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Pensamiento

Pierre Dardot: la política de lo común

En esta entrevista con el filósofo francés se explora la potencia del concepto de “lo común” para la política contemporánea

Nicolás Cabral | miércoles, 25 de mayo de 2022

El filósofo Pierre Dardot. Cortesía de Gedisa

Estudioso de las obras de Hegel y Marx, el filósofo Pierre Dardot (París, 1952) ha escrito junto al sociólogo Christian Laval algunas de las obras más esclarecedoras sobre el modelo neoliberal, por un lado, y las alternativas para construir otro tipo de sociedad, por otro. Gedisa ha publicado varios de estos títulos en castellano, por ejemplo La nueva razón del mundo. Ensayo sobre la sociedad neoliberal (2009), Común. Ensayo sobre la revolución en el siglo XXI (2014) y, ahora, Dominar. Estudio sobre la soberanía del Estado de Occidente (2020).

Pierre Dardot visitó México por primera vez y ofreció la conferencia inaugural de la Noche de las Ideas, en la Casa de Francia capitalina, que este año tuvo como tema “Reconstruir lo común”. Presentó además su libro Dominar en distintos foros del país. Luego de una conversación informal, y por intermediación del Instituto Francés de América Latina (IFAL), respondió el cuestionario que preparé para hablar del problema de lo común.

El tema de lo común tiene un lugar protagónico en el pensamiento contemporáneo. Además de sus trabajos junto a Christian Laval, podrían mencionarse los de Michael Hardt y Antonio Negri, Jean-Luc Nancy o Roberto Esposito. Es claro, sin embargo, que, aunque todos dan gran importancia a este concepto, no todos lo plantean de la misma forma. ¿Cuál diría que son los principales puntos de encuentro y las diferencias de sus investigaciones respecto a las de otros pensadores, como los antes mencionados?

En efecto, el tema de lo común da lugar a elaboraciones muy diferentes en sus respectivas inspiraciones y enfoques. Hardt y Negri fueron sin duda los primeros en introducir el concepto de lo común en singular en el pensamiento político, con la intención de marcar una novedad respecto a los “comunes” en plural, que se referían a formas precapitalistas. Sin embargo, este pensamiento de lo común depende de un “hipermarxismo” que hace de la expansión del conocimiento y la comunicación un proceso incontenible que socava los fundamentos del capitalismo parasitario y depredador. Ésta es su debilidad esencial: la producción, material y sobre todo inmaterial, se entiende como propia de un comunismo “elemental” y “espontáneo” obstaculizado por el capital. Esta primacía de la “infraestructura” tecnológica impide pensar la dimensión propiamente política de lo común.

Desde presupuestos muy diferentes, encontramos en los otros dos autores que menciona la misma incapacidad para pensar el carácter político de lo común. Jean-Luc Nancy afirma explícitamente que lo que él llama el “ser-en-común” no es una cuestión de política e incluso constituye un principio limitador de la política. El “ser-con” (el Mitsein de Heidegger) es absolutamente primario, de modo que en el “com-munismo” ni el “ismo” ni el “común” deben ser válidos en sí mismos: “Sólo debe permanecer el cum-”. En cuanto a Roberto Esposito, opone el “cum” del “ser-con” a la inmunidad como exención: lo común es la “carga” o el “deber” (munus) que se nos impone a todos a causa de nuestra finitud como seres condenados a la muerte, y la comunidad que funda es sólo una comunidad “de la falta”.

Vemos que en todos estos autores la ontología prima sobre la política: ontología de la producción para Hardt y Negri, ontología del “ser-con” como esencia del individuo para Jean-Luc Nancy, ontología de la finitud para Roberto Esposito. Nosotros entendemos lo común, en cambio, como un principio fundamentalmente político e independiente de cualquier forma de ontología: el “cum-munus” como coobligación presupone que no hay más obligación legítima que la que procede de la participación en la misma actividad.

Para Laval y usted lo común es un principio político vinculado a la acción, asociado estratégicamente a la lucha contra la razón neoliberal. Evidentemente, por su raíz etimológica pero también por razones históricas, el término lleva a la pregunta por el comunismo. Para usted ¿es una palabra aún útil para llamar a una nueva política de lo común?

Históricamente el término “comunismo” se ha asociado a la figura específica del comunismo de Estado que se impuso en octubre de 1917: lo común se identificó entonces con la obligación impuesta desde arriba por el Estado, supuestamente garante de los intereses del proletariado en virtud de la ciencia de la que eran depositarios sus dirigentes, según el modelo clásico de soberanía estatal llevado a su paroxismo. Pero no hay que olvidar que el comunismo ha adoptado otras formas desde el siglo XIX: el del comunismo de la comunidad, encarnado por Etienne Cabet (Viaje a Icaria, 1840) y por Théodore Dézamy (Código de la comunidad, 1842), por un lado, y el del comunismo asociativo de productores, encarnado por Marx, por otro.

