En La otra voz. Poesía y fin de siglo (1990) Octavio Paz expone algunas problemáticas del lenguaje, alrededor de términos como revolución (“que comienza como promesa, se disipa en agitaciones frenéticas y se congela en dictaduras sangrientas”) o modernidad (¿qué sigue después de lo “posmoderno”?, “¿lo post-posmoderno?”). El autor mexicano advierte, además, que la dicotomía del pensamiento occidental tiende a colocar por descarte un “entonces no es” donde habita un “esto es”. Ahí la música, en muchos aspectos hermanada con la poesía, se presenta también como una expresión interpretativa diversa y completa (en poesía “esto” no sólo es esto sino también aquello).
Tal vez lo anterior puede proyectar una luz y producir lecturas más diáfanas del llamado rock urbano, término que atribula y estigmatiza a más de uno (“en el pasado sólo era rock mexicano y ya”, explicó Luis Álvarez, vocalista del grupo El Haragán, en una entrevista con el productor Javier Paniagua). Vapuleado desde los albores del rock mexicano por considerarse de menor calado, la etiqueta de lo urbano ha dado cobijo al punk, al metal e incluso a las experimentaciones sonoras más oblicuas, aunque su esencia puede identificarse en el ritmo y la raíz del blues.
No todo San Felipe es punk
Cuando su primera novia de clase alta conoció Neza, Tlane y Ecatepec, descubrió que los lugares que le aconsejaron evitar a toda costa eran, más que entornos urbanos feroces, duros y chacales, comunidades semirrurales pletóricas de miseria, ignominia y mucha cábula. Aún no había ganado la neurosis por la piedra, el individualismo traducido en vestido caro y el perreo armado, pero existía el simplismo de Amar te duele (Fernando Sariñana, 2002). Los punks y urbanos eran todavía los herederos medio comunales de los Ramones, chemos dóciles ataviados a lo apache en sus greñas, con Converse, mezclilla gris y chamarronas parchadas. La típica foto ceniza que inmortalizara (nadie hablo de exotizar, que conste) gente como Sarah Minter o Paul Leduc.
El rock urbano puede pensarse de pronto como una pintura policromática en su pobreza más prominente, un síntoma del “pus ya qué” estructural: la posibilidad expansiva de lo acotado.
Ahí donde el extremo siempre es extremo y el olor a basurero es una realidad perenne y no un tema de reportaje también se cuecen habas, hasta el más chimuelo masca rieles y, sobre todo, hay matices: cretinos nobles y víctimas pasadas de rosca. El rock urbano puede pensarse de pronto como una pintura policromática en su pobreza más prominente, un síntoma del “pus ya qué” estructural: la posibilidad expansiva de lo acotado.
El pintor y rolero León Chávez Teixeiro lo dibuja de forma nítida en su canción “Ponciano Flores” (Se va la vida, compañera, 1981): “Ponciano Flores / cinco hijos / su mujer y la miseria / en un cuarto amontonado / todo en el mismo lugar / recámaras / comedor / sala, cocina y un baño / un cuarto para los niños y un salón para estudiar / lo mismo se toma un trago que se planchan los hilachos / se tiene que fornicar / ¡qué educación de los Flores / todo en el mismo lugar!”.
El rock urbano podría leerse desde una cuarentena de discos y artistas icónicos de toda la vida, que van de los himnos de Rockdrigo González y los mitos fundacionales –Choluis, Toño Lira, El Guadaña o El Haragán– a los pastiches editados en Discos y Cintas Denver durante las últimas dos décadas. Como en los lugares donde falta agua y comida, la vida parece ralentizarse o encapsularse en muchas de sus formas.
Lo urbano como música, tanto como el buen gusto, es un constructo cada vez más absurdo e inoperante; el término sirve para ostentar narrativas identitarias. Decir que el reguetón o la cumbia son el nuevo lo que sea o que, del lado opuesto, el rock urbano padece mala calidad sonora o pobreza creativa son síntomas de una pasteurización cultural que no tiene ningún compromiso con la realidad.
“En México no hay racismo, comentó este pinche naco”, versaba el pasquín humorístico El Pasón (publicado entre las páginas del diario Milenio y la revista La Mosca) en una acotación irónica que enmarca uno de los tantos rasgos del ideario mexicano (humor en el abuso, hipocresía, doble moral, etc.). Cuando el rock urbano ha estado presente en los medios masivos ha sido gracias a una visión por demás torpe, complaciente, exotizante o, peor aún, con ánimo de caricatura u oportunismo.
Aspirar y validar
En alguna ocasión, durante un especial de aniversario del MTV Latino, Jorge Mondragón, ex representante de Caifanes, apuntaba con cierta sorna que en sus inicios Saúl Hernández intentaba proyectar –se entiende que infructuosamente– una imagen rota, lumpen, a la altura del rockero mexicano de arrabal.
Históricamente el membrete de rock urbano ha funcionado como una camiseta para validar a los advenedizos, clasemedieros o aspiracionistas que quieren tender un lazo identitario con el público. Han invitado a Luis Álvarez a la radio pública para contar el origen de “Él no lo mató”, sin conocimiento de su trayectoria; a Charlie Monttana (1961-2020) a la televisión para dejar que se autorridiculice (“este pendejo cree que está tratando con George de la Selva”, decía el vocalista de Vago frente a cámara, tras la entrevista con un reportero insulso en el programa Rockstar, de 2009); a los urbanos a festivales como el Vive Latino, con aires de representatividad bastante cuestionables. Lo único evidente es que el rock mexicano tiene un lugar importante e intransferible en la vida de las personas, que no trafica con sobreintelectualzaciones ni modas.
Imagen de precisión
Si “María”, “Viajero”, “Vaquero rocanrolero”, “Infierno de Dante”, “Suicida”, “Historia de un minuto”, “Chavo de onda”, “Barata y descontón” o “Asalto chido” son himnos eternos se debe a la imagen de precisión que no han podido lograr el ensayo histórico, el análisis sociológico, la ficción literaria o cinematográfica ni incluso el documental con su aparente afán de veracidad. En La otra voz Paz refiere el “Canto a mí mismo” de Walt Whitman: “El poeta canta a un yo que es un tú y un él y un nosotros […]. Whitman recobra el carácter arquetípico del tiempo no a través de un pasado legendario sino por la inmersión en el ahora. Lo que está pasando siempre”.
Se puede pensar en la vigencia y la trascendencia de canciones como “Asfixiados” de los Blues Boys (En el camino, 1988) –que habla de la muerte de indocumentados en los transportes de coyotes–, “Tlatelolco” de la Banda Bostik, “Metro” de Rebel’d Punk e incluso en el pulgar abajo de Amaya Ltd (vocalista del Síndrome del Punk) como símbolo ideológico de su comanda. El rock urbano pervive, para bien y para mal, en la universalidad que contiene lo más pueril e inmediato.
Se puede pensar en la vigencia y la trascendencia de algunas canciones como símbolo ideológico de su comanda. El rock urbano pervive, para bien y para mal, en la universalidad que contiene lo más pueril e inmediato.
“La música, carajo, ¡la música!” (José Agustín dixit). En más de una ocasión han querido matar o suplantar al rock con cualquier cosa, a través de trampas del modernismo y el progresismo. Sin embargo, en su prominente infantilismo, subtramas como la del rock urbano se mantendrán incólumes en su naturaleza. Ahí en donde jazzeros, reguetoneros y modernillos electrónicos se devanan los argumentos para hacer clic con el espíritu de su época, el rock urbano sigue siendo tribu, gente de la ciudad dormitorio, noticias punk y desmadrito fuera del autosabotaje social. O no.