Hace siete décadas Sunset Boulevard golpeó a la industria hollywoodense en la cara. Por un lado desmitificó, con una disección clínica y despiadada, el mundo del espectáculo. Por otro, introdujo historias sórdidas y desgarradoras como crítica de los excesos de la “fábrica de sueños”. Sin embargo, la película de Billy Wilder parece injertarse de forma extraña en la cultura contemporánea: ya no sólo señala la vanidad hollywoodense o la naturaleza fugaz de la fama, sino el ethos de lo que significa “ser visto” en la actualidad.
Con el declive del sistema de estudios –a causa del cine sonoro, las leyes antimonopolio o la popularidad de la televisión–, los comienzos de la industria regresaron para atormentarlo. Gloria Swanson, como su alter ego en la pantalla, había sido una actriz famosa en los tiempos silentes, pero cayó, como muchos otros, en el olvido. Cuando Wilder la reclutó para Sunset Boulevard –El ocaso de una vida, en México– estaba retirada. No menos acertada fue la elección de Erich von Stroheim en el papel del criado Max, primer marido de Norma y habilitador psicópata que, como su intérprete, fue uno de los grandes cineastas de la era muda.
Auge y (temprana) caída
Icono femenino como Judy Garland o Marilyn Monroe, Norma Desmond es una víctima del sistema de estudios. En sus primeros años es infantilizada y llenada de barbitúricos; luego es dejada a un lado, conforme pierde el brillo de la juventud. Para los estándares de Hollywood, una actriz era considerada “madura” a los treinta. “No hay nada trágico en tener 50 años, a no ser que intente tener 25”, dice el personaje de Swanson, caricatura profética del lado oscuro del espectáculo. El Hollywood del siglo XXI mantiene esos estándares, sólo que ahora a los cuarenta.
Norma se prepara, inmune a la ironía y el rechazo, para un nuevo papel protagónico, basado en un guion escrito por la propia actriz. Establece entonces una relación vampírica con Joe Gillis, mediocre guionista interpretado por William Holden que es perseguido por sus acreedores. Sin un centavo en el bolsillo, va a parar a la mansión de Sunset Boulevard, donde es contratado por la extravagante propietaria para terminar su borrador.
El sistema retratado por Wilder descarta cruelmente el talento veterano a favor de la juventud prometedora. Pero también lo hace Norma, fascinada por Joe, que se convierte en su amante: rechaza el amor de su ex marido envejecido y fracasado. Al final todo parece un círculo vicioso alrededor de la obsolescencia: Desmond ha sido olvidada, los productores de la Paramount han dejado de interesarse en los guiones de Gillis.
La mirada y el juicio
El envilecimiento de Norma, sin embargo, es producto de la mirada del público. La mujer fatal se deleita con la adulación y se nutre del espectáculo. De ahí que la película navegue entre el noir, el drama psicológico e incluso el cine de terror. La mentira por encima de la verdad: tal es la verdadera tragedia explorada por Wilder. No los efectos del envejecimiento o la ambición desmesurada, sino la pérdida de la individualidad producto de vivir en una simulación. Ante el abandono del público, la diva del silente se refugia en la locura.
En este siglo la visibilidad mediática y la representación identitaria son los pilares de una suerte de terapia personal. Sunset Boulevard contempla las consecuencias del culto al exhibicionismo, de la ansiedad por ser visto y, extrapolado a nuestros días, del ideal de autoexposición que hoy fomentan las redes sociales.
Sunset Boulevard posee una vigencia desconcertante, pero también dolorosa. Luego de la primera proyección del filme, Billy Wilder recibió comentarios ofensivos de figuras como Greta Garbo o incluso Louis B. Mayer, fundador de la legendaria Metro-Goldwyn-Mayer. Pero su despiadada disección de Hollywood, como la de Joseph L. Mankiewicz respecto al teatro, era al mismo tiempo una carta de amor al cine.