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Artes escénicas

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El 27 de enero el Ballet Folklórico de Amalia Hernández ofreció una de sus funciones en el Castillo de Chapultepec: ésta es la crónica

Álvaro Vallarta | miércoles, 31 de enero de 2024

Fotografía: Guillermo Galindo. Cortesía del Ballet Folklórico de México de Amalia Hernández

En medio de la sequía que padece la Ciudad de México, el Bosque de Chapultepec es un recordatorio desolador del precio que se paga por extender la ciudad a costa de sus recursos naturales. Hasta el Virreinato los manantiales de este cerro suministraban agua mediante una red de acueductos que llegaba al Templo Mayor. La reducción de nuestro milagro líquido comenzó cuando Porfirio Díaz ordenó convertir el bosque en un paseo público. Hoy atravieso la versión mexicana del Bois de Boulogne retacada de puestos ambulantes con chicharrones, algodones de azúcar, globos y pintacaritas para admirar un espectáculo que llenaría de orgullo al afrancesado general oaxaqueño. Una obra de arte que cumple todos los requisitos de la ciudad moderna: movimiento, orden y belleza.

En este momento, el patio principal del castillo que habitó Maximiliano de Habsburgo es un escenario para 16 bailarines y 16 bailarinas que combinan ballet, danza moderna y tradición. A mi izquierda una niña me observa horrorizada como si supiera que hay sequía en mi casa. Entonces su madre ocupa el asiento y me sonríe para mostrarle que soy un monstruo amable. “Esta es tercera llamada, tercera”, dicen los altavoces. En ese momento la fachada del castillo se ilumina de azul. Anunciándose con tambores estilo huéhuetl, siete siluetas verdes se asoman al balcón, visten sombreros emplumados de ala ancha y apalean tambores con estacas que chocan en el aire.

¿Cómo traducir en palabras el sonido de las percusiones? Diríanse tambores en el cerro. Aquí, sobre la tumba del agua. Tumba quizás de Huémac, último rey tolteca. Tumba, tambor, tumba. Chapultepec es tumba sobre tumba: aquí murieron teotihuacanos, toltecas y cadetes. Tumba, tumba, tumba. En el balcón todo retumba. Cada vez atizan más rápido los tambores. Tambor a tambor, la percusión se vuelve persecución. Y la audiencia es una presa entregándose a la trampa. Ya vienen los arqueros traje verde, cola emplumada y medias rosas apuntando el arco y agitando la sonaja. A saltos forman una fila, serpentean, giran a la izquierda, a la derecha; se dispersan, luego forman dos hileras opuestas.

Chapultepec es tumba sobre tumba: aquí murieron teotihuacanos, toltecas y cadetes. Tumba, tumba, tumba. En el balcón todo retumba. Cada vez atizan más rápido los tambores. Tambor a tambor, la percusión se vuelve persecución.

Esta es la danza de los matachines, típica de las regiones desérticas del norte de México y el sur de Estados Unidos. También se conoce como danza de los matlachines en Aguascalientes, de los tatachines en Jalisco, de los chichimecas en Salinas Hidalgo y del ojo de agua en Coahuila. El origen del nombre “matachín” tiene poca relación con el sentido de la coreografía. En El rito y la risa. Ensayos sobre la burla en la religión cristiana, Alberto del Campo Tejedor describe la fiesta de los matachines como “un conjunto de danzas, juegos cómicos y grotescos que se intercalaban en los entremeses y mojigangas”. Traducidos al rigor del ballet, los pasos que representan un carnaval para los europeos y un ritual religioso para los mexicanos adquirieron esta nueva solemnidad.

Durante seis minutos los arqueros pisotean en masa la tarima. “Pisotear el suelo en masa es la primera danza, y su origen no es humano”, apunta Pascal Quignard en El odio a la música. Danzar se remonta a renos, bisontes y caballos galopando en las praderas antes del ritmo. Según el escritor francés, ese abrupto silencio al principio de una coreografía, como los matachines, se debe a nuestro instinto de supervivencia. Las percusiones de los matachines reavivan un temor primigenio: la angustia del ciervo ante el cazador. Al final, cuando los arqueros se retiran, la audiencia aplaude alegremente, pero también con alivio.

Ballet Folklórico

Fotografía: Naza PF. Cortesía del Ballet Folklórico de México de Amalia Hernández

A continuación una bailarina entra brincando descalza al escenario, como niña con juguete nuevo; lleva una larga falda amarilla y blusa blanca con encaje de colores. Al son de los violines, salta hacia atrás con gracia y hace varias piruetas. La siguiente bailarina dibuja con los giros de su falda una pirinola tricolor: blanca, morada, verde. Me intriga especialmente el instante donde una tercera bailarina mantiene su equilibrio sobre un pie mientras con el otro hace veloces trazos en el aire. El estilo juguetón de las tres bailarinas representa toda la felicidad como resultado de la disciplina. Amalia Hernández estrenó esta coreografía, Sones antiguos de Michoacán, en 1952, cuando fundó la compañía. Por aquellos días el gran ejército del Ballet Folklórico de México tenía solamente ocho bailarinas. Actualmente su cuerpo de élite está conformado por 600 personas.

