16 de agosto de 2017

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16/09/2024

Literatura

Miserias y extinción de la crítica literaria

¿En qué momento pasaron los reseñistas de libros de escribir para los lectores a servir a los intereses del mercado editorial?

Alejandro Badillo | jueves, 5 de septiembre de 2024

Fotografía de Jessica Ruscello en Unsplash

En 2020 el crítico literario español Constantino Bértolo publicó en la editorial de la Universidad Austral de Chile la antología Ojo crítico. Las peores críticas a los mejores autores. El libro es una recopilación de los grandes fallos, por así decirlo, de reseñistas que condenaron obras que el tiempo no sólo reivindicó sino que convirtió en clásicos. En la selección, como se puede imaginar, abundan juicios demoledores, no pocos prejuicios y, por supuesto, una falta de visión para entender textos que, en muchos sentidos, rompían con el molde de la época. Los reseñistas, muchas veces, son intelectuales famosos como Enrique Anderson Imbert, que calificó la obra de Jorge Luis Borges como “libritos engendrados sin sangre y sin fuerza en sus entrañas mal alimentadas”; Lord Byron opinó que la obra de Geoffrey Chaucer era “obscena y despreciable”; Thomas Carlyle, en el siglo XIX, fue directamente al insulto al calificar al estadounidense Ralph Waldo Emerson de “desdentado y canoso mandril”. La lista es extensa.

Mientras recorría las páginas de Ojo crítico pensé que, desde hace tiempo, se vive un fenómeno contrario al que muestra la antología y que tiene que ver con la pérdida de independencia del crítico. Si antes era considerado un profesional al servicio de un medio que pretendía, con todos los aciertos y yerros del oficio, servir de orientación al lector entre los libros recién publicados, ahora es un profesional pero al servicio del mercado editorial. Aquellas feroces diatribas recopiladas por Bértolo han sido sustituidas por un amplio catálogo de elogios que, en algunos casos, rozan la parodia. No sólo en muchas contraportadas –auténticos ejemplos de cursilería y todo tipo de exageraciones– sino en las secciones de cultura de una gran cantidad de medios, leemos cómo cada libro reseñado cambiará la historia de la literatura y definirá nuestras vidas a partir de su lectura. En el mejor de los casos se apelará a los premios y las numerosas ventas de ejemplares como garantía de calidad. Las presentaciones de libros, una suerte de pariente cercano de la reseña-no-crítica, aportan buenos ejemplos de humor involuntario. Hace tiempo, en un magno museo de la ciudad de Puebla, con una buena parte de la élite política y cultural del estado, una comentarista refirió que el libro de marras era una suerte de Ulises de Joyce en la bibliografía del autor.

Una de las causas de que la crítica literaria –entre otro tipo de críticas– esté en vías de desaparición es el tratamiento del libro como una mercancía. Es claro que la venta de libros siempre ha formado parte de los intercambios comerciales en el capitalismo. La diferencia es que ahora la cultura se somete al dictado del consumo rápido al igual que la ropa, la comida y cualquier producto víctima de la obsolescencia programada o percibida. Los autores entran en este juego como parte de la marca. En tiempos en los que la exhibición privada se vuelve un anzuelo para el comprador, las vidas de los creadores se entretejen con las ficciones que ofrecen para competir en un mundo en el que la realidad se exacerba todos los días.

Ya no importa, para el mercado dominado por oligopolios, el aporte cultural que tiene el objeto llamado libro: el objetivo es, simplemente, generar una transacción, gastar dinero, mover inventarios, justificar números. A veces, incluso, la ganancia para la empresa pasa a un segundo plano en el afán de circular el capital en lugar de mantenerlo ocioso. Pongo un ejemplo: hace varios años un conocido logró publicar una novela en un sello perteneciente a un gran corporativo. El autor no tenía mayor interés en la publicación más allá de ver materializado un ejercicio de juventud, pues no pensaba hacer carrera literaria. No hubo presentaciones ni reseñas ni una nota en las redes sociales más allá de las consabidas sinopsis que se encuentran en las páginas de venta de libros. El título es sólo es una entrada en el catálogo de la editorial, un producto que vivió una vida breve en los escaparates (lo pude ver un par de veces en las novedades de las tiendas departamentales) y, después, desapareció. La crítica, en este caso, no pudo salvar al libro del olvido que naufragó entre los cientos o miles de libros que se publican todas las semanas. ¿Fue un buen negocio para la editorial? Las muy escasas ventas que, por supuesto, no incomodaron mucho al autor, tampoco incomodaron a la empresa, pues cumplió con imprimir el título e inscribirlo en el efímero circuito de las novedades. ¿Qué pasó después? Seguramente el tiraje casi entero se destruyó para no usar espacio en bodega. Quizás antes de eso –como dicta la costumbre de los emporios comerciales editoriales– llamaron al autor para ofrecerle la venta de los sobrantes con un provechoso descuento.

En los tiempos actuales ir en contra del consenso del mercado, aplaudido y festejado por los mismos reseñistas y críticos, es poco menos que un pecado. En más de una ocasión, ante una crítica negativa mía de un título que goza, aparentemente, de la aprobación de la comunidad literaria, recibo mensajes privados de colegas que coinciden con mi postura, pero que no la pueden hacer pública por miedo a poner en riesgo sus relaciones con otros personajes del mundo de la cultura. Lo que me llama la atención, también, es lo siguiente: en un medio cada vez más precarizado, en el que la paga es la excepción y no la regla, parecería que el crítico literario –amateur o con más tablas– se inscribe en este círculo social por motivos puramente aspiracionales. Es, sencillamente, sumarse a la cultura del pensamiento positivo o el deseo de agradar sin importar la calidad de sus argumentos o los elementos mínimos para hacer la ponderación de un libro recién aparecido en el mercado.

Si el objetivo principal es hacer relaciones sociales, ¿cómo señalar los lugares comunes de una novela?, ¿cómo discrepar del veredicto que juzga cualquier cosa como obra maestra?, ¿cómo evidenciar la pobreza en el lenguaje, la repetición de motivos o las incoherencias en la trama? De esta manera, ante la extinción de la crítica, nos hemos quedado con la utopía de las notas de prensa disfrazadas de argumentos hechos por expertos, textos de tres párrafos que nos informan, previsiblemente, que el libro que comentan es el descubrimiento del siglo. El autor elogiado, como es lógico, agradecerá profusamente el buen gesto. Después, en sus redes sociales, afirmará que el crítico tiene muy buen gusto y que su análisis es pormenorizado e impecable. De esta manera, de cortesía en cortesía, se alimenta una distopía cultural en la que la crítica desaparece para dar lugar a un territorio en el que todo es valioso, aunque gran parte de esas joyas literarias no pasen la prueba del tiempo.

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