16 de agosto de 2017

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21/11/2024

Literatura

Un viaje accidentado

La antología ‘Ligeros de equipaje’ (Cal y Arena) da cuenta de las posibilidades y las inercias del cuento mexicano contemporáneo

Alejandro Badillo | martes, 13 de octubre de 2020

© Josiah Farrow en Unsplash

Se agradece que, de vez en cuando, aparezca en el mercado alguna antología de cuentos que no aborde ningún tema de moda. La política, la violencia, entre otros espectáculos, se han vuelto lugares comunes despojados de cualquier complejidad, preocupados sólo por lo inmediato. El viaje, motivo central de la antología Ligeros de equipaje (2019), publicada por la editorial Cal y Arena, es un buen pretexto para hacer a un lado los titulares de los periódicos y leer historias que, aparentemente, van más allá de nuestra realidad cotidiana. El viaje puede tener varias interpretaciones y perspectivas: desde el desplazamiento puramente físico hasta la exploración simbólica o fantástica de otras realidades.

Mónica Lavín y Jorge A. Abascal Andrade reunieron quince cuentos en los que el viaje pretende ser el protagonista. En las mejores piezas este leitmotiv es un fenómeno que invita a una exploración que interroga a los personajes, un pretexto que sirve para hablar de otras cosas. En los textos menos interesantes, el viaje se ciñe a lo descriptivo y evita ambigüedades. Dentro de los primeros ejemplos destaca “El famoso J. Cruz”, cuento de Eduardo Sabugal. La historia es, en realidad, un viaje casi inmóvil: una pareja llega a comer al restaurante J. Cruz, un emblemático negocio en Valparaíso, Chile. El lugar es descrito más con el asombro del viajero que del turista. Lo que otorga densidad al cuento es, además del lenguaje, la reflexión de los objetos que llenan el lugar, recuerdos de otros extranjeros que cuentan su propia historia. ¿Qué es el viaje?, nos preguntamos después de llegar al final del texto: ¿el mero trayecto para llegar a un lugar extraño? ¿Internarnos en la memoria de las cosas y, a partir de ese ejercicio, reconocer nuestros abismos?

Dos cuentos más llevan el tema principal a territorios que rehúyen lo inmediato. “Antesala”, de Rosa Beltrán, narra un viaje en tren. Este transporte, todo un tópico en la literatura de viajes, es retratado como un microcosmos que detiene el tiempo gracias a la profusión de detalles y anécdotas. Evocando el espíritu del viaje absurdo inaugurado por “El guardagujas”, célebre cuento de Juan José Arreola, el texto de Beltrán funciona con base en los encuentros y desencuentros de los personajes. Sin importar adónde se vaya, esas relaciones casi siempre fugaces forman el verdadero sentido del viaje. Por otro lado, el cuento “El sombrero negro” de Mónica Lavín utiliza una voz que sondea entre los recuerdos. El flujo de la historia, veloz entre comentarios y observaciones muy breves, es una interesante reconstrucción de la huella siempre cambiante de un viaje.

Otros cuentos recopilados por Abascal y Lavín abordan a través de la ironía o el humor las pruebas por las que tienen que pasar algunos viajeros improvisados y desprevenidos. Quizás el mejor de ellos es “Tour en gris”, de Jaime Muñoz Vargas. El cuento aborda una situación por la que han pasado muchos escritores: lecturas patrocinadas por el gobierno. El acierto del cuento, además de la capacidad del personaje para burlarse de sí mismo, es el déjà vu que se crea cuando se repiten los pueblos casi fantasmales en los que tiene que ofrecer una lectura condenada, de antemano, al fracaso. Un cuento que, al menos en los primeros párrafos, promete una mirada humorística es “Malinalco: en la boca del inframundo”, de Omar Nieto. El autor dedica bastantes líneas a construir una anécdota que promete hilaridad: un personaje con serios problemas de incontinencia verbal metido en un auto con su novia y varios amigos. El autor, sin embargo, quiere abarcar demasiadas cosas y acumula elementos que, si bien buscan añadir tensión, diluyen al personaje y la atmósfera lograda en el arranque.

Por último, tenemos cuentos que no tienen una propuesta interesante y que repiten clichés o se limitan a seguir una anécdota cuyo desenlace es previsible. El que queda a deber, por mucho, es el de Jorge A. Abascal Andrade. “Dolorosa”, su cuento, repite punto por punto los clichés del género romántico. Una mujer espera el tren en el que llegará su esposo después de una ausencia prolongada. Lee la última carta de él mientras carga a su hijo fruto de una relación que surgió durante el tiempo de separación. El final, trágico para la mujer como dicta la norma, parece sacado de una novela del siglo XIX. Por otro lado, el autor cree que llenar su narración de adjetivos grandilocuentes es garantía para transmitir un estado de ánimo. De esta forma leemos construcciones como “espera infausta”, “se llenó de horror” o “sentía un dolor que le desgarraba la existencia”. El efecto que logra, por supuesto, es incredulidad y alejamiento.

Otros cuentos son muy apresurados, más interesados en administrar información que en proponer una reflexión que profundice en lo que se narra. En “Algo va a suceder”, de Raquel Castro, la aventura fugaz de unos jóvenes en un auto es resuelta en un final que apenas sorprende. La autora parece más interesada en llenar párrafos con referencias musicales y bromas entre los personajes que en reflejar estados de ánimo y dudas. El punto de vista fugaz de los adolescentes de Castro es el mismo que impregna todo el texto. “Nueva York a pie”, de Marco Tulio Aguilera Garramuño, es una buena crónica que, a pesar de los esfuerzos del autor, no logra llegar al complejo territorio del cuento.    

Ligeros de equipaje evidencia un fenómeno común en la narrativa mexicana: la dependencia cada vez mayor del talante realista que indica, más allá de estilos y gustos, una escritura de primera intención. Varios cuentos parecen deudores de una tradición decimonónica, pasando por alto las amplias posibilidades que permite el género y su diálogo con otras tradiciones. Los únicos relatos que se atreven a romper estas fronteras autoimpuestas son “Las ciudades latinas”, de Alberto Chimal, una especie de homenaje a Las ciudades invisibles de Italo Calvino, y “Viajes”, de Felipe Garrido, una serie de textos muy breves que, además de su funcionamiento individual, se articulan para formar un fresco sobre distintos tipos de exploraciones. Estos dos ejemplos, historias que se mueven en direcciones creativas, indican que la narración breve aún tiene mucho que ofrecer y que puede retar a los lectores de este tiempo. Ojalá haya más de esos cuentos en las antologías por venir.   

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