16 de agosto de 2017

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Pensamiento

La era del discurso maniqueo

Se nos pide elegir entre dos bandos, como si representaran sin matices el bien y el mal. ¿Hay salida al reduccionismo contemporáneo?

Alejandro Badillo | jueves, 6 de junio de 2024

Fotografía de Nijwam Swargiary en Unsplash

Vivimos una época en la que los fundamentalismos han regresado. Quizá, como opinan algunos, siempre estuvieron ahí, esperando el momento propicio para cobrar, de nuevo, auge. Este fenómeno, por supuesto, se refleja en el lenguaje que se transmite en los medios de comunicación y, particularmente, en las redes sociales. En diferentes contextos y escenarios el discurso maniqueo intenta vender una confrontación sin matices, un enfrentamiento entre el bien y el mal.

Uno de los problemas del discurso maniqueo es que, a través de la hipérbole, erosiona el uso de las palabras y las despoja de su poder para insertarlas en frases huecas listas para insertarse en cualquier propaganda. En las arengas políticas “populista” se ha dicho tantas veces que, ahora, podría ser cualquier cosa. No está de más mencionar la perversión en el uso del término “antisemita” por parte de la élite fundamentalista de Israel a los críticos de la comunidad internacional que señalan el genocidio que está llevando a cabo en Gaza. Benjamín Netanyahu, primer ministro de ese país, recurre todo el tiempo a citas bíblicas para reforzar su visión del bien contra el mal: condena contra salvación, civilización contra barbarie.

Una de las anclas de este discurso es el mal como ente abstracto que puede endilgarse a cualquier enemigo. No hay, en absoluto, motivaciones o antecedentes que permitan entender la realidad y, acaso, proponer soluciones, sólo el camino sin retorno a la destrucción si no se acepta la salvación propuesta. La retórica ahora abandona cualquier interés por persuadir y se usa para radicalizar y extremar las fobias.

El filósofo Richard J. Bernstein, en su libro El abuso del mal. La corrupción de la política y la religión desde el 11/9, analiza, a partir de la experiencia de la guerra contra el terrorismo después de los atentados contra el Pentágono y las Torres Gemelas en 2001, el discurso maniqueo de George W. Bush, de claras raíces bíblicas, que vendió la idea fantasiosa de un enemigo formidable –los talibanes y los países agrupados en lo que él llamó el “eje del mal”, idea de su asesor David Frum– cuya amenaza hacía innecesaria cualquier autocrítica al papel de Estados Unidos en Medio Oriente. Más allá de esa coyuntura, Bernstein propone un diagnóstico cuyas previsiones se confirman todo el tiempo en el escenario global: la pérdida de la política como modelo de mediación en las sociedades, la ausencia de la reflexión religiosa sobre el bien y el mal para sustituirla por juicios fundamentalistas y, sobre todo, el predominio de la certeza absoluta en el pensamiento. Esta última característica es, quizá, la más peligrosa, pues las certezas son ahora potenciadas por los algoritmos en los motores de búsqueda y las redes sociales. De esta manera se crea una ficción que aísla al individuo de ideas contrarias a las suyas y provoca escenarios peligrosos cuando son confrontadas con la realidad.

La crítica de cualquier tipo es un invitado incómodo en la historia de buenos contra malos que se nos vende todos los días. Alejarse de las disyuntivas sin matices que plantean columnistas, opinadores y políticos para tratar de enfocar el problema desde una perspectiva diferente significa, para los maniqueístas, refugiarse en una pureza inadmisible en estos años de crisis. Si nos negamos a elegir entre dos opciones presentadas como las únicas posibles pecamos de narcisistas o de soberbios. No elegir un bando es un pecado para los que lucran con el miedo y la demonización del otro. En este escenario la razón, el debate de ideas y el pensamiento plural son prácticas para erradicar en lugar de promover.

Es interesante, por no decir irónico, que el término maniqueísmo –tal y como se entiende ahora– va en sentido contrario a su origen. El fundador de esta escuela de pensamiento, convertida después en religión, fue Mane o Mani, un profeta nacido en el siglo III de nuestra era. Mane amalgamó enseñanzas provenientes del cristianismo antiguo, el budismo y el zoroastrismo, entre otras, y las divulgó en regiones de lo que ahora es Irán, Egipto, Siria y Palestina. El rey Sapor I, soberano del Imperio Persa Sasánida, encontró en el profeta al líder religioso ideal para unir regiones con culturas y orígenes muy diversos. Como cuenta el escritor francolibanés Amin Maalouf en su novela Los jardines de luz, Mane cae en desgracia después de la muerte de Sapor I y es ejecutado. Como castigo para la posteridad, su doctrina es deformada hasta volverla un símbolo de la intolerancia y el fanatismo. La historia podría enseñarnos que las utopías no existen y que estamos destinados a buscar lo que nos separa en lugar de lo que nos une. También, intentando escapar al determinismo, podríamos pensar que siempre habrá intentos por escapar del reduccionismo que asedia a nuestras sociedades.   

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