Hoy en día ninguna de estas tres figuras puede satisfacer las exigencias del presente. La primera por razones demasiado obvias, como lo demuestra la guerra de Putin contra Ucrania. La segunda porque requiere una unidad superior, moral y espiritual. La tercera porque postula la existencia de un común de producción producido por el propio capital (la concentración de trabajadores en la gran industria), que sería la premisa del comunismo. Lo que se crea, a través de formas de por sí diversas, tiene más que ver con un renacimiento y una renovación del “comunalismo” que con el “comunismo” en sentido estricto: la comuna como unidad política local vuelve a ser el centro de la reorganización de la sociedad, lo que implica la relocalización de la economía y, por lo mismo, su repolitización. En este sentido, podemos hablar de un “neocomunalismo”.

La noción de lo común permite articular positivamente una política que de otra manera sólo se organiza de forma reactiva, como resistencia al neoliberalismo. En ese sentido, tiene que ser inventiva, formularse a partir de experiencias concretas para pasar de la lógica de la representación a la de la participación. ¿Diría que existen actualmente movimientos en ese sentido? Podría decirse que hoy, dentro de la política tradicional, la oposición al neoliberalismo pretenden encabezarla los liderazgos populistas e, incluso, nuevas formas de fascismo.

Todos los movimientos que experimentan con la idea de la comuna y la comunalidad tienden a cuestionar la lógica de la representación a favor de la democracia deliberativa basada en la participación directa, ya sea Chiapas en México o Rojava en Siria, o incluso en experiencias más modestas como las del municipalismo español o las luchas de las Zones À Défendre (ZAD) contra la urbanización excesiva y los proyectos que destruyen los entornos vitales (la lucha victoriosa contra el aeropuerto de Notre-Dame-Des-Landes en Francia es un símbolo de ello). Esta misma aspiración la encontramos en el movimiento de los Chalecos Amarillos en Francia en 2018, con la invención de la forma de asambleas populares. También se manifiesta en Chile en el formidable movimiento social iniciado por la revuelta popular del 18 de octubre de 2019, con sus asambleas ciudadanas o cabildos autoconvocados: sólo la fuerza de este movimiento logró imponer al poder neoliberal el referéndum sobre la nueva Constitución y la convocatoria de la Convención Constitucional el 4 de julio de 2021. El centro de gravedad de la situación chilena no es el poder presidencial de Boric, sino la articulación entre la Convención Constitucional y los movimientos sociales (feminista y mapuche, en particular).

Por otro lado, las distintas variedades de populismo autoritario, provengan o no de la extrema derecha, son profundamente hostiles a esta aspiración de autogobierno popular y democracia comunitaria. Sus éxitos electorales desde 2016-2017 se deben en gran medida a su instrumentalización del descontento popular con las políticas neoliberales aplicadas por los partidos mayoritarios. Pero no nos equivoquemos: estos movimientos no se oponen realmente al neoliberalismo, sino que encarnan una corriente del mismo, la de un neoliberalismo “nacionalista” frente al neoliberalismo “progresista” de un Macron o un Justin Trudeau, por ejemplo. Podemos hablar de un “nacionalismo competitivo” que se expresa a través de las figuras de Bolsonaro, Trump u Orban. El núcleo del neoliberalismo no es el multilateralismo ni el unilateralismo, sino el proyecto de reorganizar todas las relaciones sociales sobre la base de la norma de la competencia. Las dos corrientes del neoliberalismo, la globalista y la nacionalista, no son ciertamente lo mismo, pero sería una ilusión creer que estas dos corrientes forman una alternativa real. Esto es precisamente lo que estas dos corrientes intentan acreditar saturando el espacio político con esta oposición espejo, para impedir la formación de una alternativa real al neoliberalismo.

La Noche de las Ideas, donde usted impartió una charla, supone desde el nombre de su última edición, “Reconstruir lo común”, que se trata de algo preexistente, que se puede recuperar. En su obra junto a Laval se postula algo bien distinto: que lo común es algo a instituir, un terreno a crear. ¿Qué tienen en mente cuando plantean esta posibilidad instituyente? ¿En qué sentido se distingue esto de la lógica estatal del “bien común” o la “propiedad pública”?

