Tom Breihan, historiador musical, es autor de un proyecto de largo aliento: contar la historia de cada una de las canciones que han llegado al primer sitio de la lista de popularidad de Billboard, en una columna publicada por el sitio Stereogum. La empresa sigue en curso, aunque está cerca de encontrarse con los número uno del presente. Cuando le han entrevistado sobre esto, así como acerca de otras obras derivadas (escribió un libro acerca de 20 de estos hits, en el que se extiende más allá del formato de una columna), hay preguntas recurrentes: cuál ha sido, de entre las canciones sobre las que ha escrito, la más influyente. Sobre esto no tiene una respuesta única, sino que propone opciones y formas distintas de considerarlas. Tampoco se decide por un solo criterio al momento de encontrar la “mejor” de ellas. Pero cuando se le pregunta cuál es la peor su respuesta es bastante directa: “The Ballad of the Green Beret”, del sargento mayor Barry Sadler.
Esa oda al trabajo de los “boinas verdes” (apelativo con el que se intentaba volver entrañables a los integrantes del ejército) fue lanzada en 1966, un año crítico para el consenso en torno del derecho estadounidense para imponer su poderío militar a voluntad. La Guerra de Vietnam se encontraba en un punto álgido y crecía la oposición a ella, especialmente entre las capas jóvenes de la población. Una parte importante de esta oposición se expresaba a través de canciones de protesta, que se habían vuelto populares al grado de llegar a los primeros lugares de las listas (es bien conocida la asepsia de la mayoría del pop dominante en los años previos a esa década). Entre las razones por las que Breihan expresa su desprecio por aquella balada está, claro, el hecho de que se volvió la canción más famosa cuando estas fuerzas empujaban hacia el lado contrario del autoritarismo más violento. También porque exaltaba la muerte en combate como el más puro acto de honor, sumando el aliciente de que el propio hijo siguiera los pasos para llegar a portar la boina verde.
Otra parte del rechazo que despierta la canción de aquel sargento puede deberse a que suena como una marcha militar, más que como pop, a pesar de algunos arreglos que buscaron (y lograron) volverla más asimilable para el público de los hits radiales de entonces. Se trata, tal vez, de los últimos años en los que la propaganda musical militarista podía hacerse en los mismos términos (o en unos muy parecidos) en el interior del ejército y en el entorno de la música de masas. Luego de eso continuó la tradición de la canción militar, tal como la conocemos, aunque se volvió un género de nicho. A grandes rasgos se trataba de piezas concebidas para recordar el paso redoblado de un pelotón o de un regimiento, y que funcionaban como entretenimiento para mantener alta la moral entre las tropas. A partir de los años setenta, al menos en Estados Unidos, estas canciones volvieron a los cuarteles.
Luego de esta involución la música que propagaba la simpatía por la guerra entre las masas adoptó una estrategia distinta, que persiste hasta hoy: la cooptación de géneros afines a los gustos populares, que son vaciados de contenido para sustituirlo con discursos afines a la ideología del poder militar. En ocasiones se recurre a aquellos géneros que son más aceptados por grupos o sectores inclinados a apoyar ciertas ideas autoritarias, especialmente el patriotismo (en EEUU es notoria la frecuencia con que se usa al country como recipiente). En otras, se cooptan ritmos o vertientes que no tendrían relación directa, al menos en sus orígenes, con la cosmovisión del ejército. Ha pasado incontables veces con el rock y, a lo largo de este siglo (y los últimos años del anterior), con varios estilos de electrónica.
La diferencia en el uso propagandístico de estos dos últimos géneros es evidente: mientras que la capacidad de penetración ideológica del rock siempre ha estado ligada con su discurso verbal explícito, la influencia política de la electrónica, por sus cualidades más cercanas a la abstracción, se basa en modos de funcionamiento y en su despliegue en entornos específicos. El EDM, como etiqueta, funcionaba más como un descriptor de contexto que como categoría estilística: en él se agrupaban géneros que no siempre estaban relacionados entre sí, más que como versiones deslavadas de otros que tuvieron orígenes asociados a la rebelión (o, al menos, que fueron estigmatizados por la moral dominante) y que luego eran sometidos a un proceso de edulcoración para ser abanderados por facciones con tendencias reaccionarias. Muchas de las grandes figuras de esa “escena” fueron DJs con una agresiva vocación de tibieza política (cuando no ultraconservadores manifiestos). Esta operación fue posible gracias a que, contrario a lo que se dice en ocasiones, el encuentro grupal o masivo con fines de baile no es inherentemente subversivo, sino que su disposición anímica y comportamiento serán en parte dependientes de las variables del entorno, que siempre pueden someterse a cierto grado de ingeniería.
Puede que ningún ejemplo marque un contraste tan acentuado entre los orígenes y su función posterior que ciertas vertientes del trance. Como tantas variantes que nacieron en el contexto temprano del rave, este género perseguía la comunión con fines de emancipación personal y colectiva (entre sus precursores se cuenta nada menos que The KLF). Luego de varias fracturas y dispersiones, el trance se ramificó en manifestaciones que tenían poco que ver entre sí. Una de ellas comenzó a destacar, desde fines de los noventa, como la versión más barroca y mecanizada. Tal vez debido a estos rasgos era la que encontraba menos resistencia entre quienes la bailaban, y despertaba un grado de fascinación por su apariencia inhumana. El psychedelic trance, o psytrance, tuvo su mayor desarrollo y figuras más prominentes en Israel. La forma en que mimetizaba los sonidos de ametralladoras, tanques y bombardeos, sumada a lo anterior, le ganó rápidamente la reputación de música bélica. Como una coincidencia interesante, su primer auge y el inicio de su dispersión tuvo lugar alrededor de los mismos años de la Segunda Intifada (2000-2005).
Es una práctica sana el escepticismo frente al reciclaje de los estilos o subgéneros musicales, casi siempre con una periodicidad de 20 años. Hace dos o tres, más o menos, se volvió un tópico entre comentaristas y publicaciones especializadas el “regreso” del trance. En el paquete se incluía el subgénero del psy. Estos días su presencia internacional es inescapable y es común encontrarlo en fiestas callejeras, algunas semiclandestinas, en coordenadas muy cercanas a las nuestras. Es posible (o no) que esto tenga relación con las noticias actuales, provenientes de Medio Oriente, pero no sería fácil rastrear las cadenas de factores que relacionan una cosa con la otra.
Esta posible relación, sin embargo, se vuelve más clara cuando volvemos la vista hacia otros hechos, como las manifestaciones de israelíes sionistas que han bloqueado caminos en los que circulaban vehículos cargados con ayuda humanitaria destinada a Gaza, en semanas recientes. Los camiones, cargados de medicinas, alimentos o algunos otros bienes básicos hacia territorios habitados por gente que vive pisando la línea básica de supervivencia, se encontraban de pronto con protestas alegres que les cerraban el paso. Siguiendo en parte la escuela de movimientos que se oponen a los organismos financieros internacionales, pero con propósitos muy distintos, renunciaban a seguir el cliché de los rebeldes gruñones y llevaban a cabo su intervención política a la manera de una fiesta. En este caso, amenizada con baile al ritmo del psytrance.