31/10/2024
Pensamiento
Más sorteos, menos elecciones
¿Qué implica la elección de cargos públicos a través del azar? Alejandro Badillo revisa ‘Contra las elecciones’, de David Van Reybrouck
La reciente polémica por el uso de la tómbola para la designación de cargos a elegir del Poder Judicial mexicano ha evidenciado muchos prejuicios sobre el azar y la democracia. Más allá de las críticas informadas sobre el proceso, convendría poner sobre la mesa dos puntos importantes: la llamada “fatiga democrática” y la brecha cada vez más amplia entre gobernantes y gobernados. Mientras se defiende a ultranza la democracia electoral aumentan los índices de abstencionismo y el juego queda sólo para el voto duro de los partidos, fenómeno que agudiza la polarización en el debate público.
Un libro que ofrece propuestas interesantes para alejarnos del fundamentalismo electoral, es decir, la idea de que la democracia consiste sólo en marcar una boleta, es Contra las elecciones (2017), del filósofo y arqueólogo belga David Van Reybrouck. El texto describe cómo el azar (por medio de diferentes procedimientos) funcionó como un elemento clave en la vida política de Occidente desde la Atenas clásica hasta la Revolución Francesa y la fundación de Estados Unidos en el siglo XVIII. Ambos sucesos dieron inicio a una época contradictoria en la cual, efectivamente, se ampliaron los derechos de los ciudadanos mientras se consolidaba una aristocracia legitimada no por el derecho de sangre sino por elección directa. Hay que recordar, para aclarar este punto, que la Revolución Francesa eliminó a la monarquía, pero eso no significó que el pueblo interviniera en las decisiones del gobierno. Como lo documenta el historiador francés Henri Guillemin en su libro ¡Los pobres, a callar! (1989), el voto estuvo restringido a los terratenientes y hombres que pudieran demostrar que tenían un patrimonio suficiente. El control del gobierno no iba a estar cerca de la gente común. Por otro lado, los padres fundadores de Estados Unidos justificaron la captura del poder por la élite, ya que el país debía ser conducido por “los mejores”.
La historia antes del final del siglo XVIII tiene innumerables ejemplos de sorteos hechos para involucrar a la comunidad en el ejercicio de gobierno. Van Reybrouck describe muchos métodos –algunos engorrosos, por cierto– que servían para que la gente participara en la política y, al mismo tiempo, legitimara las decisiones. En algunos casos había un filtro para los que aspiraban a un puesto que requería un conocimiento más especializado, pero siempre se insertaba un sorteo en la decisión. Incluso Estados fundados por una aristocracia comercial, por llamarla de alguna manera, como la República de Venecia, incluían el sorteo para repartirse los cargos. De esta manera se atenuaban las fricciones entre la élite gobernante.
¿Cuál sería la ventaja de fomentar las tómbolas y los sorteos en la elección de cargos públicos? En primer lugar, hacer más representativa la conformación de los órganos de gobierno. La fatiga democrática y el escepticismo que generan las elecciones son resultado de que los partidos políticos han monopolizado el poder en beneficio de clanes que recuerdan las dinastías feudales. El ciudadano mira desde lejos a las élites que compiten por su voto. El periodista Owen Jones, en su libro Chavs: la demonización de la clase obrera (2011), describe el cambio social en la composición de los políticos del Reino Unido: los representantes del Partido Laborista que llegaban al Parlamento y que pertenecían a las clases populares fueron sustituidos por miembros de familias acomodadas, egresados de universidades de élite.
¿Qué preocupaciones o prioridades pueden tener los privilegiados que nunca han vivido la vida de la mayoría de los ciudadanos? ¿No sería beneficioso, como saludable contrapeso, la inclusión de otros miembros de la sociedad? Algunos dirán que, en lugar de un sorteo, la escalera meritocrática es la vía adecuada para que los interesados participen de las decisiones gubernamentales a través de una carrera que garantice su preparación. Como sabemos, la meritocracia sólo existe en las películas aspiracionales que venden la fantasía de la justa recompensa a una vida llena de esfuerzos. Por otro lado, ¿qué nos garantiza, en los tiempos actuales, que los “mejor preparados” son los que dirigen la política del país? La democracia electoral, como cualquier persona puede ver, se ha sometido a las reglas del marketing y vende a influencers, futbolistas, actores de televisión y cualquier personaje cuya fama garantice votos. ¿Ellos están mejor preparados que los otros ciudadanos que han quedado fuera del juego?
Las elecciones, además de haber sido privatizadas por los partidos políticos, tienen el riesgo de la no deliberación. Las campañas demonizan al enemigo y funcionan, cada vez más, como ejercicios para fortalecer el voto duro. Una vez que un candidato gana se convierte en el único portavoz de la voluntad popular. Convendría preguntarse: ¿tachar una boleta cada tres o seis años –en el caso de México– es suficiente para legitimar a un gobierno? Es cierto, los partidos publican sus plataformas políticas y se espera, al menos, que sus votantes potenciales estén pendientes de sus promesas de campaña. Sin embargo, una vez que el ciudadano acude a las urnas, como refiere el escritor francés François Bégaudeau en su libelo Menuda papeleta. Cómo entretenerse durante un domingo electoral, acaba su vida útil que sólo se reinicia cuando se acerca el próximo ciclo electoral. El ejercicio de gobierno ya forma parte de la política profesional y de los funcionarios elegidos.
En Contra las elecciones David Van Reybrouck muestra distintos experimentos en países europeos para integrar a la ciudadanía a la política real y a la gestión pública. A veces se usa el sorteo no para elegir a un funcionario sino para seleccionar una muestra representativa de un país o una localidad. Este grupo diverso ejerce una especie de democracia deliberativa, es decir, foros que debaten posibles soluciones para diversos problemas que aquejan a sus comunidades. El proceso, transparentado en Internet, contribuye a la legitimidad de muchos proyectos de gobierno que, posteriormente, son votados en referendos cuyos resultados apuntan, generalmente, al consenso y no a la división. ¿Son procesos costosos? Por supuesto. Habría que consultar, sin embargo, las sumas millonarias que se gastan todos los años en elecciones que provocan altos índices de abstencionismo.
Existe, por último, un elemento muy importante en la inclusión del sorteo para romper el monopolio del poder producto del dogma del voto y del fundamentalismo electoral. Si el capitalismo tiende, por naturaleza, a la concentración que impide la defensa de puntos de vista diferentes al del libre mercado y la dictadura de la ganancia a toda costa, ¿qué pasaría si las comunidades practican, a través de métodos incluyentes, una verdadera democracia, es decir, una forma de gobierno que privilegie el bien común sobre los intereses de unos pocos? Esta pregunta no ha pasado desapercibida para la élite y sus aliados, que se benefician de la llamada democracia liberal, aunque tenga cada vez más descrédito. Por esta razón cualquier proyecto que pretenda romper la hegemonía de las elecciones como única vía para lograr la representatividad es atacado consistentemente por políticos y medios tradicionales. Sin embargo, a juzgar por la fatiga democrática que se vive en muchos países, pensar en un modelo radicalmente diferente es la única salida antes de que aparezcan en el horizonte propuestas cada vez más elitistas o reaccionarias, como atacar el voto universal. Aún hay tiempo.