El estreno reciente de la segunda parte de Duna, saga que pasó de ser una referencia de culto en la ciencia ficción a una suerte de reivindicación fílmica después de la adaptación de David Lynch en 1984, ha supuesto un regreso al cine que intenta mezclar el espectáculo visual con una historia que supere el maniqueísmo común en la narrativa de los años recientes. El recorrido del héroe Paul Atreides sigue, en muchos aspectos, la línea marcada por los guerreros de la tradición popular analizada por el mitólogo Joseph Campbell; sin embargo, problematiza el cuento de hadas al cual estamos acostumbrados: héroes impolutos después de su rito de iniciación y el mal que se presenta como un villano sin demasiados motivos.
Una de las lecturas más interesantes que deja la segunda parte de Duna –mientras se espera la culminación del proyecto con una tercera entrega– es la política. Por supuesto, esta perspectiva se entreteje con la puesta en escena del director Denis Villeneuve, que establece una fuerte impronta estética. En primer lugar habría que destacar la estructura general sobre la que se monta el relato: Paul Atreides –el héroe exiliado interpretado por Timothée Chalamet cuyo linaje, además, es interrumpido violentamente– encuentra una suerte de redención luchando en las filas de un grupo oprimido, los Fremen. En el trayecto a su triunfo –como dicta la tradición– tendrá la ayuda de la magia para iluminar su visión, abrir su mente al futuro y, así, convertirse en el elegido. Este camino, en el caso de Duna, es atravesado por diferentes dilemas que representan una fuerte crítica a la política y al poder que ésta tiene para controlar la vida de millones de personas. El mayor reparo que resquebraja la historia del salvador carismático es su progresiva deriva autoritaria.
Hay que recordar que Frank Herbert, el autor de Duna, escribió su obra a lo largo de la década de los sesenta, en plena ebullición del ecologismo y, también, de la expansión de Estados Unidos como potencia después de la Segunda Guerra Mundial. También coincide con el inicio del período presidencial de John F. Kennedy –interrumpido por su asesinato en noviembre de 1963– y la Guerra de Vietnam a la cual contribuyó decisivamente. De hecho, según declaraciones del autor, el presidente estadounidense representaba para él uno de los mayores peligros para su país y el mundo gracias a un carisma que impedía cualquier crítica. Por otro lado, si la ciencia ficción de los sesenta se enmarcaba, en general, en un utopismo tecnológico, más cercano a las space opera de décadas anteriores, Herbert descree de sus promesas a través de una mirada crítica a los recursos y, también, al papel del héroe monolítico y siempre fiel a su misión.
Quizá la clave más importante para entender la apuesta política de Duna es la famosa melange, la “especia”, una metáfora del valioso petróleo propiedad de un puñado de países que, a la postre, aceleró el capitalismo en la segunda mitad del siglo XX. Es, para los nativos de Arrakis –el planeta asediado y explotado por sus enemigos, los Harkonnen, subordinados, a su vez, al poder central del emperador–, una sustancia ritual que ofrece sus misterios a los iniciados. Recuerda, siguiendo la metáfora del petróleo, las crónicas de Marco Polo acerca de los adoradores de Zoroastro, quienes practicaban agujeros en el suelo para que fluyera el petróleo y, con él, el dios fuego. Para los Harkonnen, la melange representa la dominación a partir del monopolio de una materia prima que, además de sus poderes visionarios, es fundamental para los viajes espaciales. Por esta razón, al menos en la versión fílmica, hay interés en retratar la brutalidad de las máquinas que extraen la materia prima: fortalezas móviles que taladran la superficie del desierto; fábricas cuyo ruido ensordecedor demuestra el poder del hombre sobre la naturaleza. Hay, en todo momento, una materialidad violenta en este proceso que contrasta con la evanescente ideología de los Fremen vinculada con la sustancia y sus cualidades clarividentes.
En esta nueva entrega de Duna –que completa los hechos presentados en el primer volumen de la saga– se escenifica la lucha entre los habitantes de Arrakis que, en los tiempos actuales, podríamos comparar con los habitantes de las cada vez más numerosas zonas de sacrificio del capitalismo global y el poder corporativo representado por los Harkonnen y el emperador. Hay riesgos, por supuesto, en la caracterización de los Fremen, pues Villenueve sigue el tono del libro y la visión que tiene Occidente de las culturas del desierto, referencias claras a Medio Oriente o a los indígenas norteamericanos con los cuales convivió Herbert. La exotización de los rebeldes –cercanos al mito y a la profecía– es, por supuesto, cercana al tópico del “buen salvaje” roussoniano. Sin embargo, las disputas en el interior de esta cultura y, sobre todo, el papel de Chani, la pareja de Atreides, que nunca acepta su papel de salvador, atenúan, de alguna manera, esta visión. Los Harkonnen, por otro lado, no son retratados como la contraparte racional de los Fremen, sino como una anomalía, una suerte de cultura totalitaria que ejerce el papel de la necropolítica actual, es decir, extermina vidas para continuar con la acumulación del melange-capital. Incluso en los pasajes que se desarrollan en Giedi Prime, hogar de los Harkonnen –planeta devastado por los combustibles fósiles y que es una versión futura del nuestro–, hay varias alusiones a la parafernalia nazi.
La visión política de Frank Herbert, reflejada en esta nueva entrega fílmica, podría parecer –como algunos espectadores y lectores han interpretado– una diatriba exclusiva contra la dominación del Estado. En la actualidad hay un ataque a los gobiernos de parte de la clase empresarial que, en realidad, es un chantaje ante los tímidos intentos por regular el capital y la financiarización de la economía global. Sin embargo, la crítica al poder de Herbert es más amplia, quizá fruto de la contracultura de los años sesenta, que cuestionaba también el poder económico antes de que éste coptara casi cualquier discurso contrario. El líder mesiánico representado por Paul Atreides (el Muad’Dib) –reflejo de los políticos que lucran con las emociones y la fe de sus seguidores– es, en realidad, la otra cara del poder corruptor de los Harkonen.
Al igual que otras sagas, la élite defenestrada lucha contra su mismo linaje para reivindicar a los explotados. Al final de la historia, sin embargo, las estructuras sociales no se alteran. El feudalismo espacial sigue siendo el marco conceptual que presenta Duna. A pesar de esto la película no sigue la norma de otras historias basadas en reyes y casas reales, pues no hay una épica gloriosa que surja a partir del triunfo del noble que sufrió el exilio y ahora derrota a sus enemigos. Hay una especie de pesimismo existencial que, de muchas maneras, refleja el hastío de la generación de Herbert ante las promesas incumplidas de la modernidad. Al espectador de Duna le corresponde decidir si esta propuesta es determinista o una ventana para imaginar nuevas posibilidades en un futuro cada vez más complejo.