Para David
¿Qué se puede decir de Sabrina (1954), la primera película en la que Billy Wilder dirigió a Audrey Hepburn? El filme, que se proyectará el sábado en la Cineteca Nacional como parte del ciclo dedicado al genio austriaco (Wilder nació en una región del extinto Imperio Austrohúngaro, actual Polonia), tiende a la frivolidad, sí, pero solo por su ligereza ya que no se le puede colgar el adjetivo de insustancial (como se lee en el diccionario).
Pensemos en otra idea: Sabrina es una película que se disfraza, como Hepburn, que pasa de patito feo a cisne; de ser la hija del chofer que le llora al guapo de la casa Larrabee, para la que trabaja su padre, Audrey se convierte en un encanto luego de una estancia en París, donde su apariencia se hace sofisticada: al volver pone de cabeza no solo a David (el rubio, musculoso y bronceado William Holden), también a Linus, el mismísimo Humphrey Bogart (que siempre hizo de sí mismo).
¿Por qué tiene que cambiar Sabrina para ser aceptada? Incluso con el vestuario más sencillo (un vestido de lunares diseñado por Edith Head), Hepburn luce como princesa, sin embargo cuando vuelve de Europa con el cabello corto, vestida toda de negro, calzando unos zapatos de estilo ballerina de Ferragamo y con un perro french gigante (que se llama David), tiene el tipo y la imagen autorizada para hacer cualquier desplante. Sabrina cambia porque no puede aspirar a ser menos de lo que era. Es la regla de la sociedad en la que vivimos (ahora habría que añadir el número de seguidores en las redes sociales).
La criatura de Wilder, que en 1957 se reencontró con Hepburn en Amor al atardecer, podría ser insoportable. No es así porque la película tiene dos elementos infalibles: el guion y la presencia de la actriz de origen belga. Frases como “yo no quiero tocar la luna, ella es la que quiere alcanzarme a mí” no suenan irritantes en la voz de Hepburn, al revés, son palabras que definieron su estatus como símbolo del olimpo de Hollywood.
No es raro pensar que detrás de la gracia que reviste la película está Wilder burlándose de nosotros(¡todavía!), que soñamos con gustarle al guapo de la app. ¿Por qué? Porque la película guarda un secreto, el mismo que el director aprendió de Ernst Lubitsch, a quien consideraba su maestro, específicamente de Ninotchka (la película de 1939 donde la Garbo dejaba de ser soviet para feminizarse y ¡ser una americana feliz!): es mejor soñar con la felicidad que darla por descontado.
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