La música es ella misma más el lugar en que sucede. Esto, que parece una obviedad, fue pasado por alto durante largo tiempo, limitado en su consideración a un asunto técnico: se tomaban en cuenta las cualidades físicas del sitio destinado a albergar las piezas, así como sus condiciones ideales (el silencio o lo más cercano a él, entre las más frecuentes, por supuesto). Fuera de eso, la obra musical se concebía como entelequia que debía manifestarse con el menor desgaste o distorsión posibles. La voz de los dioses debía llegar con absoluta nitidez. Dependiente del medio físico y a la vez, en cierta forma, desligada de él.
Aún hoy, muchas canciones y álbumes se graban pensando en situaciones, ocasiones o espacios en que se esperaría que fueran escuchados. Pero no se asume que establecerán una conversación con los sonidos del entorno, sino que combatirán con ellos por colocarse en primer plano. Más: lo ideal sería que anularan esos sonidos, sometiéndolos al silencio o por aumento de volumen de la música.
El siglo XX vio un desmontaje parcial, o sectorizado, de esta postura. Numerosos fueron los géneros y autorxs que comenzaron a tratar las piezas como parte de un todo más amplio que la sola interpretación o reproducción, tomando a los fenómenos que lo rodean como otra parte de sus creaciones, un elemento que se encontraba fuera del control estricto al que solían someterse los procesos. Esto último supuso una ruptura: la irrupción de lo inesperado y, con eso, la imposibilidad de que una pieza sucediera dos veces de manera idéntica. John Cage fue, casi seguramente, la primera persona que teorizó acerca del asunto con cierta amplitud y creó una obra en consecuencia. El “asunto” es múltiple, aunque puede intuirse en lo general como el referente a la orilla de la música: hasta dónde llega y en qué punto empieza lo que la rodea. Atendiendo a los textos y a la música de Cage, tal vez esa frontera no exista. Es bien sabido que una pieza suya consta únicamente de lo que, podría pensarse, es lo “externo” a la música: el sonido del recinto.
Estas preguntas ya se habían planteado antes de Cage, aunque en forma distinta. Varias décadas atrás de sus investigaciones, por ejemplo, Robert Walser había escrito una buena lista de relatos acerca de lo que rodea al fenómeno musical y que es inseparable de él, en contextos formales e informales. En Lo mejor que sé decir sobre la música se recopilan algunos de sus textos, en prosa y verso, acerca del tema. Como es habitual en él, su despreocupación ante las situaciones más solemnes (una velada en la ópera o en la sala de conciertos) es fuente de varias risas, que luego contrapuntea con la seriedad ante lo delicado o lo sublime que la mayoría pasa por alto. Y su desenfado nunca es cínico: escribió extensamente, en los términos más elogiosos, de los músicos que más admiraba y, en especial, se dejaba conmover y exaltar por cualidades musicales, como la espontaneidad o lo impredecible, que con frecuencia caían fuera del terreno de la música seria.
En cierta forma Walser fue un precursor de la sensibilidad de Cage. En relatos como “Velada teatral” o “Concierto” se concentra en los detalles extramusicales, como toses, murmullos, roce de tela y otros, que complementaban la interpretación. También admiraba la música que sucedía fuera de los recintos y sonaba en libertad, la que era apenas audible o que, de ser nítida, comenzaba a desvanecerse en la distancia, mientras daba sus paseos. Era un adepto a perderse en los bordes de ella, hasta que sólo sonaba en su memoria, fundida con los sonidos de la ciudad o de la naturaleza.
Numerosas vertientes del arte sonoro han explorado esta frontera o se han sumergido plenamente en lo (así llamado) no musical. Pienso en un álbum, específicamente, que se mueve de uno y otro lado con una flexibilidad que ilustra esta búsqueda e incluso la rebasa (con una claridad y una amplitud que, en este contexto, son casi didácticas): Dancing in Tomelilla. Se trata del registro de un concierto que dio el Cool Quartet, una banda dedicada a interpretar standards de jazz, en un hotel sueco. Pero no se trata de un álbum en vivo, en el sentido convencional. Éric La Casa, encargado de la grabación, deja que la música del cuarteto se desperdigue por los rincones del hotel, como si la historia relatada fuera la de un testigo que lo recorre mientras sucede el concierto. A veces el punto focal es el del mismo hotel, que La Casa utiliza como un instrumento: pasos sobre duela, puertas que rechinan, ecos al final de un pasillo. Desde la postura que defiende la separación absoluta de la música respecto al resto de los sonidos (considerados ordinarios o mundanos), el registro que hace La Casa parecería una falta de respeto o, cuando menos, una forma de ineptitud.
Hace poco escribí acerca del trabajo de La Casa, en una selección de álbumes de 2023 que incluía su trabajo Barrières mobiles. En él, el punto de escucha, retratado exhaustivamente hasta volverse sujeto narrativo, era el de las vallas metálicas que cercaron los sitios públicos de París durante 2015. En Dancing in Tomelilla el esquema es más ambicioso y, a la vez, más fácil de acompañarse intuitivamente: por medio de un juego de espejos entre la música del Cool Quartet y el hotel en que sucede logra que cobren vida mutuamente, a un grado táctil. En vez de que las irrupciones y alejamientos del punto en que suena el concierto le resten atención o fidelidad a la interpretación, uno se siente parte de la animación que insufló en un sitio jamás visitado y, a la manera de Walser, puede recrearse en el “punto donde la música deja de serlo” para llevarla, por eso mismo, a un sitio más hacia el interior de uno mismo.