“Hace mucho tiempo en una galaxia muy, muy distante, vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo”, suena al interior de mi cabeza cuando comienzo a ver la adaptación de Netflix, que no de Rodrigo Prieto, de la famosa novela única de Juan Rulfo, esa que algunos cacarean como la mejor novela mexicana de todos los tiempos.
Y es que Pedro Páramo, hay que decirlo, no sólo es nuestra Ilíada sino también nuestra Odisea, una obra hecha a partir de mitos, es decir, de voces, mejor aún, de murmullos, en la que se representa, de manera ulterior, luego no evidente, aquello que nos hace mexicanos, nuestra idiosincrasia vuelta literatura a través de la genial mediación textual de Juan Rulfo.
Pero hablemos del filme, no del libro, aunque el primero busque afanosa y correctamente ser una fiel representación del último, y es justo ahí donde comienzan los problemas, apenas escuchamos la voz en off de Juan Preciado replicando con enjundia las indelebles palabras de su madre Dolores, haciendo énfasis en las últimas dos: “El olvido en el que nos tuvo, mi hijo, cóbraselo caro”.
A ese par de palabras señeras le sigue un corte a negro y el título del filme, como si fuera otra de esas películas de superhéroes, cualquier saga o serie a las que nos hemos acostumbrado de tanto consumirlas. Un producto de Netflix, pues, envuelto por un notable equipo de dirección y producción, así como de un elenco sin tacha, a partir de un guion impecable de Mateo Gil.
Lejos de tomarse libertades y apropiarse del texto (en un sentido opuesto y muy reconocible, pensemos en lo que hicieron Stanley Kubrick y Diane Johnson con The Shining de Stephen King, para hablar sólo de una de las adaptaciones y apropiaciones de obras ajenas, vueltas propias, de Kubrick), Gil consigue destilar y reducir la obra de Rulfo sin que pierda su esencia: nadie que no haya leído el libro podrá acusarlo de no serle fiel, porque ahí está todo el lenguaje y hasta la voz de su autor, el ánimo narrativo, la trama precisa, los eventos fundamentales hilados con maestría a través de parlamentos que no buscan ser fieles a una época sino a una pieza de arte que, infinitas veces manoseada, no ha perdido un ápice de su integridad. En resumen Gil no es más que un médium y un hábil prestidigitador editorial, para no decir un respetuoso creyente de la obra a la que no se atreve a mancillar.
Prieto, por su parte, trata el guion de Gil con precisión quirúrgica y sin quitarse ni un segundo los guantes: lo lleva a la pantalla como Dios manda, con cada cosa en su lugar preciso, desde las locaciones hasta los delirios de la muerte (hay un momento en el que, en medio de un remolino de ánimas o muertos, nos sentimos en Bardo de Alejandro González Iñárritu, lo cual no es precisamente un halago), pasando por un tratamiento actoral notable, sobre todo en el caso del protagonista ulterior del relato, un tal Pedro Páramo, encarnado por un descendiente casi obligado de Juan: Manuel García-Rulfo.
Dicho lo anterior, se dirá la persona lectora, ¿cuál es el problema con el Pedro Páramo de Netflix? La respuesta, en apariencia sencilla, es: la perfección. Tan perfecta es la película de Rodrigo Prieto que termina siendo fallida en su afán de representar, con la mayor fidelidad posible, una obra en sí imposible de representar en otro medio que no sea el texto que ya conocemos, un montón de palabras redivivas, obra única y diferenciada del resto, pilar fundacional de lo que el mercado hoy llama el “realismo mágico” del “boom latinoamericano”, aunque Rulfo no sea ni lo uno ni lo otro (si acaso es un autor gótico de la posrevolución mexicana, como Elena Garro y tantos otros).
Pero ¿cuál es el problema, de nuevo, si la película de Prieto es perfecta y correcta y, ay, rulfiana? De nuevo: todo eso, y más que eso. De vuelta con Kubrick, y ahora con Lucrecia Martel (que hizo una genialidad a partir de Zama, la inadaptable novela de Antonio Di Benedetto): si una como autora no revienta, por así decirlo, un clásico literario en su traslado al cine (o al teatro o a la ópera o a cualquier otra forma de representación artística), no está haciendo algo en realidad original ni con voz u ojo u oído o trazo propios, sino una calca o una burda imitación, entre más perfecta sea ésta. En suma: Pedro Páramo de Rodrigo Prieto es en realidad Pedro Páramo de Netflix, como ya dije al principio. Prieto no es un autor: es un empleado (notable, sí) de la corrección audiovisual animada por el mercado del presente.
En Pedro Páramo, la película de 2024, su protagonista no es un “rencor vivo”, como le dice Abundio a Juan Preciado al inicio, sino un rencor muerto, consumido y consumible que, más que terminar convirtiéndose en un montón de piedras, se transformará en un montón de likes de tan digerible, eficiente, efectiva y, de nuevo, correcta que es. Una obra, sí, perfecta, porque es una obra sin personalidad, es decir, un mero producto que imita a su fuente originaria, como la imitación de una bolsa Louis Vuitton made in China, musicalizada por el descafeinado pero preciso Gustavo Santaolalla (qué molesta es su necia y plana intervención, ahí donde tan solo bastaban los sonidos atmosféricos, el “rechinido” de la tierra), la cereza en el pastel de un producto Netflix.
Rematada con la discreta palabra “Fin” en el momento en que Pedro Páramo, abatido y echado en el suelo, se convierte en un montón de piedras, cae el telón y la pantalla nos ofrece o nos ofrecerá adentrarnos en la siguiente obra de Netflix, ya abierta la boca y dado el like obligado: la próxima serialización de Cien años de soledad de Gabriel García Márquez, porque el espectáculo, ya se sabe, es imparable y debe continuar.