No temas; la isla está llena de rumores,
de sonidos y dulces aires que deleitan y no dañan.
Unas veces percibe mi oído el vibrar de mil instrumentos,
y otras son voces que, si he despertado de un largo sueño,
de nuevo me hacen dormir. Y entonces, al soñar,
las nubes parecen abrirse mostrando riquezas
a punto de lloverme; así que, cuando despierto,
lloro por seguir soñando.
Shakespeare, La tempestad, acto III, escena 2
Sycorax describe, en primer lugar, el poder del arte. Es un poder doble que abre una distancia inusual, porque en el cine la mirada y su duración acogen una espacialidad muy cercana a la intimidad que se esboza entre quien mira y quien es mirado. Como se constata en el fragmento de La tempestad de William Shakespeare que abre estas líneas, Calibán, el esclavo de Próspero, es testigo de este espacio ilimitado, fruto de un acto anónimo de la mirada y la escucha que acontece en el reverso del texto literario, una esencia velada descubierta a través del cine.
Lo que interesa destacar aquí es la idea íntima y la intensa relación entre el cine y la encarnación del lenguaje literario y, por ello, la escritura en nosotros mismos sustentada en una cadencia temporal que traspasa las dimensiones del pasado, el presente y el futuro. Se puede decir que a través de las tecnologías de la memoria –escritura, cine, cuerpo y paisaje– es posible acceder a lo olvidado y convertirse en símbolo abierto de entramados culturales. Hablamos de un impulso que trae a cuenta el devenir mundo: el descubrimiento de nuevos territorios, la magia de lo desconocido, la condena de lo extraño, la dominación de una cultura y la explotación de los aborígenes y marginados.
Pareciera que Sycorax escudriñara la profundidad contenida en La tempestad, proponiendo leer algo distinto en ella, para después empezar, quizás, un nuevo relato que quedará inconcluso. Y su efecto no se hace esperar al revivir la memoria de una extensa historia de resistencia del cuerpo colonizado por la lógica imperialista y el papel de las mujeres en la transición del feudalismo al capitalismo.
La llamada de Sycorax a William Shakespeare, Henry Purcell y Silvia Federici constituye un diálogo heterogéneo. Cada obra, cada momento de la obra, vuelve a cuestionarlo todo. Porque no son de ninguna manera actividades determinadas sino alusiones a otras formas de experiencia que ponen en escena personajes marginados históricamente. Muy en singular, lo que Sycorax ilustra es la forma del cine como potencia que nace de conexiones imprevistas entre la poesía, la literatura, la historia y la música. Todo acto cinematográfico es así un acto de habla y escucha, una construcción estética que devuelve al presente los estigmas del pasado. La expresión de esta actitud se diversifica en un espacio plural de pensamientos que parecen tener como común denominador la búsqueda de un orden diverso.
Sycorax, codirigida por Lois Patiño y Matias Piñeiro, pone en escena un espacio-tiempo heteróclito que sumerge la mirada en una travesía de múltiples redes de sentido. Inspirada tanto por La tempestad de Shakespeare como por Calibán y la bruja de Silvia Federici, da cuerpo y da voz a la figura de la bruja que en el texto de Shakespeare queda confinada a segundo plano, pero que en este cortometraje se ubica en el centro de la escena, encarnando un mundo femenino y una dimensión mágica y misteriosa.
El cortometraje comienza con un plano contrapicado donde la cámara pareciera no estar fija sino suspendida en la majestuosidad de los árboles, provocando la inmersión en el fluir del viento. La presencia de la cámara opera, a la manera de Vértov, como un ojo omnipresente que capta el ritmo de la vida. Este movimiento arbitrario anuncia y da voz a lo que no habla, a lo innombrable, al espacio infinito del ritmo que se muestra como un proceso ambiguo por donde todo pasa, en donde todo se enmaraña en una serie de corpóreos receptivos y vulnerables de un acontecer especial. Un acontecer tan visual como acústico, susceptible de una percepción háptica, pareciera la consecuencia más apremiante de la experiencia de existir y transformarse en aire, lluvia, fuego y niebla. Por medio de la bellísima fotografía de Mauro Herce, el filme da cuenta de un aparecer procesual y multiforme de fuerzas elementales. Allí donde los contornos pierden sus límites. Allí donde las formas se tornan difusas, juntadas fenoménicamente, en la cercanía y la lejanía. Allí, en la presencia muda, surge la pregunta: ¿quién es Sycorax?
Esta pregunta no debe orientarnos a conclusiones obvias. Algo raro e inexplicable se suscita al pensar la respuesta. Algo que resquiebra la realidad totalizadora del relato literario, recomienza la obra en un eco que no puede dejar de preguntar: ¿quién es Sycorax? Murmullo gigantesco sobre el cual el lenguaje se hace imagen, imaginario, profundidad hablante, alusión a las figuras de Próspero, legítimo duque de Milán; Antonio, su hermano; Calibán, el salvaje primitivo; y la presencia ausente de la bruja, primera en pisar la isla de La tempestad, que encerró a Ariel, el espíritu del aire, en un árbol. Pero al mismo tiempo este murmullo revela diferentes versiones posibles de Sycorax: la bruja, la hereje, la curandera, la esposa, la soltera, la asesina, la heroína. Aquella que no pertenece a la obra como protagonista pero que pertenece a ese otro tiempo que reclama su presencia.
La obra cinematográfica exige que Sycorax pierda todo carácter, dejando de relacionarse con preconcepciones, que se convierta, a través de planos fijos, en un espacio mítico donde se anuncia la afirmación intemporal del paisaje. Exigencia que no es exigencia, es solo el aire que se respira, la niebla que vuelve irreconocible las formas, la luz del día que torna invisible los rostros, una especie de vértigo fascinante que anula la dimensión antropomórfica.
Así, mediante tomas abiertas y paneos, la sonoridad permite elaboraciones mentales que nos sitúan en el devenir de la isla: el fragor del viento, el fluir del agua, la resonancia orográfica de las montañas, el crujir del ramaje. Puede decirse que el sonido, a cargo de Pedro Marinho, ejerce una suerte de excitación rítmica del paseo sustentado en la cadencia de la ópera de Purcell, que interviene y afecta en lo más íntimo, arrastrando las intensidades en un imponderable e inmenso territorio que transmite el estremecimiento de su singular duración. Es una irrealidad donde la escucha, su afirmación perseverante, es reflejo de estar en el mundo, de captar la magia y lo desconocido inscrito en diferentes estratos del paisaje; actos o misterios celebrados secretamente, como el encarcelamiento de Ariel, arrojado a la selva como símbolo de revelación suprema y acto intemporal, un tormento conjurado por Sycorax que no puede deshacerse.
Ciertamente el pasado está colmado de curiosidades mayormente olvidadas: acontecimientos que catalogábamos extraños, territorios inhabitables, hechos para los que no se encuentra una explicación, víctimas y héroes de los que la historia apenas habla. El cine es capaz de contar sus historias, de generar nuevas narrativas en las que los hechos del pasado adquieren un nuevo matiz; allí encuentra la fuerza de recomienzo, el misterio y, entonces, su posibilidad ligada al futuro.