Suburbicon: Bienvenidos al paraíso (2017), la más reciente película de George Clooney en su faceta de realizador, se propone sacar la ropa sucia de la casa: la cinta inicia con un anuncio previo a una proyección fílmica que vende la idea de bienestar en un barrio en la América profunda en la década de los cincuenta. Por supuesto que se trata de una mentira, de una fachada que esconde problemas que, de forma anecdótica, aborda la película. El filme tiene un aire del cine de los hermanos Coen. Es verdad: el guion se basa en una idea de ellos y, al final, se trata de una película sobre los perdedores del sistema, aunque Clooney no logra alcanzar la acidez propia de las obras más célebres de los hermanos. Tampoco la derrota existencial que asumen los personajes de, por ejemplo, Balada de un hombre común (2013), el extraño título en español de Inside Llewyn Davis.
Esa promesa de ventilar lo incómodo, que los medios de comunicación establecen en sus agendas a partir de su tratamiento de temas como el racismo y el control de armas, viene del film noir de los años cuarenta, un momento único del cine de Estados Unidos, que surgió como respuesta a los sinsabores de la Gran Depresión y el advenimiento de la Segunda Guerra. Películas que muestran a gente común haciendo cosas terribles: no son monstruos de ciencia ficción los que comenten y encubren crímenes y delitos. Suburbion parte de esa tradición y, quizá, es la forma en la que mejor se puede leer el filme, aunque se corra el riesgo de interpretar sólo a través del pastiche.
La historia presenta a Matt Damon como Garner Lodge, un padre de familia casado con Rose, una mujer paralítica a la que da vida Julianne Moore, que tiene una hermana gemela. El hombre tiene un plan perfecto: simular un robo en el que asesinen a su esposa y, por supuesto, cobrar su seguro. Resulta curioso hacer un apunte de metaficción: el filme transcurre en 1959 por lo que los personajes probablemente vieron en su estreno Doble indemnización (Billy Wilder, 1944), que pudo inspirar su idea de un crimen casi perfecto. Como se apunta en The New Yorker, es posible que también hayan visto Vértigo (Alfred Hitchcock, 1958): la gemela de la difunta se tiñe el pelo igual que su hermana, se pone su ropa y toma el rol de la madre de familia modelo. Clooney, también, plantea una historia paralela, que apenas es un esbozo. La llegada de una familia negra, los Mayers, que comparte jardín con la casa de los Lodge, coincide con la conmoción por la muerte de Rose, que investiga un detective (al que interpreta Oscar Isaac) que es el reverso del Walter Neff del filme de Wilder, es decir, un cínico.
El problema de Suburbicon es que todo lo anterior lo hemos visto en otras películas que logran un planteamiento autónomo, más allá del homenaje. La fotografía de Robert Elswit es conflictiva: hace que todo luzca inquietantemente colorido, aunque, por otro lado, no logra desvincularse del cliché de la era Eisenhower, que tan bien ha trabajado Todd Haynes, por ejemplo. El filme parece no querer comprometerse demasiado con el antagonismo racial entre blancos y negros. El único momento tenso de la película sucede en un supermercado, donde Moore, que se niega a venderle productos a la señora Mayers, duda en ser amable o admitir su afiliación racista. La escena, en la que se exhiben brillantes envolturas y comestibles en un ambiente en el que se tambalea la seguridad, hace alusión a la institución esclavista, también a la alienación que produce el consumo, otra forma eficaz de control. Las historias de ambas familias apenas si se tocan, su único vínculo es el traspatio donde juegan los niños, un espacio que, pareciera decir el director con exceso de optimismo y complacencia, es el único lugar donde se puede convivir auténticamente.
Es inevitable pensar en el filme, estrenado este año en el Festival de Cine de Venecia, como un descarte de los Coen, en cuyas manos hubiera tenido más filo.