tan popular (o agradable) como, digamos, la comedia romántica, también se le ha intentado someter a las reglas del juego. En algunas zonas de la cultura donde opera una versión perversa del niño-adulto fanatizado por los superhéroes encontramos, también, a los fanáticos morbosos, seguidores de monstruos contemporáneos reconocibles (Jason, Mike Myers, Freddy Krueger y otras figuras “carismáticas”). En ese tenor hubo, recientemente, una idea que nació prácticamente muerta: entre 2014 y 2017 se lanzaron un par de películas (Drácula: la historia jamás contada, de Gary Shore; y La momia, de Alex Kurtzman) con las que se aspiraba a detonar una serie de franquicias comparables a las taquilleras de Marvel, pero no basadas en superhéroes sino en los monstruos clásicos de la Universal que poblaron las pantallas entre las décadas de 1920 y 1950 (hasta que fueron agotadas y, de alguna forma, desactivadas). Los resultados fueron pastiches del cine de acción y aventura, alejados de la tradición clásica del horror, dedicada a mostrar seres abyectos o imágenes chocantes (y difíciles de consumir por un gran público).
Los productos de Blumhouse no sólo explotan las fórmulas del cine hollywoodense típico sino tropos de horror gótico ya tipificados (los apocalipsis, las casas encantadas, los castillos tétricos, las posesiones, los muñecos diabólicos, las monjas sangrantes).
Han tenido mejor fortuna las producciones de Blumhouse, con marcas como Actividad paranormal (2007-), La noche del demonio (2011-), La purga (2013-) y El conjuro (2013-), cada una con sus respectivas secuelas y productos derivados. Pero sobra decir que el éxito económico y popular del que han gozado estas series no implica una mirada renovada hacia un género narrativo. Los productos de Blumhouse no sólo explotan las fórmulas del cine hollywoodense típico sino tropos de horror gótico ya tipificados (los apocalipsis, las casas encantadas, los castillos tétricos, las posesiones, los muñecos diabólicos, las monjas sangrantes).
De haberla, ¿dónde deberíamos buscar una mirada renovada para el terror? ¿En la casa productora de Jordan Peele, Monkeypaw Productions? Fundada en 2012, ha sido responsable de cintas como ¡Huye! (2017), Nosotros (2019) y una nueva versión de Candyman, a estrenarse este verano. Como históricamente ha ocurrido con otros géneros, especialmente la ciencia ficción, las obras producidas a través de Monkeypaw se han esforzado por usar al horror como un vehículo para relatos morales o de una marcada fuerza ideológica y progresista (he dedicado algunos textos al respecto: “Entre la denuncia y lo banal”; “Crepúsculo de la imaginación” y “Horror satírico”). Aunque el trabajo de Peele y su productora son profundamente interesantes, ahora vale la pena mirar hacia otro lado.
Por el camino de A24
¿Adónde mirar cuando las celdas del Excel ocupan nuestra atención y la de los contadores que ahora dirigen los estudios de Hollywood? Tal vez acá, a una carretera, en Italia, que recorre la región de los Abruzos: la Autostrada A24. Ha cobrado cierto carácter legendario (en algunos círculos) por haber inspirado el nombre de la distribuidora y productora norteamericana A24, ubicada en Nueva York. Podría señalarse que en los Abruzos se encuentran varias localidades en las que se filmaron películas del cine neorrealista. O sugerirse, como han hecho algunos críticos, que la compañía A24 también funciona como una especie de carretera que une al espíritu del cine independiente con el alcance de los grandes estudios. Pero, sencillamente, es la carretera que recorría Daniel Katz cuando decidió, “en un momento de claridad”, fundar A24, en compañía de David Fenkel y John Hodges.
Como sea, ese momento de eureka sirve para definir el espíritu de la compañía productora: aunque inició como una distribuidora –dedicada, principalmente, a realizar la mercadotecnia de una película–, muy pronto la nueva compañía se sumergió en el riesgo de apostar por voces singulares. Aunque la distribución es una parte importante de la “industria” (la que nos permite ver los avances o los afiches de una cinta antes de que llegue a las salas), poca gente tiende a considerarla importante o glamorosa. ¿Por qué? Porque implica trabajar por una idea ajena. Pero desde un inicio A24, con su expresivo logo (que evoca una peligrosa nostalgia por la época en que el cine no peligraba ante los servicios a la carta y sobrevivía más allá de las salas a través del VHS), mostró tener un espíritu y un gusto propios. Entre las cintas que distribuyó en su segundo año de operaciones se encuentran El hombre duplicado (2013) de Denis Villeneuve y Bajo la piel (2013) de Jonathan Glazer.
A24, con su expresivo logo (que evoca una peligrosa nostalgia por la época en que el cine no peligraba ante los servicios a la carta y sobrevivía más allá de las salas a través del VHS), mostró tener un espíritu y un gusto propios.
