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Música

La trampa de la salvación

El súbito arrepentimiento de los reguetoneros Farruko y Daddy Yankee invita a pensar en los resortes contemporáneos de la culpa

Atahualpa Espinosa | viernes, 8 de diciembre de 2023

Daddy Yankee fotografiado por Isaac Reyes. Cortesía de El Cartel Records

En marzo del año pasado Daddy Yankee anunció que se retiraría de la música, luego de un último álbum y una gira final. De lo que no advirtió a su público fue que un año y medio más tarde, luego de su despedida, se dedicaría a propagar la fe cristiana. Que se trate de un movimiento calculado o que esté fundado en una crisis moral personal del artista es un asunto secundario. Lo relevante es la medida en que es representativo de un movimiento pendular, del placer hacia la culpa, del pecado a la redención, en buen número de intérpretes de música popular, especialmente aquella dedicada en tema y forma al disfrute. Hay muchos otros casos similares, específicamente, en el entorno del reguetón. Uno de los más recientes llama la atención por su alto perfil tanto como por su sordidez.

La escena, para quien la presenció en vivo, debe haber sido desgarradora: durante un concierto en Miami, en febrero del año pasado, Farruko se negó a cantar su sencillo “Pepas”, una de las canciones más escuchadas a nivel planetario durante 2021 y, sin duda, el que se esperaba que sería el punto más alto de su set, aquella noche. “Pepas” fue significativa entre su público, en parte por haber representado un regreso a la vida nocturna y la fiesta, luego de un largo período de encierro. Esa noche no hubo mucho de eso.

El título del sencillo alude a los comprimidos conocidos popularmente, en estas geografías, como tachas. Después de ceder la voz a su público mientras sonaba la canción, la interrumpió para manifestar su arrepentimiento por el “mensaje” que había difundido con ella. Y más: afirmó que ahora trabajaba para Dios. Uno de los asistentes al concierto se quejó en Twitter: “Iba a vacilar en un concierto de reguetón y recibí un sermón”, sintetizando lo decepcionante que resulta la superposición de la culpa al contexto del baile y la alegría colectiva. No pesó mucho en Farruko el hecho de que “Pepas” suena actualmente en toda clase de eventos deportivos en Estados Unidos, ni que la revista Time la haya nombrado la canción del año. Él comenzó a ver una forma del mal en su letra y en su popularidad.

Es extraño que, en el aparente nihilismo del entramado que ha formado la economía mercantil, las formas políticas a las que da origen y la influencia que tiene hasta en los rasgos mínimos de nuestros lazos sociales, la noción del pecado siga viva en tantos aspectos de lo cotidiano. Pero ¿cuál es la naturaleza del mal que deriva en la contrición y la redención de casos como los de Farruko y Daddy Yankee? En general se trata de la entrega al placer: sexo, alcohol y otras sustancias, el derroche y la fiesta. Ninguna persona seria podría tomar esto como una de las mayores tragedias contemporáneas.

Terry Eagleton, en su ensayo Sobre el mal, indaga en la índole y las razones de lo que puede considerarse como el mal profundo y auténtico. En su recorrido por la historia y la literatura parece coincidir, en parte, con Hannah Arendt, al atribuir una cualidad desapegada y superficial que pueden tener los actos más malvados. Uno de sus argumentos centrales se relaciona con la estigmatización de los actos cometidos por el Otro, las personas radicalmente distintas, como la representación del mal puro, específicamente los actos calificados como terroristas que llevan a cabo los integristas musulmanes. Ver en esto lo peor de la humanidad constituye, por una parte, un error de juicio y por otra, en la concepción de Eagleton, contribuye a la omisión de lo que realmente debería considerarse como la maldad más grave. Ya no la banalidad del mal, sino su banalización.

La fascinación que ejerce el mal, para Eagleton, está relacionada con la noción freudiana de la pulsión de muerte: nos atrae la destrucción, propia y ajena, en la misma medida que el bien y el placer. Frecuentemente, de manera simultánea. Cuando esta pulsión destructiva se vuelca hacia el exterior, se pueden cometer los actos de mayor maldad. El mal del que se arrepienten músicos como Farruko o Daddy Yankee no es de esta naturaleza, sino del autodirigido. Muy lejos, en términos morales, del aparato de exterminio construido por los nazis, por ejemplo, al que Eagleton retorna una y otra vez como referente del mal en estado máximo.

La contrición pública de estos músicos encuentra un paralelismo inquietante en los grupos de autoayuda para personas con adicciones. En ellos, casi universalmente, se echa mano de la doctrina cristiana como herramienta para ahondar el sentimiento de culpa y para despertar el apetito por la supuesta salvación. Más allá de las historias sobre los problemas que crean estas personas para sí mismas y para los demás, se insiste en el alcohol y las drogas como sustancias en las que anida el mal. Es curioso que, por ejemplo, no se castigue con la misma intensidad que el placer a otras conductas que podrían ser más destructivas, como el despojo o la explotación. No existen muchos grupos destinados a incentivar la culpa en políticos cuyas decisiones causan miseria o muerte, ni para empresarios que se enriquecen a costa del trabajo ajeno.

La noción de pecado que comparten los reguetoneros arrepentidos es muy afín a la que se encuentra, por ejemplo, en un género como la salsa. Sin embargo, este último universo es mucho más propenso a integrar a la culpa como dimensión que confiere ambivalencia al placer. En el reguetón suele haber menos autolaceración, por eso es más penoso atestiguar caídas como la de Farruko o Daddy Yankee, luego de una carrera entregada a abanderar el disfrute sin atenuantes ni disculpas.

Por supuesto, esta idea del mal no es exclusiva del entorno de la música caribeña. Una banda como Depeche Mode, por ejemplo, ha hecho de ella su tema principal durante más de cuatro décadas (sobre todo la parte de la tentación y el sexo), pero es sintomático que el peso de la admonición y el arrepentimiento caiga con mayor frecuencia sobre quienes cantan desde territorios donde se tiende a la criminalización más cruenta del placer, incluso como política de Estado.

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