25/04/2025
Pensamiento
La era de la víctima
¿Qué usos tiene la figura de la víctima en la política contemporánea? Obras de Klein, Giglioli, Chomsky y Berardi permiten pensarlo
Fotografía de Ehimetalor Akhere Unuabona en Unsplash
La escritora y activista Naomi Klein narra en su libro más reciente, Doppelgänger. Un viaje al mundo del espejo (2023), su formación escolar como judía en Canadá a finales de los setenta y principios de los ochenta. Para describir el Holocausto las autoridades educativas presentaban a los alumnos una suerte de catálogo de horrores sobre los campos de concentración, las cámaras de gas y demás atrocidades nazis. La exhibición pretendía, por supuesto, mantener el recuerdo del asesinato de millones de personas. Klein reflexionó años después: las imágenes, recreaciones y narraciones del Holocausto le fueron presentadas no sólo como un ejercicio de la memoria judía sino como una educación emocional para las nuevas generaciones. Sin embargo, las emociones provocadas no iban más allá de una rabia natural, desesperanza y sentido de injusticia. No había, como refiere la autora, espacio para ideas más complejas, ni vínculos con otros genocidios en el mundo. El propósito era –y aún sigue siendo– mantener a los nuevos judíos inmóviles en ese punto de la historia, atrapados en el rol de víctima que se ha vuelto, con el paso de las décadas a partir de la Segunda Guerra Mundial, una identidad monolítica, además de una cada vez más poderosa posición de poder.
Daniele Giglioli, académico de la Universidad de Bérgamo, aborda en Crítica de la víctima (2014; Herder), entre otras cosas, el problema de que la memoria impida al ofendido moldear su futuro. No hay, en absoluto, una politización del sufrimiento ni, sobre todo, la intención de interactuar con nuestro presente para que ese sufrimiento no vuelva a ocurrir. La instrumentalización del Holocausto, para volver al tema judío, es un ejemplo de cómo el pasado se usa para fabricar una legitimidad que no acepta críticas. La frivolización de la víctima de los campos de concentración y las cámaras de gas –ya sea usando su historia en comparaciones exageradas o transformándola en best-sellers que siguen el guion de cualquier novela rosa– es normalizada por una sociedad global que ha aceptado a la víctima como paradigma con diferentes caras. En todo caso, la victimización se vuelve una “subjetividad sufriente” –como dice Giglioli– que tiene como uno de sus eventos más representativos la obsesión por recordar, pero no por comprender. Al no comprender la memoria se vuelve un bucle que atrapa a la víctima y la vuelve susceptible a la manipulación. En La era Obama y otros escritos sobre el imperio de la fuerza (2011) Noam Chomsky refiere que, después de los atentados contra las Torres Gemelas en 2001, se volvió una herejía cuestionar los orígenes de los actos terroristas en Nueva York. La víctima, ahora del terrorismo que atacó Estados Unidos, el centro del imperio, es unidimensional.
La era de la victimización ha sido llevada a política de Estado con el regreso de Donald Trump a la Casa Blanca. Cada semana el presidente de Estados Unidos se transforma en víctima gracias la avalancha de notas que protagoniza en un intento de terapia de shock mediática que le permite fijar la agenda mundial. El 14 de marzo de este año, en un discurso ante funcionarios del Departamento de Justicia, se asumió como víctima de una persecución política y pidió encarcelar a quienes lo investigaron en el pasado. Trump, por supuesto, es la punta del iceberg: los supremacistas blancos se dicen víctimas de los afroamericanos, latinos y migrantes; los hombres célibes que languidecen detrás de las pantallas de sus celulares y computadoras se dicen víctimas de las mujeres, en particular de las feministas; los radicales de ultraderecha creen que la “población originaria” de sus países será reemplazada por extranjeros bárbaros; los empresarios más reaccionarios en las redes azuzan a sus seguidores advirtiéndoles del peligro del comunismo.
Quizás la idea más interesante y peligrosa relacionada con la víctima como héroe de nuestro tiempo, construido paciente e irrevocablemente durante la segunda mitad del siglo pasado, es la impotencia. El filósofo italiano Franco Berardi Bifo mencionó este aspecto inquietante en una entrevista reciente. Ante la facilidad con que se compara el antiguo fascismo con las políticas y expresiones de ultraderecha actuales, Berardi afirma que una diferencia importante es que el nuevo fascismo –que quizás merecería un nuevo nombre– es una reacción impotente. Si la estética y la acción totalitarias del siglo pasado llamaban a la organización y la energía, la convocatoria reaccionaria de políticos como Trump, Meloni o Milei no propone ninguna transformación sino una violencia autodestructiva, un nihilismo cada vez más peligroso que de vez en cuando supera las murallas digitales de las redes sociales. La sociedad depresiva del siglo XXI, siguiendo el razonamiento del italiano, no puede más que reproducirse ante el caldo de cultivo formado por precarización, individualismo, falta de futuro y soledad. Multiplicada, la víctima es llevada de la mano de estos nuevos profetas que prometen escenarios irrealizables, pero que ganan elecciones y obtienen respaldo popular hasta que es demasiado tarde. Al final, como dice Berardi en un remate espeluznante, parece que en nuestros años la única emancipación posible de la víctima es convertirse en verdugo. El genocidio en Gaza a manos del sionismo israelí es el mejor ejemplo de esto.