Amalia Hernández, prima de Elena Garro, recibió su primer premio por bailar a los cuatro años. Su padre, el coronel Lamberto Hernández, hizo construir un salón para que ella recibiera clases privadas con notables figuras de la danza. La emperatriz del folclor tomó lecciones de danza clásica con Hipólito Zybin y de danza moderna con Anna Sokolow. Aprendió danza española con La Argentinita, una cantante de flamenco que grabó cinco discos gramofónicos donde su acompañante al piano es Federico García Lorca. Sin embargo, la mayor influencia para Amalia fue Waldeen, precursora del movimiento mexicano de danza moderna.

En el artículo “Waldeen: la fundadora (1913-1993)” Alberto Dallal refiere que la gran maestra actuó como solista desde los 13 años, viajó por todo el mundo recogiendo influencias del arte contemporáneo y llegó a México en 1934. Aquí ofreció una serie de funciones junto al concertista Michio Ito en el Teatro Hidalgo; espectáculo innovador que incorporaba teatro Kabuki, artes marciales, alusiones sexuales, leyendas, pintura y escultura. Algo similar a lo que observamos esta noche en el Castillo de Chapultepec, donde desfilan cabezas gigantes de papel maché, un charro hace suertes con la reata y un diablito se coloca el habitual cubrebocas antes de besar a la Muerte.

Más allá de esta especie de pastorela, la influencia de Waldeen persiste en la coreografía de La Revolución. Posterior al vals y la polka ocurre un salto temporal donde las parejas de adelitas y campesinos sombrerudos dan vueltas como si huyeran de los soldados federales; ellos ametrallan el piso con sus botines mientras ellas hacen olas con su falda de medio vuelo. Después, las revolucionarias se forman al ritmo de un tambor militar; cargan al hombro unos fusiles que siembran con fuerza sobre la tarima y luego los levantan entre giros coordinados. Al principio la danza es alegre con el corrido de Juana Gallo. Más tarde, cuando las mujeres apuntan sus escopetas, suena con nostalgia “Y si Adelita quisiera ser mi novia…”.

Waldeen quería formar una técnica mexicana inspirada en la literatura, la música tradicional, las comunidades indígenas y los movimientos sociales. Porque, además de bailarina, Waldeen fue una poeta socialista y traductora clandestina del ‘Canto General’.

Doce años antes de que Amalia Hernández fundara el Ballet Moderno de México, la primera revolución mexicana fue La Coronela de Waldeen, con música de Silvestre Revueltas, poesía coral de Efraín Huerta y las ejecuciones de Guillermina Bravo, Josefina Lavalle y Magda Montoya, entre otras talentosas bailarinas. Hay que imaginar a la maestra gringa de danza moderna tomando apuntes sobre cómo caminaban las mujeres en México para incorporar esos detalles a su coreografía. A diferencia de Anna Sokolow, que importó la técnica estadounidense a México, Waldeen quería formar una técnica mexicana inspirada en la literatura, la música tradicional, las comunidades indígenas y los movimientos sociales. Porque, además de bailarina, Waldeen fue una poeta socialista y traductora clandestina del Canto General.

Finalmente el público observa con asombro la danza del venado, un ritual de los yaquis y mayos al norte de México. Hace 74 años otro muchacho interpretó esta cacería. Jorge Tyler ha sido el bailarín más venado en el Ballet Folklórico de Amalia Hernández. Nació en Culiacán el 18 de febrero de 1942. Abandonado por sus padres, creció en un orfanato indígena donde los yoremes le enseñaron su danza. Décadas después obtuvo el primer premio otorgado por el Círculo Internacional de la Crítica Joven para Investigación Artística e Intercambios Culturales en Francia. Se dice que, en 1961, cuando el Ballet Folklórico se presentó en Moscú, Tyler tuvo que salir 40 veces a recibir aplausos.

Más que un hombre debe ser un ciervo, un auténtico siervo de la danza el cuerpo que sube al escenario. El bailarín aparece con un salto prominente, corre en círculos agitando los tenábaris en sus tobillos; tensa los músculos gemelos, bíceps y cuádriceps para completar la metamorfosis; el humano emite un bramido, enfatiza los pasos previos a la zancada y aterriza venado. En el aire, el artista curvó las vértebras del galope y su pie casi tocaba la cabeza por la espalda, pero ha caído de golpe lastimándose el tobillo. Algunas personas en primera fila notamos su mueca de dolor. No sabemos si somos testigos de un ciervo herido o un bailarín frustrado, si esto era verdad o actuación. Lo cierto es que una hermosa criatura salió lastimada ante las ovaciones.

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