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Literatura

Imitar a un Nobel

«En efecto, es un prepotente. En efecto, es amanerado. En efecto, es un genio»: Gabriel Rodríguez Liceaga sobre la leyenda de Octavio Paz

Gabriel Rodríguez Liceaga | jueves, 25 de julio de 2019

Octavio Paz

1.

El único registro audiovisual que existe del niño que fui es una grabación que ya ni siquiera está en mis manos; se trata de una fiesta infantil de yucatecos a la que me invitaron seguramente para hacer bola. Mi presencia a cuadro no suma más de tres segundos. Cuando lo vi fue un enfrentamiento aterrador. ¡Ese de ahí soy yo! Esas agujetas desajustadas y una camiseta púrpura con una frase en idioma inglés cuyo significado hasta ahora me es posible entender. Soy yo. Fui yo. No pude llorar, me quedó atravesado desde entonces un lamento.

Para la generación de candorosos treintones de la que soy parte, la infancia no pasa de ser una fotografía oculta o el registro de lo que nos dicen que fuimos. Por ejemplo: yo era un bebé obeso al que se le antojaba un bolillo en las situaciones menos previsibles. Eso me han contado cientos de veces mis padres, han construido varias ficciones similares en torno a cada fase de mi vida. Yo no me fío y cada que tengo frente a mí un pedazo de pan lo evito pensando que vendrán mejores tiempos. Ese problema no lo padecerán los hombres del futuro, que gracias a la tecnología digital y el ocio de sus padres tendrán un registro de videos y fotografías de su desarrollo vivo.

Las implicaciones de eso son impredecibles.

Yo prefiero confiar en la turbia y enigmática evocación. En medio de mis dos fechas relevantes está el día que aprendí la diferencia entre mayúsculas y minúsculas, las clases de taquigrafía en máquinas de escribir cuyas teclas carecían de signo, hoy, que redacto este párrafo con la garganta destrozada, el descubrimiento sucesivo de la lluvia, del mar, de algunos autores, de ciertos versos de Octavio Paz. Como aquel en que refiere a los niños desvelados que se espulgan a la luz de la luna

¡Tú y yo somos esos niños!

2.

Prácticamente nací sabiendo que había un escritor llamado Octavio Paz y que había ganado el Premio Nobel de Literatura. Es algo que se sabe y ya. Marca de fábrica de los mexicanos nacidos a finales del siglo pasado.

Así como Borges (siempre citado) en “Paradiso, XXXI, 108” escribe sobre el rostro de Jesús que poseemos todos los hombres y que yace disperso en la especie, yo –más allá de mi lectura de sus poemas y textos– he construido en mi mente a un Paz armado con párrafos, reminiscencias y referencias.

Las que me vienen ahora a la memoria:

El Paz cuyo andar se apodera del capítulo 149 de Rayuela. El Paz, también a pie, que cruza Templo Mayor; paseo inscrito en una placa empotrada en una de las muchas paredes de San Ildefonso. El mito de la mafia. El mote de Octavio Pus. La fotografía que se tomó cuando fue a tramitar su visa norteamericana y que hoy se exhibe en un aparador junto a la de todo tipo de famosos nacionales (entre Niurka y Ana Bárbara). El Paz de las solapas. El Paz del sueño de la transfusión sanguínea que tuvo Eusebio Ruvalcaba. El joven y atractivo Paz cuya foto usó el escritor Tryno Maldonado para ilustrar su texto en contra de los escritores mexicanos jóvenes del DF. El Paz que charla en el Parque Hundido con Ulises Lima en voz de Clara Cabeza, allá por 1995. El Paz que no parece Paz de la moneda conmemorativa de veinte pesos del año 2000. Las chuscas imitaciones de Paz que hace cualquier persona cuerda al citarlo en una charla. Etcétera…

3.

El desvelo me hizo caer en Canal 4 a eso de las dos de la madrugada. Me topé con un programa pésimamente llamado “Retomando a:”, en el cual Televisa ofrece fragmentos del gran acervo audiovisual que posee sobre entrevistas, conferencias y lecturas de diferentes escritores y pensadores mexicanos. La transmisión es diaria. Obvio, la mayoría de los shows tratan sobre los varios programas que consistían en Paz hablando a cámara.

Así fue como pude ver a Octavio Paz vivo, en movimiento. Muchas cosas me ha provocado este hallazgo; básteme concluir con que el hombre está a la altura de su leyenda. En efecto, es un prepotente. En efecto, es amanerado. En efecto, es un genio. Alza la mirada antes de opinar, mueve las manos al ritmo de las palabras. Interrumpe a Mutis y corrige a Elizondo. Es implacable: “Soledades de Góngora es aburridísimo”, “A Alfonso Reyes le estorba su monumento”, “José Vasconcelos hizo muchas estupideces en su vida», etc. Es amo y señor de su tiempo. Prorrumpe, no pierde protagonismo ni por accidente. A veces sonríe, sólo de sus propios chistes, que suelen ser simpatiquísimos. En fin, él es el juez, la víctima y el castigo. Paz, un roble bajo cuya sombra templada y cruel reposó cualquier palabra escrita en este tramo de tierra que es la patria mexicana.

Ahora que me acompaña una voz al leer sus libros (una voz, un gesto, una pausa), cito:

El muchacho que camina por este poema…

            …es el hombre que lo escribe.

Pienso en el niño que fui. Aquellos tres segundos de la fiesta yucateca. Mis lágrimas siguen atoradas. Pienso en el adulto que Octavio Paz fue. ¡Carajo! Estamos condenados a leer la belleza escrita por difuntos.

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