Cuando, en 1971, Nixon declaró la guerra a las drogas, inauguró una era de cruzadas que se planean detalladamente con el fin de que resulten interminables. La lucha, en los hechos, es contra un objetivo inexpresado. 52 años más tarde, las drogas no han desaparecido, pero la ocupación territorial de las fuerzas armadas, el intervencionismo del gobierno estadounidense y el flujo de dinero de procedencia ilícita hacia las altas esferas económicas y políticas, por mencionar sólo algunos de los auténticos objetivos tácticos de esta guerra, se extienden como el fuego en pasto seco.
Esa guerra en especial ha dado pie a otras de menor escala, lanzadas contra fenómenos o rasgos asociados a esa instancia indeterminada llamada “las drogas”. Hace un mes el ayuntamiento de Chihuahua aprobó una ley que prohíbe los conciertos y la reproducción en espacios públicos de canciones que “denigren a la mujer”. El verbo “denigrar” es clave aquí: no acentúa la violencia discursiva, sino el ataque a cualidades morales que nunca se especifican. Por algo se trata de un verbo muy recurrido por el conservadurismo y sus ataques exaltados hacia todo lo que no comparte sus ideales.
La interpretación de cuál es esa música denigrante podría abrir amplios huecos y ambigüedades, pero por suerte el alcalde, Marco Bonilla, lo mencionó textualmente en el anuncio de entrada en vigor de la ley: reguetón y corridos tumbados. Al parecer el decreto no se acompaña de criterios para estimar la medida o gravedad con que se mancilla a la mujer en cada estilo musical (una especie de escala de denigración). Sólo se trata del potencial para escandalizarse que despiertan algunos de ellos en Bonilla, sus pares políticos y sus electores. La multa por desobedecer esta ley va de 674 mil a 1.2 millones de pesos.
Chihuahua ha sido un estado con muy alta incidencia de crímenes violentos contra las mujeres, al menos desde el inicio de la década de los noventa, mucho antes de la popularización de géneros musicales como el reguetón o el corrido tumbado.
El rechazo abierto a manifestaciones musicales específicas suele ser una refracción del odio hacia el público de éstas. Cuando este odio se convierte en legislación puede volverse un instrumento a usar contra los grupos que las escuchan, generalmente de bajos ingresos económicos (nadie legisla contra los hábitos culturales de las clases altas). Es curiosa la sordera selectiva de la administración municipal de Chihuahua, que no detecta violencia de género en tantas otras formas de la música popular, presentes y pasadas, en las que se manifiestan deseos o conductas que vulneran derechos de las mujeres e implican varias formas de violencia de género. Los ejemplos son incontables. Acaso se trate de una disposición típica del catolicismo (esa administración es panista): le resulta intolerable la explicitación, en letras de banda, reguetón o corrido tumbado, del deseo sexual al que otros géneros aluden con eufemismos.
El ayuntamiento de esta capital tiene otro antecedente de criminalización de géneros específicos: una ley aprobada en 2015 prohibía los llamados “narcocorridos” en eventos públicos y sitios de entretenimiento. Al igual que la normativa más reciente, ésta partía del supuesto de que esa entidad colectiva que los gobiernos nombran como “la ciudadanía” o “el pueblo” requiere de guía constante para distinguir lo bueno de lo malo y es orillada a cometer crímenes a partir de la exposición a ciertas obras musicales o de ficción. Ahí, supuestamente, se encuentran las claves para la erradicación de la violencia: en la didáctica de masas.
Lo que políticas prohibicionistas como éstas parecen ignorar es que las expresiones de la cultura popular son un reflejo del entorno en el que surgen y no un proyecto educativo. Pero esta ignorancia es un disfraz útil: su fin auténtico es ser una coartada para el ejercicio de la fuerza estatal contra sectores a los que se estigmatiza como rivales de sus votantes como son (ya se decía) las clases trabajadoras o ese otro grupo que, al menos desde hace seis décadas, ha sido a la vez caracterizado como el que más necesita salvación y el mayor riesgo al orden público, la juventud. Especialmente cuando esta última categoría se traslapa con la anterior, la de la pobreza.
Las congregaciones de jóvenes funcionan, a ojos de numerosos gobiernos, como una bomba de tiempo. Si estas reuniones incluyen la variable de música que exalta el ánimo y enervantes (ficticios o no, da lo mismo; lo importante es que existan en la imaginación de las conciencias susceptibles de escandalizarse), se le da el tratamiento de un conflicto potencial. Aunque estos géneros musicales, el corrido tumbado y el reguetón, parezcan ser poco inclinados a las manifestaciones de ideas políticas, el mero hecho de acompañar o incentivar la congregación de decenas o cientos de cuerpos jóvenes ya les vuelve un fenómeno relacionado con varias formas de resistencia y organización, cuando menos efímera.
En 1994 el parlamento del Reino Unido intentó prohibir las raves. La amplia y poderosa ala conservadora de sus legisladores contaba con un respaldo significativo entre todos los electores adultos y ancianos, que veían en esas celebraciones un síntoma de la degradación de los jóvenes, poco más que una ocasión para el consumo de drogas sintéticas. Había una necedad absoluta ante la posibilidad de concederles un espacio en el que sus interacciones no estuvieran normadas y vigiladas por adultos. Su incapacidad para comprender este fenómeno social se reflejó en la tipología de la música electrónica que deseaban prohibir, en una de las cláusulas de aquella ley: “sonidos total o predominantemente caracterizados por la emisión de una sucesión de ritmos repetitivos”. Esta cláusula se reveló imposible de aplicar sin arbitrariedades y se convirtió en objeto de sátiras y denostaciones, al grado de que fue olvidada poco después.
La misma incapacidad de nombrar y comprender lo que se odia está en el corazón de la nueva ley de la capital chihuahuense. En los próximos meses podrá verse cómo se aplica, aunque desde su anuncio lleva inscrito el filtro de clase y edad.