16 de agosto de 2017

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Danza de antorchas

Una épica animal

“‘El libro de la selva’ tiene que ser releído por nuevos lectores”, dice Gabriel Rodríguez Liceaga, que revisa el clásico de Rudyard Kipling

Gabriel Rodríguez Liceaga | jueves, 5 de julio de 2018

No deja de ser curioso que existan ciertas tramas sobre las que el tiempo se enajena quizá con fines más comerciales que por un honesto ímpetu de preservación. En la última película que tuve la mala fortuna de ver en un ADO rumbo a Morelia, Peter Pan hace una suerte de Kame Hame Ha incluso chusco. Recuerdo con odio esa Ilíada espuria en la que un beso de amor es el clímax de la Guerra de Troya. Así, pues, uno no ve Macbeth, sino el teléfono descompuesto de Macbeth. El cine hollywoodense, como industria, modifica a placer historias de comprobado valor reciclándolas periódicamente. Esto no está necesariamente mal y nos ha dado (en el mismo ejemplo) a un simpático Garfio que se comunica con su tripulación cantando a Nirvana o a un Romeo Montesco con playera hawaiana corriendo por Gabriel Mancera. Sin embargo, me temo que es peligroso porque uno avanza por la vida pensando que ya leyó a Dickens sólo porque vio un par de películas basadas en libros suyos.

Decidí leer El libro de la selva (1894), de Rudyard Kipling, precisamente cuando noté que me sentía familiar con él sin haberlo jamás abierto ni por accidente. Estaba en Tijuana y me topé con una edición de bolsillo que me acompañaría en el avión sin inconvenientes. Fue honda mi sorpresa al descubrir que la parte de Mowgli que tanto ha interesado a Disney no es sino un porcentaje del libro que, en su totalidad, es una maravillosa épica animal. Kipling transforma a la cadena alimenticia en una especie de sociedad cruel y despiadada donde los animales son sabios o imbéciles o presumidos o injustos. Pero siempre animales. No hay un solo simio o foca o ratón cuya naturaleza sea traicionada. La caída de la Torre de Babel también los afectó y hay tantos idiomas como especies animales, todas cantan y cuentan su historia. Salen y desaparecen de entre el follaje con una ética propia, con una visión del mundo propia, con un pesar inmenso.

Para proteger a una familia humana, una mangosta asesina a los hijos de un matrimonio de cobras. Hay una foca blanca que decide buscar un sitio en el amplio planeta donde no existan los hombres. Somos espectadores de lujo en una danza secreta de elefantes. Mowgli es expulsado del reino animal y, aterrado, jura que va a morir porque de los ojos le brota agua. Camellos, bueyes, burros, elefantes y caballos sostienen una charla acerca de quién desempeña el papel más relevante en una guerra humana. El libro de la selva tiene que ser releído por nuevos lectores. Urge desempolvarle la fama a medias que posee. Lean, por ejemplo, esta perla: 

“- Pues… –dijo Dos Colas, restregándose una pata trasera contra la otra, exactamente igual que un niño pequeño recitando una poesía…”

Dos Colas es un elefante. Literalmente Kipling está comparando a un paquidermo con un chamaco dubitativo que ha memorizado un puñado de versos. En este fragmento me detuve asombrado. Ejemplo perfecto de la ilimitada imaginación con que dota el autor inglés a sus mundos complejos y sensibles, brutales. Por cierto, hay tres ciudades en el planeta y una suerte de cocodrilo prehistórico nombrados en honor de Kipling, que es el ganador más joven del Premio Nobel de Literatura.

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