11/12/2024
Pensamiento
El ocaso del liberalismo
‘La historia olvidada del liberalismo’, de Helena Rosenblatt, lleva a Alejandro Badillo a preguntarse por el papel actual de esta ideología
Algunos dicen que el liberalismo ya está extinto, otros afirman que vive sus últimos momentos. El politólogo estadounidense Francis Fukuyama proclamó su triunfo definitivo en su famoso libro de 1992 El fin de la historia y el último hombre; recientemente, en 2023, el mismo autor emprende en El liberalismo y sus desencantados. Cómo defender y salvaguardar nuestras democracias liberales una última defensa de la ideología que es puesta en duda hasta por sus mismos apologistas. Una de las claves para entender el auge y la decadencia del liberalismo es la historia del término y cómo se ha entendido –y aplicado– de diferentes formas a través del tiempo.
La historiadora estadounidense Helena Rosenblatt publicó en 2018 (en español apareció en 2020) el libro La historia olvidada del liberalismo. Desde la antigua Roma hasta el siglo XXI. La investigación reconstruye los diferentes significados que ha tenido la palabra “liberalismo” y, también, su uso en el combate ideológico de Occidente, en particular de la Revolución Francesa a la fecha. El concepto liberal, compartido sin mayor contexto, remite al lector a la idea de libertad y, quizá por eso, no tiene para el gran público una connotación negativa como otras palabras asociadas a regímenes como el fascismo o el totalitarismo.
Sin embargo, la aplicación práctica del liberalismo durante buena parte del siglo XX y lo que llevamos del XXI –el laissez-faire que promueve la mínima intervención del Estado en la economía– ha acabado prematuramente con la vida de millones de personas en nombre del libre mercado, como lo demuestra, entre otros, el sociólogo sueco Göran Therborn en su libro Los campos de exterminio de la desigualdad (2016). En su investigación menciona, entre otros casos, el aumento de la desigualdad cuando retornó el capitalismo –en su versión neoliberal– a la ex Unión Soviética. El coeficiente de Gini –índice que se usa para medir la desigualdad– subió en Rusia de 27 en 1990 a 46 en 1993, para continuar aumentando después hasta llegar a 52 en 2001. En 1995, por ejemplo, la integración de ese país a la política económica dominante había generado 2.6 millones de muertes adicionales en Rusia y Ucrania.
Es sorprendente, retomando el libro de Rosenblatt, el trayecto del liberalismo antes de que tuviera ese nombre. Las ideas que en el mundo griego podían asociarse a esta ideología tenían que ver con una suerte de ética para la élite que promovía la moderación y la sabiduría. De hecho, como apunta la autora, el liberalismo en los siglos posteriores tuvo un fuerte componente ético. Fue hasta la llegada de la Revolución Francesa que el liberalismo impulsó la defensa del individuo frente a la Iglesia, institución que controlaba las vidas y la forma de pensar de Occidente. Para muchos liberales la libertad individual no involucraba el acotamiento feroz del Estado –como proponía una minoría radical– sino que proponía el uso del gobierno para limitar el poder empresarial de la época y, de esta forma, tratar de apoyar a los pobres. De hecho, como cualquier lector lo puede comprobar al acercarse a su obra, Adam Smith (1723-1790) –autor fetiche para los promotores del libre mercado sin restricciones– advertía de los peligros del lucro sin tomar en cuenta la solidaridad para construir una sociedad empática.
La historia del liberalismo es una especie de mito de Sísifo: sus tesis, que intentan empoderar al individuo para lograr su plena realización, siempre se malogran por no atacar al capitalismo con el cual ha convivido y, por supuesto, florecido. Sin mucha autocrítica, reemprende el mismo camino para fracasar otra vez en la construcción de la sociedad utópica que imagina. Los primeros liberales –antecesores de los llamados neoliberales– pensaron que la batalla por los derechos del individuo estaba desvinculada de la llamada lucha de clases. Al inicio combatieron contra el poder de la Iglesia, pero nunca acotaron el poder del capital industrial en ciernes. De muchas maneras mantuvieron el statu quo favorable a la élite. Uno de los ejemplos más claros es el del voto. Principal logro de la Revolución Francesa, fue en realidad un traspaso del poder de la monarquía a la naciente burguesía de la época. De tal manera, el llamado “poder del pueblo” quedó en las manos de los terratenientes.
Helena Rosenblatt ofrece en su libro una antología muy ilustrativa de las fuertes contradicciones de los liberales: impulsaban la libertad pero la gran mayoría de ellos repetía los prejuicios de moda para prohibir el voto de las mujeres. También consideraban, bien entrado el siglo XIX, a las colonias de Occidente como pueblos atrasados que necesitaban ser dominados para disfrutar los beneficios de la civilización occidental. El historiador italiano Domenico Losurdo describe muy bien las contradicciones de esta ideología en Contrahistoria del liberalismo (2007): mientras los padres fundadores de Estados Unidos eran el ejemplo a seguir para los liberales del mundo gracias a su democracia electoral que, en el papel, garantizaba el fortalecimiento de la ciudadanía, se seguían oponiendo a la abolición de la esclavitud. Libertad para unos, yugo para los esclavos, fuerza productiva que permitía prosperar a los que habitaban la cúspide la pirámide.
¿Qué futuro puede existir para el liberalismo en el segundo cuarto del siglo XXI? La historia no se repite, pero a menudo rima, afirmaba Mark Twain, que por cierto era crítico del imperialismo de Estados Unidos. En el pasado los liberales europeos naufragaron cuando las masas apoyaron a demagogos como Napoleón III. El respaldo a autócratas que concentraban el poder político y económico fue atribuido, erróneamente, a una falta de civilidad, carácter y educación del pueblo. La realidad es que el capitalismo del siglo XIX erosionó a las clases populares, que buscaron en los caudillos una solución a sus penurias. La clase liberal, en lugar de apoyar sus demandas, se dedicó a demonizar al pueblo. Cuando cobró auge el socialismo en el mismo siglo, los liberales se movieron hacia la derecha para intentar evitar que los trabajadores adoptaran las ideas de emancipación contra la clase dominante. Ellos mismos, por cierto, habían sido demonizados por la Iglesia cuando promovieron la libertad de pensamiento y criticaron los dogmas religiosos.
En estos años somos testigos de una historia similar: el liberalismo tradicional fue devorado desde dentro por la versión más radical, aquella que promueve la construcción de un gobierno empresarial basado en la especulación, el lucro y la eliminación de los derechos sociales. Como respuesta emergieron, de nuevo, el nacionalismo y, particularmente, caudillos que han aprovechado el descontento de la gente para regresar a un pasado autoritario que nunca desapareció del todo. Los liberales más extremos, denominados a sí mismos “libertarios”, colonizan el pensamiento de ultraderecha que alimenta, entre otros movimientos, el supremacismo blanco estadounidense.
Los liberales moderados –aquellos que siguen difundiendo la utopía del libre mercado, los derechos humanos, el respeto de las minorías y el acotamiento del poder político por una supuesta racionalidad económica– son arrastrados, en el peor de los casos, a las posiciones reaccionarias que ganan peso en el mundo. Y, en el mejor, sermonean a la población para que no escuchen los cantos de sirena de los populistas de nuestro siglo, némesis de una ideología que sigue sin entender un paradigma económico –el capitalismo tardío– que terminará por volver aún más irrelevantes las promesas liberales, pues la lucha será entre un sistema disfuncional que se niega a morir y diversos procesos emancipatorios que surgen desde la izquierda global. El punto medio que promueven los liberales moderados no existe.