Sofiya Gubaidúlina retratada por Peter Hundert. Cortesía de Deutsche Grammophon
Arcaico, sí, mas sagrado. O, como todo lo arcaico, algo sagrado. Así describía Sofiya Gubaidúlina su estilo de composición. Como algo que venía de un tiempo donde la única conexión posible era con los dioses. Creció en el momento y el lugar donde era obligado cumplir con la responsabilidad de entablar conversación con los hombres, y escogió otra cosa. Unas palabras de Shostakóvich le permitieron emanciparse de cualquier compromiso con la autoridad y su cultura: Sigue tú por el camino incorrecto.
Estudió música por oficio y dominó tantos referentes de composición que, podría decirse, agotó los recursos. Alfred Schnittke dijo que su concierto para violín (1980) era el mejor de todos los del siglo XX –del siglo XX, esa locura. Tanto artistas oficiales como outsiders interpretaron su trabajo. Su obras contienen improvisación libre, percusiones enloquecidas, movimientos sin indicación de tiempo, tríadas que abren las puertas de algún paraíso, las palabras que María escuchó de la voz del Ángel. Desde luego es música religiosa, pero no en el sentido de práctica sino de vínculo. No queda lejos, sin embargo, de la otra polémica acepción del término, donde religo proviene de religare, que significa releer.
Donde Schnittke encontró a Dios, Sofiya Gubaidúlina vio también el rastro de una mano humana. Una mano capaz de alcanzar un estado de divinidad a través de lo que podía hacerle al instrumento. A esa técnica le llamó “crucificar la cuerda”, hacer trascender al instrumento y al intérprete más allá de sí mismos. Justo como la rosa y el fuego de su amado T.S. Eliot, que en el punto final de todas las cosas se hacen uno. El músico y su instrumento tienden también a la trascendencia, son inseparables más allá de los fines. Cuando su hija murió, Gubaidúlina le dedicó la La lira de Orfeo (2006) y pidió a Gidon Kremer que la interpretara con una intensidad capaz de regresarle un poco de sentido al pobrísimo acto de estar vivos.
No fue una apocalíptica sino una profeta de antigua estirpe, de los que son capaces de ver lo sagrado en todas partes; de los que dedican su vida a enseñarnos cómo distinguir lo transcendental de lo urgente, lo sustancial de lo importante. Después de todo, profeta y artista son animales de la misma especie. Como Arvo Pärt, puso en el mundo caminos para crear sentidos más allá de lo humano. Al igual que éste, su música no puede usarse para enseñar valores normativos. Ni siquiera gustos. Son trabajos que pertenecen más a la historia del alma que a la historia de las personas, difícilmente puede intelectualizarse y, por su naturaleza, no es extraño que sus propios autores recurran a palabras que al resto nos suenan grandilocuentes: espíritu, cosmos, luz, fe. Quizás hemos olvidado lo que se necesita para tocar esas palabras, pero no por eso es menos cierto que al escuchar la música de Gubaidúlina parecemos recordar que ese camino, de hecho, es algo que alguna vez ya cruzamos.
Como Jesús, en las composiciones de Sofiya Gubaidúlina el músico realiza un acto expiatorio a favor de quien lo escucha. No es poco común que en sus obras el intérprete sea sometido a una presión que no puede resolverse sólo en el cuerpo, necesita también la participación de algo sagrado. A veces es un gesto –como el de Guennadi Rozhdéstvenski cuando usa solamente las manos para conducir el silencio–, a veces es la conjunción de todos los músicos en una sola nota, cuyo magnetismo es inevitable incluso para músicos acostumbrados al brillo propio, como le ocurrió a Anne-Sophie Mutter. En su música la transfiguración, la conjunción, la pureza del silencio, resultan inevitables.
Su padre hablaba muy poco. De él recordaba a menudo las largas caminatas silenciosas y no tanto los consejos o las anécdotas. Se quedó más con lo no dicho. Con la enseñanza y la relevación del silencio, de la pausa. Como todos los dioses, le habló también en parábolas.
El maestro Edward Schillebeeckx escribió: “La manera en que un pueblo entiende la salvación permite descubrir la historia de sus sufrimientos”. Con las personas pasa lo mismo. Sofiya Gubaidúlina (1931-2025) cuenta al comienzo de su documental que de pequeña pudo ver en el cielo una liberación sagrada que la cautivó para siempre. Dice que desde entonces, se quedó a vivir ahí.