Desde hace unos años se ha echado a andar la discusión acerca del volumen de emisiones de dióxido de carbono que arroja la industria musical. No es algo que suceda sólo en este terreno, por supuesto. Gran parte de las ramas de la actividad económica han tenido que dar cuentas por el saldo que deja su actividad en términos de daño ambiental (algo comprensible, tomando en cuenta que nos acercamos al colapso de todos los ecosistemas). Lo extraño es que la responsabilidad que se adjudica en los entornos de estas discusiones parece estar relacionada con la atención que despierta cada industria o con su presencia en el ámbito público.
Tratándose de la industria musical, esa atención es de una dimensión inabarcable (sería difícil imaginar un área de actividad económica más presente en la vida cotidiana de tantas personas). También, al contrario de lo que sucede en las empresas del sector de hidrocarburos, por ejemplo, muchas de las caras más visibles (también de las más lucrativas) en la industria musical son comúnmente colocadas en sitios que implican responsabilidad moral. Esta responsabilidad se refiere, en parte, a lo que hace el aparato económico detrás suyo (al contrario de los ejecutivos de petroleras, de los que poca gente conoce su identidad). El volumen de negocios de la industria musical es comparativamente pequeño (una cosa de nada: 540 mil toneladas anuales de emisiones de CO2) al lado de otras industrias masivas. No hablemos de las petroleras, vamos a administrar por ahora los recursos retóricos. Pongamos el caso de las mineras, que generan entre 1.9 y 5.1 megatones de emisiones. Aquí un megatón equivale a un millón de toneladas. Estamos hablando de una diferencia de entre 4 y 10 veces de un rubro a otro.
¿Por qué se espera que la gente dedicada a la música, especialmente en el ámbito pop, cumpla unos criterios morales que no se exigen a los ejecutivos de Shell o de Grupo México? Se asume que la presencia mediática implica un desgaste o una obligación constante de comparecencia y eso está relacionado con la retribución de cuentas que exigimos a quienes dan la cara por el poder. Esto también ha terminado por representar un instrumento de presión (real o imaginaria) para que las y los músicos más célebres sean objeto de escrutinio a partir de su huella de carbono. Cada vez son más frecuentes las figuras musicales que publicitan sus esfuerzos por dejar tras de sí un menor rastro de devastación ecológica o por ser abanderades de la causa verde.
Hace unos años Coldplay hizo el intento más publicitado de convertirse en una banda “verde”. Anunció que, para su gira de 2022 a 2023, implementaría un modelo de conciertos masivos que fuera también sustentable, amigable con el entorno o cualquier otro calificativo relacionado. Su resultado fue cortar las emisiones de esa gira por la mitad, respecto a su gira anterior (la de 2016). No queda claro si esta reducción de 50% proponía un modelo para hacer de la música, en tanto espectáculo masivo, una actividad intachable en términos ambientales (no hubo estudios relacionados con este esfuerzo que apuntaran a criterios que tuvieran que adoptar el resto de las bandas). Se trataba, sobre todo, de un alarde moral: llenamos estadios a la vez que somos los músicos modelo del futuro.
Era predecible que haya sido una de las primeras bandas en subirse al barco de la necesidad de aprobación moral en materia ambiental. Difícilmente podría imaginarse, además de Coldplay, un grupo que encarne mejor la urgencia de aprobación tanto por parte del mercado (en primer lugar) como por parte de la mayor proporción posible del público (en segundo y relativamente lejano plano). Lo primero que trae a la mente este mesianismo ecológico y su lugar en un esquema amplio, este intento por hacer de la industria del espectáculo, o de la industria a secas, una máquina que se perciba como amigable con los ecosistemas es la urgencia de un capitalismo verde.
Esta necesidad de obtener un sello de aprobación ambiental solamente es visible en los nombres grandes de la música. Más que al volumen de emisiones puede sospecharse que todo este asunto se refiere a una forma de producción, en el sentido musical tanto como en el industrial. No se trata de que la música esté en la mira como práctica, en un sentido amplio, sino de que la música como espectáculo, es decir, el pop (sólo una de las muchas manifestaciones que tiene), es consustancial a la actividad industrial, en el entorno del capitalismo. Fuera de él ¿sería incluso concebible la música como espectáculo masivo?