Martin Scorsese afirmó hace un tiempo que el cine de Hollywood se ha convertido en un parque de atracciones. La declaración hace referencia a las películas de superhéroes –franquicias del llamado Universo Marvel o DC Comics– que invaden las salas varias veces al año y han monopolizado el entretenimiento audiovisual para un buen sector del público. La lectura del cineasta es que ya no se narran historias según los viejos cánones, ahora todo es pirotecnia y efectos generados por computadora.
Me vino a la mente esta polémica al enterarme de la adaptación a serie de televisión del videojuego The Last of Us, desarrollado por Naughty Dog y distribuido por Sony Computer Entertainment. Supuse que la serie de HBO, creada por Craig Mazin y Neil Druckmann, contaría una historia maniquea, llena de violencia gratuita, no muy diferente de lo que ofrece la cartelera actual, sobre todo porque una de las temáticas de The Last of Us es el famoso apocalipsis zombi. Sin embargo, este “parque de atracciones” ofrece una historia con diferentes capas interpretativas, y además pone sobre la mesa varios debates sociales en un momento en el que es difícil imaginar un futuro para la humanidad, incluso distópico.
El primer capítulo de The Last of Us parece seguir la línea del cine de desastres: un hongo (Cordyceps) evoluciona y es capaz de infectar a los humanos, convirtiéndolos en zombis agresivos que reaccionan a casi cualquier estímulo. El apocalipsis sucede en cuestión de días, en 2003. El protagonista, Joel Miller –un estadounidense en su treintena– ve cómo su vida cambia rápidamente. Su hija muere en medio del caos desatado por la violencia y pierde el rastro de su hermano. La historia abandona la linealidad y utiliza varios saltos temporales que nos llevan al pasado con la intención de contarnos cómo era la vida antes de la catástrofe, además de muchos detalles de los sobrevivientes. En el futuro (2023) el personaje interpretado por Pedro Pascal habita una ciudad organizada militarmente.
Gracias a sus esfuerzos para conseguir medios que lo lleven a otra ciudad de Estados Unidos en la que, según cree, está su hermano, Joel conoce a Ellie (Bella Ramsey), una chica de 14 años cuya única realidad es la que presenta la Agencia Federal de Respuesta a Desastres (FEDRA). Este gobierno paramilitar es una de las últimas ramificaciones del poder central que alguna vez controló a la población estadounidense. Ellie es inmune a la enfermedad provocada por el hongo, y Joel acepta sacarla de la ciudad a cambio de una batería para camioneta. Por supuesto, los planes en la distopía provocada por el hongo siempre se malogran y ambos personajes –rodeados por una serie de compañeros incidentales– recorren una parte del país siendo testigos de una sociedad moribunda. La esperanza es que la inmunidad de Ellie pueda acabar con el hongo y su plaga de zombis.
The Last of Us tiene muchas lecturas. En primer lugar –la más obvia– es el camino del héroe planteado por el mitólogo Joseph Campbell. El tópico, visto infinidad de veces en la literatura, el teatro, el cine y, por supuesto, la tradición oral, nos presenta a un personaje que tiene que sortear una serie de obstáculos hasta encontrar la felicidad. El rito de iniciación se desarrolla en una gran variedad de contextos, conservando sus rasgos generales. La trama distópica en la que un hombre tiene que salvar a la humanidad protegiendo a una mujer joven recuerda a la novela Hijos de hombres, de la escritora británica P.D. James. En el libro y su posterior adaptación cinematográfica la humanidad ha dejado de ser fértil y una mujer del Sur Global puede ser la clave para que la especie pueda seguir existiendo. La preservación de la vida es, en todo caso, una de las claves en ambas obras.
Otra lectura interesante es la política. En medio de la distopía, escenario sencillo para promover una narrativa nihilista, el guion de la serie plantea diferentes tipos de sociedades que dominarían el escenario postapocalíptico. Destaca, como ya apunté, la organización militar representada por FEDRA y el mensaje de que sólo un feroz control punitivo puede sostener lo que queda de las antiguas ciudades. Como antagonista están las Luciérnagas, un grupo revolucionario que, a través de las armas y actos terroristas, intenta sobrevivir y, a largo plazo, derrocar a los militares para instalar su propia utopía. En otros capítulos aparecen formas distintas de orden social. En primer lugar, un pueblo con organización comunal, en el que las decisiones son consensuadas. Sin embargo no hay recursos para todos y han propagado rumores sobre una zona de muerte para que nadie se acerque a ellos. Como afirma el guionista y escritor Guillermo Zapata, Ellie y Joel abandonan el lugar porque viven en un apocalipsis continuo: ella es ajena a los restos de civilización que dan sentido a los habitantes del pueblo, él es incapaz de integrarse porque no puede olvidar a las personas que dejó atrás, en particular a su hija.
Las sociedades sobrevivientes en The Last of Us son, a fin de cuentas, reflejos inquietantes de nuestro presente, en el que Estados cada vez más frágiles son disputados y erosionados por diferentes tipos de ideologías, que van de la extrema derecha a movimientos emancipatorios y comunales que luchan con diversas contradicciones. Los personajes viven en carne propia estos dilemas, y eso los aleja del cliché. En el fin del mundo la razón está bajo asedio y camina por la cuerda floja. El pastor improvisado del capítulo 8 –el más macabro–, antiguo maestro de matemáticas convertido en verdugo de sus propias ovejas, es el mejor ejemplo. ¿Qué opción queda a los ocupantes de un complejo hotelero asediado por la nieve y el hambre? Optan por aceptar la imagen de la realidad que les vende el pastor, envuelta en un discurso misericordioso, antes de reconocer que se están comiendo entre ellos. En el fin del mundo, como se muestra en el capítulo final, el bien común y los valores difundidos por la sociedad global adquieren un sentido menos heroico, y la salvación personal –para desazón de los impulsores del cambio social colectivo– se convierte en la única opción para rescatar a la humanidad que queda, como anuncia el título de la serie.
Una de las escenas más representativas de The Last of Us es la breve excursión al centro comercial abandonado en el que Ellie tiene uno de los escasos momentos de felicidad con su compañera Riley. La remembranza de los videojuegos del siglo pasado confirma la nostalgia obsesiva por una memoria capaz de rescatarnos. La fotografía participa de la narración contrastando la oscuridad de los espacios cerrados con la luz violenta que surge de la naturaleza, en particular la nieve que domina muchos pasajes. En los espacios abiertos la luminosidad funciona como un feroz reencuentro del ser humano con un territorio que había dominado a placer. The Last of Us –al menos en la primera temporada– confirma que futuro y presente son cada vez más cercanos. La falta de perspectivas acerca de nuestro porvenir como especie son los edificios abandonados de las ciudades. En tiempos de crisis global las narrativas distópicas nos parecen asombrosamente realistas.