21/11/2024
Literatura
Mecánica popular
Una digresión sobre la novela negra y sus variaciones a partir de la lectura de ‘La Niña de Oro’ (Anagrama), nuevo libro de Pablo Maurette
–¿No ve que está cerrado, señora? –dijo el librero a través del vidrio.
Vuelvo a encontrarme con una librería en una novela de crimen. La descripción proviene del capítulo quince de La Niña de Oro (Anagrama, 2024), de Pablo Maurette: “El local era pequeño y polvoriento. Olía a papel apolillado. Las paredes estaban cubiertas de estantes atiborrados. En el piso había torres de volúmenes apilados y, sobre el mostrador, montañas de revistas viejas. Silvia Rey, que tenía especial aversión por el polvillo, sintió que se le cerraba la garganta”.
Aunque abonan a la trama, el paso por la librería y la conversación con el librero son apenas detalles en las pesquisas de Silvia Rey, la protagonista de la novela. No da, me temo, para añadirlo a mi catálogo de bibliomisterios, pero hay algo que puede comentarse sobre la novela de Pablo Maurette (Buenos Aires, 1979), especialmente por sus coqueteos con un subgénero que ha tenido cercanía con la novela negra, el carny o carnie (¿feriante?): los relatos sobre quienes trabajan en circos o ferias itinerantes. El caso histórico más conocido de estos relatos, comunes en la cultura popular, es el brutal “Espuelas” (1923) de Tod Robbins, que otro Tod, Browning, usaría tras el éxito de Drácula (1931) como base para la película que hundiría su carrera, Fenómenos (1932).
El narrador de La Niña de Oro, omnisciente, a veces cruel, hace un recuento del caso cuando parece que ya no tendrá solución: “este caso la había perturbado particularmente debido tal vez a la naturaleza excepcional de sus protagonistas. Por un lado, estaban las víctimas, el profesor chiflado y la prostituta enana, dos figuras tragicómicas, grotescas, marginales y, a la vez, en cierto modo entrañables –sobre todo Esmeralda–. Y por el otro, las tres incógnitas. La principal, Copito, un misterio resplandeciente”.
Aunque los personajes bien podrían haber salido de un carnie cualquiera (como El callejón de las almas perdidas, de 1946, que ha sido adaptada al cine en un par de ocasiones), en La Niña de Oro opera un juego con el que quiere silenciarse el linaje: se habla, de pasada, de un circo, pero sobretodo se esgrima jerga científica. Así, Copito padece albinismo oculocutáneo; Esmeralda, la prostituta enana, padece acondroplasia. La verdad es que da un poco igual porque la atención de la novela, que se desarrolla en 1999, está en otro lado, en una mirada cínica que tiene algo ya no de sociológico sino de entomológico. Por ejemplo: “Por fin en su despacho, Silvia Rey cerró la puerta, fue hasta la ventana y soltó un pedo largo y cristalino que tenía atravesado desde hace rato. El sol entraba por la ventana y calentaba la madera del escritorio dándole un brillo como de barniz. Se sentó, encendió la computadora, se sacó los zapatos y se frotó los pies vigorosamente. En mañanas de sol como esa, con ese olorcito a café recién hecho, su oficina era el rincón más acogedor del mundo”.
Como género, la novela negra sigue deparando sorpresas (culturales o literarias) porque las fichas con las que juega siguen revolviéndose. Las combinaciones, mecánicas, son infinitas, pero la disposición para adentrarse al juego cambia según el espíritu de la época pero también de acuerdo al humor de quien las escribe. A veces son negros espejos de una situación intelectual, pero también entretenimientos en toda forma. A mí me deprimen tanto como me entusiasman.
Pensaba en ello ahora que revisaba una pila de libros que tengo en mi escritorio, manuales y diccionarios sobre el género. Hay uno de Mempo Giardinelli; un Diccionario apasionado de la novela negra (2020), de Pierre Lemaitre; un compilado de artículos sobre relatos de detectives; la antología Cómo escribir relatos policiacos (2002), de Chesterton; Todo lo que sé sobre la novela negra (2009), de P.D. James; otro de Patricia Highsmith… En fin, son libros interesantes, emanan cierta astucia editorial: venden la idea de que, con la fórmula correcta, uno puede pegarle al gordo en un género popular. En su diccionario, Lemaitre cita esto de un texto de 76 páginas que, creo, no se ha traducido al español, Avant le polar, 99 notes préparatoires à l’ècriture d’un roman policier (Antes de la novela negra: 99 notas preparatorias para la escritura de una novela policiaca): “Si la novela aspira a convertirse un día en una película, o mejor aún en una serie, es imprescindible incluir un personaje negro o con algún tipo de discapacidad o defecto físico”.
Puedo ver sin problema que cualquier día le caiga la netflixeada a la novela de Maurette (¡se han visto cosas peores!), aunque hay, sugiero, algo irreductible (y a la vez familiar) en ella, esos momentos luminosos que hablan simultáneamente de lo sórdido y lo alegre de nuestras ridículas vidas. ¿Por qué familiar? Porque ya he leído eso en otro lado, aunque tal vez de manera menos alegre, con algo de desesperación, pero tan bien logrado que seguirá siendo (para mí) una referencia cuando venga a presentarse otra novela negra que no trate sobre detectives, marginales o mujeres peligrosas, sino sobre sociedades criminales (en esencia, novelas realistas). ¿Dónde? En Bajo este sol tremendo (2009), del malogrado Carlos Busqued.
Traigo a cuento a Busqued porque apenas pude leerlo (por recomendación de la escritora Ana Negri). Inicié por Magnetizado (2018), su larga entrevista con el asesino serial Ricardo Melogno, y además de la muy recomendable Bajo este sol tremendo pude leer algunos cuentos en el segundo número de esta revista. Pero lo traigo a cuento sobre todo por la alegre noticia de que, hace un mes, la editorial argentina Blatt & Ríos anunció que publicará una selección del blog Borderline Carlito, cosa que está muy bien porque leerlo en línea es muy cansado. Sale en agosto, se supone.