Nunca se parte de la nada. Pero al mismo tiempo se parte de algo para transformarlo. Este doble requisito es fundamental. La expresión “reconstruir lo común” presupone que lo común ha sido destruido, no que lo común nos espera ileso y siempre presente. Tampoco significa que debamos volver al común tal y como era antes de su destrucción, por ejemplo al común medieval o consuetudinario. Reconstruir lo común es, en cierto modo, reinventarlo a partir de las nuevas condiciones a las que nos enfrentamos.

Efectivamente utilizamos mucho el concepto de institución, pero le damos un significado muy diferente al que se le suele dar. Se confunde erróneamente institución con institucionalización y con creación absoluta. Aquí hay que considerar el verbo más que el sustantivo: “instituir” no es reconocer a posteriori algo que ya existe desde hace tiempo (oficializar, por así decirlo), ni tampoco es crear algo de la nada según el modelo de la creación divina (o creatio ex nihilo, por utilizar la vieja fórmula de los teólogos), sino que es crear algo nuevo a partir de lo que ya existe. Ahora bien, lo que ya está ahí, en la forma dada, es siempre lo instituido (participio pasado). Instituir se refiere a la dimensión de la actividad (participio presente). Si tenemos en cuenta este doble sentido, entonces tenemos que decir que lo común debe estar siempre por instituir a partir de lo instituido que lo preexiste.

Pero esta institución puede adoptar diferentes formas. Puede ser, por ejemplo, un servicio público integrado en el funcionamiento de la máquina estatal. En este caso la institución tiene el significado de una transformación del servicio público en común, es decir, una democratización radical de lo público estatal al abrirlo a los usuarios. Podría decirse que constituye lo público no estatal. En este sentido, abre una vía original para superar la dualidad de lo público y lo privado. Lo común no es un bien susceptible de apropiación; no puede ser apropiado por el Estado ni por una empresa privada.

¿Cree que desde las artes, menos sujetas a las categorías del Estado, se esté pensando también la cuestión de lo común?

Las artes no son externas a los conflictos que atraviesan la sociedad, los reflejan en lugar de que se reflejen en ellas. Esta observación aplica igualmente a lo común. Es raro que sea tematizado explícitamente por el arte y, sin embargo, lo común se expresa en él de muchas maneras. Ya no es un arte que pretenda ponerse abiertamente al servicio de la revolución, como ocurrió en 1920 en Alemania o en México en los años 30. En diversas formas, el arte contemporáneo rompe con la ilusión de la pasividad fundamental del espectador, que debe ser sacudida obligándole a actuar. En sus obras e interpretaciones más logradas, confía en cambio en la capacidad del espectador para ver lo que ve y saber qué pensar de lo que ve. Esto es lo que ha demostrado Jacques Rancière en El espectador emancipado. De este modo, abre un espacio para lo común.

Usted es un estudioso de la obra y la figura de Marx. ¿Qué nos siguen diciendo sus ideas en el siglo XXI?

El pensamiento de Marx, contra lo que siguen pensando los marxistas, no forma una doctrina de perfecta coherencia. Está atravesado por una tensión entre dos líneas muy diferentes: por un lado, la lógica del capital como sistema terminado, cerrado sobre sí mismo, impulsado por un movimiento implacable en virtud de las leyes inmanentes de la producción; por otro lado, la lógica de la confrontación, de carácter estratégico, que hace de la guerra entre clases el trampolín de la emancipación humana. El comunismo no es entonces más que el término medio imaginario encargado de resolver la tensión entre estas dos perspectivas difícilmente conciliables. Hoy podemos aprender de esta tensión para plantear mejor la cuestión de la emancipación, de una manera nueva: en particular, contrariamente a ciertos presupuestos productivistas de los que Marx sigue siendo prisionero, debemos dejar de concebir la emancipación como una emancipación de la naturaleza que se lograría mediante un dominio técnico creciente.

Pero hay algo fundamental en Marx que el marxismo ha cubierto con el dogma de la infalibilidad: a saber, la capacidad de ser sorprendido por los acontecimientos en su imprevisión, a pesar de todos los esquemas teóricos y las predicciones científicas. Esto es particularmente evidente en su actitud hacia la Comuna de París de 1871: acogió en ella un “gobierno directo”, el del pueblo por el pueblo, sin referirse nunca a la noción de “dictadura del proletariado” que él mismo había elaborado durante la década de 1850. La idea de un antagonismo irreductible entre el aparato del Estado y el autogobierno del pueblo, que se opone al objetivo de una conquista del poder estatal centralizado como palanca de transformación de la sociedad, es lo que se le impone.

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