En cierto sentido A24 es un heredero espiritual del trabajo que hicieron otras distribuidoras hollywoodenses durante la década de los noventa, algunas subsidiadas como Fox Searchlight (ahora sólo Searchlight, propiedad de Disney); Miramax (que carga a cuestas con el triste legado de Harvey Weinstein, y que también es propiedad de Disney); o Focus Features, para la que trabajó Hodges, cuando aún era USA Films. Está por verse cuál será el futuro de la compañía neoyorquina en relación a su independencia, pero al menos puede observarse que sigue interesada en apoyar (a través de la distribución, claro, pero también en la producción) el cine que aspira a crear algo nuevo a través de voces propias. En otras palabras: el cine de autor.
Volviendo, pues, a la novedad en un género tan específico y difícil como el terror, A24 merece nuestra atención porque sigue apostando por películas singulares, como Saint Maud (el primer largometraje escrito y dirigido por la británica Rose Glass). Además, entre las cintas que han producido, se encuentran las de dos autores que han comenzado a desarrollar una obra atendiendo a este género: Robert Eggers y Ari Aster. Atención que hay aquí algunos aires de familia temáticos: Saint Maud, La bruja (2015, de Eggers) y El legado del diablo (2018, de Aster), desde distintas aristas, vuelven al horror sobrenatural. Le dan la espalda así al horror de sobrevivencia que ha inundado la cultura popular en las últimas décadas, a través de películas de zombis y otros temores inmunológicos y corporales (incluyendo, desde 2004, la tortura; con la serie Saw, cuya inspiración podríamos –si nos atrevemos a colocar un producto popular en el diván– rastrear hasta Guantánamo). La bruja es un relato histórico que se desarrolla en la Nueva Inglaterra en la década de 1630 y recupera una figura que, en nuestros tiempos, ha sido adoptada como una representación transparente (a veces literal) del feminismo que se enfrenta a la opresión del patriarcado. Mientras tanto, Saint Maud promete problematizar la figura de la mujer que decide liberarse, con una antagonista que encuentra éxtasis en la supuesta pureza de lo divino. Y en esa zona gris en la que conviven lo religioso (o estructurado) con lo pagano (o libre) es donde se encuentra El legado del diablo, que también ahonda en la compleja historia sobre el poder retomado por la mujer (una preocupación que se encuentra también en Midsommar: el terror no espera a la noche, 2019, el segundo largometraje de Aster).
Algunas simetrías
También aquí he hablado sobre la simetría de El legado del diablo y Midsommar, pero debo insistir en el punto, pues es una marca del carácter autoral que se ha fomentado en las producciones y cintas distribuidas por A24. Sería demasiado afirmar que todas estas cintas se parecen porque, en principio, es algo más o menos obvio. Incluso a través de géneros narrativos (como con Ex Machina de Alex Garland, también distribuida por A24) esta familia o constelación logra entablar una conversación a través de un lenguaje similar que ya puede encontrarse en el cine distribuido por otras compañías (por ejemplo, en el neonoir Tiempos oscuros de Kevin Phillips, que distribuyó The Orchard hace un par de años). Existe un lenguaje típico del cine de arte o independiente: meditabundo, de lenta ebullición, atento a lo cotidiano pero también a las tensiones que allí habitan. De cara a lo material no es un misterio por qué estas películas se parecen: los bajos o medianos presupuestos exigen locaciones contadas y explotadas, y por tanto mayor atención a las atmósferas y los personajes. Contra una película de acción de zombis o de sobrevivencia de alcance global, la respuesta de este tipo de cine puede encontrarse en cintas destacadas (por inventivas) como En lo profundo del bosque (2015, Patricia Rozema) o Viene de noche (Trey Edward Schults, 2017), ambas distribuidas por A24, que se desarrollan en su mayor parte en el interior de una cabaña.
Al mismo tiempo, estas restricciones presupuestarias han dado pie a un cine dispuesto a arriesgar, a construir algo nuevo sobre las convenciones del cine de género. Si con La bruja Eggers aprovechó elementos del folclor norteamericano, en El faro (2019) creó una ¿comedia de horror? que recuerda, ante todo, a Harold Pinter y la larga sombra de Beckett. Pero hay algo más, ¿cierto? Está, para empezar, el faro: un icono fálico del horror gótico de los mares, con sus leyendas negras, monstruos marinos y otros elementos extraños que parecen sacados de los imaginarios de M.R. James y Lovecraft. ¿No existe también una simetría temática y estratégica con La bruja? ¿Una conversación sobre lo femenino liberado y el absurdo masculino? Tal vez. Francamente, da un poco igual: es la zona gris, ambigua, lo que destaca a este cine de horror (porque es horror) del que apenas se limita a reciclar viejas imágenes y fórmulas pensando que es lo que exige el público, sin detenerse a pensar en lo que necesita.