El domingo anterior constatamos la persistencia de uno de los rituales que, a estas alturas, pueden ser más desconcertantes. Es inevitable tener una sensación de irrealidad o absurdo, como sucede ante cualquier otro acto atávico: concursos de belleza o ceremonias oficiales de una monarquía. Tendría más sentido un resurgimiento de la poliomielitis. También alimenta la sensación de que cada año, en el diálogo en torno de ese ritual, hay un aparente consenso acerca de su irrelevancia. Con todo, ahí le vemos reaparecer, con la misma gestualidad grandilocuente, el mismo convencimiento de su magnificencia.
Y es que, a pesar de la absoluta nulidad que tienen en el plano crítico, los premios Grammy aún no tienen sustituto en tanto certificación de la industria discográfica a sus productos más útiles (más lucrativos o con mayor posibilidad de ser instrumentados). Si los Oscar conservan todavía un mínimo de utilidad en tanto herramienta de autolegitimación crítica, los Grammy apenas llegan a medallas para los empleados estrella del año: los que estuvieron involucrados en las grabaciones más vendidas o aquellas en las que se plantearon las vías más transitables para la expansión del negocio de la música a gran escala.
En esto último reside la clave de que la ceremonia en la que se entregan estos premios siga, cada vez más solemne, completamente disociada de minucias como el espíritu de la época o el rating desastroso que tienen sus transmisiones: el negocio de las discográficas trasnacionales, que hasta hace no mucho se pretendía cerca del colapso, se ha incrementado a ritmo constante durante los últimos años (aunque aún lejos de los niveles que tenía hacia fines del siglo pasado). Este incremento, de hecho, ya dejó de ser marginal: el año pasado el salto en las utilidades fue de cuatro mil millones de dólares, en gran parte gracias a las plataformas de streaming legal, que han logrado volver a encarrilar el hábito de escuchar música, antes que cualquier otra cosa, como acto de consumo.
En tanto fiesta, lo que celebra en primer lugar la industria de los Grammy es esta salud financiera, aunque también, en buena parte, el uso de la música como propaganda. En la lista de obras premiadas, además de privilegiarse la facilidad de escucha, se puede observar un mapa de la autocomplacencia moral de las élites estadounidenses. La omnipresencia de la música puede leerse erróneamente (mejor, venderse) como universalidad, un territorio en el que las diferencias son deslavadas en aras del bien mayor de la comunión. Sólo que esta comunión exige una sujeción sin reservas a los términos de las instituciones que la gobiernan y vigilan. Sería más adecuado decir que estas diferencias se licúan para adaptarse al recipiente que las contiene, desvinculando a los sujetos de su realidad material y sometiéndolos a una nueva.
El fenómeno de la política identitaria y su publicitación en la esfera mediática de los Estados Unidos, especialmente en su efecto de separar al individuo de los intereses colectivos para atomizarlo, ha sido abordado por Asad Haider en Mistaken Identity. En ese breve libro se comenta uno de los efectos más fácilmente observables de esta disolución (o fragmentación radical) de la conciencia política: la disociación entre la moral individual y la materialidad de las relaciones colectivas da paso a la plasticidad de los discursos políticos. Si se niega la realidad material se da paso a una fluctuación de las reglas del juego. Puede ser presidente un blanco supremacista luego de un afrodescendiente, sin que cambien en mayor medida los rasgos del gobierno.
Un ejemplo tal vez extremo de estas paradojas se vio el pasado domingo, cuando se transmitió en la ceremonia de los premios Grammy el mensaje que grabó Volodímir Zelenski, actual presidente de Ucrania. En circunstancias normales no habría sido sostenible, en la actual economía moral de los medios de comunicación y las redes sociales, la presencia de un personaje público de sesgo ultraderechista. La diferencia es que ahora estos rasgos no se comprenden como parte de un continuo, sino de un relato particular en el que Zelenski es un amigo estratégico, por decirlo de alguna manera. Un aliado que fue admitido a una fiesta por la autoridad que la organizó. Esa fiesta puede mantenerse en funcionamiento, aparentemente en forma indefinida, siempre que nuestros intereses coincidan en el plano más superficial. Y siempre que la música sea lo menos complicada posible.