Fotograma de la miniserie ‘Adolescencia’ (Netflix, 2025)
En una escena de Adolescencia el inspector Luke Bascombe (Ashley Walters) y la policía Misha Frank (Faye Marsay) visitan una escuela repleta de estudiantes de secundaria –etapa que en Inglaterra abarca de los 11 a los 18 años– para investigar un caso de homicidio relacionado con uno de los alumnos. Los cuatro capítulos de la miniserie británica estrenada recientemente en Netflix y dirigida por Philip Barantini están filmados en un solo plano secuencia. En la escena que menciono Bascombe y Frank caminan por los pasillos mientras la cámara los sigue. Alrededor de ellos, emergiendo de los salones de la escuela, se escuchan burlas, gritos, humillaciones, mientras los maestros luchan por controlar el caos. Por momentos lo que sucede en la pantalla recuerda la estética del videojuego, como sucede en pasajes de The Last of Us –adaptación del videojuego del mismo nombre–, cuya segunda temporada está próxima a estrenarse y que propone una suerte de “acción real” para involucrar al espectador en lo que pasa. En The Last of Us el peligro son los infectados por el hongo, y en Adolescencia son decenas de alumnos que viven en medio de un acoso constante en el que la línea entre víctima y victimario resulta difusa.
La sensación de desasosiego después de ver la miniserie estelarizada por Stephen Graham y Owen Cooper encaja perfectamente con el propósito narrativo de cualquier distopía cinematográfica o televisiva: la certeza de que el destino alcanzó a la civilización global y las ramificaciones de la violencia y la deshumanización han ocupado cada espacio de nuestras vidas. Lo inquietante es que en Adolescencia el futuro ya está en las aulas, en las mentes de los estudiantes, pero también en las tribus que inundan las redes sociales y los foros en la deep web. La trama de la miniserie es engañosamente sencilla: Jamie Miller, estudiante de 13 años, es acusado de asesinar a su compañera Katie Leonard. La culpabilidad pronto queda en evidencia y el resto de la trama consiste en averiguar las motivaciones que tuvo el adolescente y las desastrosas implicaciones para su familia, principalmente para su padre, Eddie. No hay misterios ni vueltas de tuerca como en el thriller policiaco tradicional.
Adolescencia puede ser acusada de hiperbólica o efectista. Sin embargo estamos ante un drama que sencillamente presenta una especie de close up a la sociedad global por medio de una familia. Un recurso que funciona muy bien es presentar a los protagonistas como personas comunes y corrientes. El mundo moderno construyó la idea del asesino como un desadaptado social, pero ¿qué ocurre cuando la excepción se vuelve regla? No quiero dar a entender, por supuesto, que las escuelas estén llenas de asesinos. Lo que existe –y eso es evidente para los que pertenecemos a una comunidad escolar como maestros de adolescentes– es un caldo de cultivo, un entorno que somete a los estudiantes a diferentes tipos de violencia. De vez en cuando esa violencia llega demasiado lejos y entonces la sociedad intenta encontrar una salida fácil a través de la demagogia punitiva contra los menores de edad, entre otras estrategias fallidas. El problema, como suele decirse y lo muestra a cabalidad la miniserie, es mucho más complejo.
Como en el cine de Ken Loach, director británico que apuesta por un realismo sin concesiones, Adolescencia olvida el modelo de cine hollywoodense para retratar un mundo en el que el abuso es la norma. En lugar de juzgar, la miniserie creada por Jack Thorne y Stephen Graham muestra la debacle de los Miller para que nosotros hagamos las preguntas. ¿Qué influencia tiene el capitalismo global en los adolescentes aislados, sin esperanza en el futuro y con nula autoestima? ¿Qué clase de mundo es aquel en el que, para no convertirte en víctima, tienes que ser un depredador? ¿Qué tanto se puede controlar la manipulación de las redes sociales que potencian el acoso, la desinformación y el discurso de odio? Quizá por eso el clímax de la historia no ocurre al final –cuando la familia entiende que la realidad en la que habían vivido ha dejado de existir– sino en el larguísimo encuentro entre la psicóloga Briony Ariston (Erin Doherty) y Jamie Miller. La espléndida actuación de los dos actores nos ofrece un acercamiento –desde la ficción– a un adolescente de 13 años que se siente culpable por ser virgen, tiene conatos de ira y espera que Ariston piense que es una buena persona. Entretejidos en esa secuencia –al igual que en otros pasajes de la miniserie– aparecen los códigos de las comunidades virtuales que promueven ideas misóginas, entre otras vinculadas con la extrema derecha europea y global. El espectador no puede dejar de pensar en los compañeros de Jamie –víctimas y verdugos con papeles intercambiables– sumándose a las filas de las revueltas reaccionarias de los años por venir.
Es interesante pensar en cómo será recordada Adolescencia, pues estamos ante una ficción que toca un tema incómodo y difícil de abordar. Algunos valorarán los aspectos técnicos y las actuaciones. Hay voces que piden que sea proyectada en colegios. Habría que decir que no estamos ante un producto –como tantos otros– hechos para que la gente tome conciencia de los males sociales. Las interpretaciones fáciles quizás entiendan Adolescencia como un motivo para la desesperanza y la afición morbosa a ver los efectos del aislamiento, la neurosis y la violencia que han moldeado a los estudiantes desde hace años. Me gustaría pensar en la miniserie como lo que es: una historia incómoda como otras en el pasado, retratos de una realidad muy compleja que necesita ser expuesta para que no permanezca como una bomba de tiempo entre nosotros.