Para muchos ha sido una sorpresa la publicación de Songs of a Lost World, el álbum 14 de The Cure. Las continuas promesas de Robert Smith –líder de la banda inglesa desde su fundación en 1976– de que publicarían nuevo material parecían un intento de mantener las esperanzas de sus fans mientras recorrían el mundo con sus viejos éxitos. Quizá los mismos fans preferían en secreto el silencio creativo de la banda en lugar de un trabajo que los decepcionara.
La historia de The Cure, con este inicio de cierre (Smith tiene planeado retirarse en 2029, no sin antes publicar un disco más, al menos), permite reflexionar sobre casi cincuenta años de producción musical y, particularmente, sobre lo que ha pasado en la cultura y en la política desde el último tercio del siglo XX. El inicio de la banda con el disco Three Imaginary Boys (1979) coincidió con el auge del punk como respuesta a una sociedad que había abandonado las promesas de la contracultura de los sesenta.
Los siguientes álbumes los alejaron del estilo ríspido de las guitarras para internarse en la creación de atmósferas opresivas y el uso de los teclados que marcaron el postpunk y el gótico en la década de los ochenta. Álbumes como Faith (1981) o Pornography (1982) hicieron del grupo un referente en la escena musical británica. La experimentación con el rock y con el pop alcanzó una de sus cimas con Disintegration (1989), después de haber coqueteado con un estilo más comercial, aunque ecléctico, en Kiss Me, Kiss Me, Kiss Me (1987).
Los buenos años de la banda acabaron en los noventa. A Wish (1992) –recordado por muchos por el sencillo “Friday I’m in Love”– siguió el olvidable Wild Mood Swings (1996). El fin de siglo inspiró a Robert Smith y el grupo publicó Bloodflowers (2000), una suerte de hermano de Pornography y Disintegration. Parecía que este álbum –bien recibido por la crítica y los fans– podía ser un cierre digno para un grupo que había llegado a su clímax creativo muchos años antes. Quizá muchos se quedaron con esta idea, pues The Cure (2004) y 4:13 Dream (2008) pasaron casi desapercibidos. Robert Smith y sus compañeros repetían el destino de las bandas condenadas a tocar sus éxitos de antaño.
16 años después, cuando parecía que ya no habría nada nuevo para The Cure, aparece Songs of a Lost World. El disco deja a un lado las experimentaciones fallidas del pasado y vuelve al estilo más identificable de la banda: canciones llenas de armonías densas sirviendo de escenografía a la voz desesperada de Robert Smith, que sigue hablando de los amores perdidos y la extrañeza de un mundo que no entiende. Hay, en este nuevo regreso al origen, una sensación diferente a las del pasado. Esta larga despedida –llevada a cabo con largas introducciones en casi todas las piezas– coincide mejor con los tiempos que vivimos.
Es cierto: la melancolía gótica que cultivó Smith en las décadas anteriores era una respuesta cultural a las promesas rotas de la vida moderna y el miedo al fin de siglo. También, en el caso particular de Inglaterra, dio voz al hastío ante el thatcherismo y el recién nacido consenso neoliberal. La desesperación de The Cure, sin embargo, parece encajar mejor con la llegada al primer cuarto del nuevo siglo. Ya no es la rabia y la oscuridad que responden a un mundo que aún puede estimular la imaginación y el deseo, ahora es una especie de lamento ante algo que ya no se puede recuperar.
Songs of a Lost World dejará en el imaginario popular dos o tres canciones que podrán integrarse sin pudor al repertorio en vivo del grupo, hasta su despedida en los próximos años. Formarán parte de antologías futuras. Robert Smith está lejos de reinventarse y sufre el dilema de haber fundado un estilo que le impide ofrecer algo nuevo a su auditorio. Sin embargo, dentro de esos límites, aún es capaz de darnos piezas que conmueven y transmiten diversos estados de ánimo.
En los ochenta aún había una idea de futuro; ahora sólo hay un esfuerzo por mantener la memoria ante una realidad volátil y cada vez más violenta. Ese intento por recordar o fijar una imagen en la mente lo encontramos en “Endsong”, cuya batería marcial recupera el ritmo minimalista de “One Hundred Years” o “A Forest”, clásicos de la banda. “And Nothing is Forever” tiene mucho de “Plainsong”, pieza atmosférica que abre Disintegration. Las letras, por otro lado, siguen machacando los temas de la soledad, la tristeza y los desencuentros, sólo que ahora en clave distinta: el final de una banda y el ocaso de una vida. Se trata del registro de un mundo que se escapó demasiado pronto y se hizo viejo (“That my world has grown old”, canta Smith en “And Nothing is Forever”), en medio de un presente que, como un inmenso agujero negro, desbarata cualquier esperanza y sólo nos deja aferrarnos a nuestros recuerdos.