Dejar el mundo atrás, película estrenada recientemente en la plataforma Netflix, sería una obra apocalíptica más en estos tiempos en los que la catástrofe se ha vuelto un producto masivo de consumo, de no ser por los personajes que están detrás del proyecto: Barack y Michelle Obama y su productora Higher Ground. Su empresa, a juzgar por reportajes en medios como The New York Times, intenta competir con los grandes de la industria aunque los Obama afirman que no consideran el cine como un trabajo de tiempo completo. Como sea, hay una lista de cintas por estrenarse en los próximos años teniendo como guía a los políticos estadounidenses.
El filme dirigido por Sam Esmail –una adaptación del bestseller del mismo nombre escrito por Rumaan Alam– es una mezcla de géneros como el thriller, la distopía e incluso cierta dosis de terror absurdo que recuerdan los planteamientos de M. Night Shyamalan. Sin embargo, la perspectiva es aquí la de la fábula política. Dejar el mundo atrás –más allá de sus fallas argumentales o sus giros forzados– es una suerte de advertencia del liberalismo ilustrado al pueblo estadounidense, un mea culpa que, sin embargo, no profundiza demasiado en sus razones y apela a una ambigüedad que, muchas veces, va en contra de sus intenciones iniciales.
La película sigue a una pareja neoyorquina formada por Amanda Sandford (una publirrelacionista interpretada por Julia Roberts) y su esposo Clay (un profesor universitario interpretado por Ethan Hawke). Con sus dos hijos alquilan una casa de lujo en las afueras de Nueva York en un intento de escapar de la neurosis de sus trabajos y sus vidas. A partir de su llegada la historia comienza a dosificar algunos elementos –lugares comunes– de las cintas con tema apocalíptico: un enorme buque pierde el rumbo y encalla en la costa a la vista los vacacionistas y la señal de Internet se pierde sin que se ofrezcan más detalles al respecto. Poco después llega, inesperadamente, G.H. Scott (el dueño de la casa, intepretado por Mahershala Ali) y su hija Ruth (interpretada por Myha’la Herrold). Scott pide a los Sandford que los dejen pasar la noche con ellos, pues han quedado varados por un apagón en la ciudad mientras se dirigían a la ópera. A partir de este detonante, Sam Esmail llevará la trama a los terrenos de la sospecha, la duda y una creciente amenaza cuyas expectativas no son satisfechas a lo largo de las más de dos horas del largometraje.
Lo que interesa, más allá de lo que se muestra en la superficie, es desentrañar el mensaje político presente en el filme. Los Sandford y los Scott son representantes de la clase que ha cosechado los frutos de la democracia y el libre mercado made in USA. Ciudadanos globales, se enfrentan a sus propios demonios cuando tienen que convivir bajo un mismo techo. Los Scott –afroamericanos– tienen que lidiar con la paranoia de Amanda que, en varios momentos, no puede contener sus prejuicios raciales, pues se muestra incrédula de que una familia de color sea dueña de una mansión con alberca incluida, mientras ellos viven en un departamento. Finalmente los vacacionistas y sus anfitriones se asumen impotentes para resolver el enigma. ¿Estados Unidos es atacado por terroristas? ¿Todo es una simulación? ¿Hay en proceso un golpe de Estado silencioso? Si en las películas con temática similar los protagonistas, al menos, tienen los arrestos para investigar y mirar la amenaza con sus propios ojos, en Dejar el mundo atrás son involuntariamente cómicos: apenas pueden explorar algunos kilómetros alrededor de la casa y regresan asustados por algún suceso extraño. En uno de esos pasajes la familia no puede seguir su camino por la autopista pues decenas de autos Tesla de conducción autónoma se estrellan uno tras otro en una fila que llega hasta la gran ciudad. Al final, regresan a la mansión incapaces de actuar mientras venados y flamencos rodean la propiedad como testigos hieráticos de su infortunio.
Dejar el mundo atrás es un ajuste de cuentas superficial con el statu quo estadounidense, pues la ambigüedad que recorre todo el filme hace que las culpas se diluyan. Cuando todos somos culpables nadie lo es en realidad. Las películas apocalípticas de la segunda mitad del siglo XX –en plena Guerra Fría– optaban por una militancia explícita (los villanos eran los soviéticos y, posteriormente, los árabes, entre otros). Ahora, en esta actualización del miedo, todo queda en el vacío: apenas imágenes lejanas de la destrucción de la ciudad y mensajes confusos en los celulares o en la televisión.
Hay, en el embrollo presentado en la película, dos elementos que intentan decirnos algo más aunque tienen un mal planteamiento: el de Rose, la hija menor de los Sandford (interpretada por Farrah Mackenzie), y el de Danny (interpretado por Kevin Bacon), un vecino que, aparentemente, está mejor informado acerca del apocalipsis que se cierne sobre Estados Unidos. La niña tiene, como única motivación, entretenerse con la serie Friends, símbolo ineludible de los felices años noventa. Cuando se va la señal de Internet, su mundo queda suspendido y ella sufre una suerte de síndrome de abstinencia. En los noventa, justamente, los demócratas consolidaron su poder durante el gobierno de Bill Clinton y la democracia liberal gozaba de cabal salud. Danny, por su parte, es un representante de la llamada América profunda. Identificado con una gorra de los Vaqueros de Dallas y una bandera estadounidense al frente de su casa, recuerda al votante trumpista que compra cualquier teoría de la conspiración mientras defiende su territorio con una escopeta. El personaje, al inicio irracional y violento, cede ante las peticiones de ayuda de Scott y Clay, pues el hijo de este último ha perdido los dientes después de la picadura de un insecto en el bosque. Irónicamente la caricatura que se presenta a través de Danny parece tener mejor control de la situación que sus asustados vecinos que siempre regresan al punto de inicio.
Dejar el mundo atrás es una película fallida, pues juega un doble juego: intenta aleccionar pero, al mismo tiempo, deja abierta la interpretación traicionando al espectador. También muestra las costuras cuando la voz del autor se mete en la voz de los personajes y, desde ahí, dispara sus dardos contra la indiferente sociedad estadounidense. Amanda Sandford, impotente ante la situación que sufre su familia, dice: “Nos jodemos entre todos. Todo el tiempo, sin tan siquiera notarlo. Jodemos a todos los seres vivos en el planeta y creemos que no hay problema porque usamos popotes de papel y ordenamos pollo de corral. Y lo enfermo es que creo que en el fondo sabemos que no engañamos a nadie. Sabemos que vivimos una mentira. Y aceptamos la fantasía colectiva para ayudarnos a ignorar y seguir ignorando lo terrible que somos”. Parece que este inútil ejercicio de sinceridad colectiva –puesto en boca de uno de los personajes– es el límite máximo al que está dispuesto a llegar el filme.