Lo primero que se lee en los perfiles biográficos (y en las necrológicas) de Steve Albini es que su ocupación principal era la de productor. Luego, las más de las veces, se aclara: él no se caracterizaba a sí mismo como tal sino como ingeniero de grabación. Con esto se alejaba de una figura central en el mercado musical, algo así como un director de procesos encargado de preparar las canciones en su camino de volverse mercancía, para asumirse como parte de un equipo colaborativo que ponía por encima de todo la búsqueda de las mejores posibilidades para la obra resultante, en vez de concentrarse en su valor de venta (es muy conocida la frase que le dirigió a Nirvana, cuando estaban en conversaciones para que produjera In Utero: “Quiero que me paguen como le pagarían a un plomero”).
Este alejamiento fue parte clave de otro papel que construyó para sí, de forma intencional o no: el de crítico musical y cultural. Las formas en que ejerció este papel fueron variadas y no siempre bienvenidas. Cuando muere una celebridad lo predecible es una lluvia de testimonios en los que se la recuerda de forma positiva, sin matices. Con Steve Albini (1962-2024), éstos abundaron, aunque también otros más complicados, en los que se mezclaban los elogios con el resquemor por la dureza con que hablaba de todo lo que se oponía a sus criterios estéticos y morales, en cada uno de los ámbitos relacionados con la música (una dureza que no se refería sencillamente a “lo que no le gustaba”, al contrario de lo que se leía con frecuencia, antes y después de su muerte).
De cualquier forma, su discurso manifiesto no era siempre tomado en serio. Sus ácidas críticas eran consideradas, con algo de condescendencia, como poco más que dagas lanzadas aleatoriamente por un gruñón insoportable. Pero sus comentarios más valorados se encontraban en su trabajo (tomando una noción extendida de comentario). La mayoría de quienes ocupan un puesto análogo al suyo, con la misma jerarquía, tienen fines que pueden describirse, en primer término, como comerciales, mientras que cada uno de sus trabajos de producción (para usar el término oficial) parecían parte de un proyecto de largo aliento, a través del que parecía ejercer la crítica tanto como la ingeniería de grabación.
A partir de las decisiones que tomó en cada una de las vertientes de su trabajo (además de lo anterior, la gestión de su estudio, Electrical Audio, y su propia autoría como músico en proyectos como Shellac o Big Black), su vocación como comentarista comenzó a volverse extensiva a cada uno de sus gestos. Éstos, al inicio, eran tomados por idiosincrásicos y eventualmente se revelaron como parte de una postura, a través de sus primeros trabajos de producción (que buscaban la crudeza de una presencia sin mediaciones) y su política de trabajar para cualquiera que cubriera su tarifa, que era fija y cuatro o cinco veces menor de lo que alguien con su prestigio podría haber cobrado.
Por esto, su dedicación tardía a los torneos profesionales de póker desconcertó a la prensa y a sus admiradores al inicio. ¿Qué hacía alguien que se autodescribía como punk en el entorno, a primera impresión, más opuesto imaginable? En la búsqueda de volver más digerible la pregunta que planteaba esta nueva afición se comenzaron a buscar interpretaciones para volverla coherente con el resto de su vida profesional. Desde cierto punto de vista, era más sencillo de lo que parecía y poco después él mismo se mostraría más que dispuesto a resolver el asunto, cuando dijo que era necesaria la misma combinación de disciplina y apertura al azar al momento de producir música que en los juegos de cartas.
La idea romántica del jugador, aquella que mejor representó la entrega febril del sujeto a fuerzas incomprensibles, cazando lo inasible, y que encontró su figura arquetípica en el protagonista de aquella novela corta de Dostoievski, dominó el imaginario hasta mediados del siglo pasado, cuando comenzaron a protagonizar la escena los apostadores profesionales (que ya existían mucho antes, pero no en el sentido de la metodología casi científica de los contemporáneos). Steve Albini, quisieron pensar muchos, se encontraba a medio camino de estos polos: en parte metódico e imperturbable, en parte persiguiendo epifanías. Estas dos tendencias tienen toda la apariencia de sabotearse mutuamente, pero el hecho es que Albini fue un jugador brillante, que ganó dos torneos mayores y casi 400 mil dólares. La explicación de su talento en la mesa de juego a partir de aquella polaridad tal vez no sería la más útil.
Don DeLillo, en El hombre del salto, narra la vida de su protagonista, luego de ser uno de los sobrevivientes del ataque a las Torres Gemelas, en septiembre de 2001. Keith salió de uno de los rascacielos, por su propio pie aunque desorientado, con el traje cubierto de concreto pulverizado y trozos de vidrio. Era una persona distinta a la que fue hasta el día anterior. A partir de entonces, se mueve a la vez como sonámbulo y como el dueño de un plan secreto, que le lleva a dedicarse a apostar, siguiendo lo que parece una sucesión de intuiciones, pero que luego toma forma como sistema. De una forma superficial podría verse a Keith como un hombre perdido, luego de un trauma que lo volvió irreconocible. Pero DeLillo sugiere hábilmente que Keith vio algo, ese 11 de septiembre. Jamás se hace la menor referencia a qué fue, sólo que, a partir de entonces, se deshizo de varias de las ansiedades que lo invadían, como abogado en el sector financiero, y parecía haber comprendido algo profundo acerca de la condición humana. Abandonó su ocupación y se separó de su familia, con un desapasionamiento que sólo externamente era confuso.
Steve Albini no tuvo que desechar su antiguo yo. Siguió ejerciendo su trabajo como ingeniero de grabación hasta el final, mientras ganaba cifras bastante bonitas como jugador (usando una playera de Cocaine Piss, en vez del habitual traje de tres piezas). La comprensión de lo humano que aplicaba en esto no era producto de un suceso excepcional, sino de una dedicación profunda y duradera a la música, una disciplina en la que se contienen y a través de la cual se expresan gran parte de los rasgos de algo. Nunca nos dijo qué.