Es posible que la historia del arte le deba más favores al opio, al vino y al hachís que a la inspiración de las musas. Registros hay, casi siempre hiperbólicos: las Confesiones de un inglés comedor de opio de De Quincey, los poemas dionisíacos o el “Kubla Khan” de Coleridge –confesamente escrito a través del láudano– están siempre a la vista. Otra cosa son los relatos sobre la ingesta de sustancias por personas comunes, grises y anónimas que las usan no para invocar al gran arte, sino para algo tan vano como aligerar la carga diaria de existir y tener que dar, otra vez, los buenos días.
Martin (Mads Mikkelsen), el personaje central de Una ronda más (Druk, 2020) de Thomas Vinterberg, es eso que Onetti describió como “un hombre hecho, es decir deshecho, como todos los hombres a su edad cuando no son extraordinarios”. Es, además, esposo y padre en una familia que lo saluda por costumbre y profesor de un grupo de bachilleres que lo soporta por compromiso, lástima o ambas. Ha vivido más años de los que, estadísticamente, le quedan por vivir, pero su termómetro vital está tan anestesiado que no le alcanza para una crisis de mediana edad.
Junto a tres profesores más y a partir de un estudio que indica que un nivel de 0.05 grados de alcohol proporciona un estado mental más deseable que la sobriedad, emprende una praxis diaria de dicha teoría. Los resultados son benéficos en inicio, aunque pronto detonan aspectos subyacentes en la vida interior de cada uno: lagunas emocionales que ya estaban ahí, a la sombra, con o sin cocteles. En la teoría el alcohol funciona como placebo: da igual si el estudio hubiera indicado en su lugar la ingesta de cilantro o galletas, las grietas que afloran ya estaban ahí. En un juego narrativo hábil e inteligente, esto pone a Una ronda más a salvo de ser leída como una apología del alcoholismo, pero un mérito más alto es que también evita condenarlo. La ya célebre secuencia final pone en cámara un conocido aforismo de Søren Kierkegaard: “Atreverse es perder el piso por un momento; no atreverse es perderse para siempre”.
Si me referí antes al canon de los consumidores literarios es en parte porque otro aforismo de Kierkegaard –un referente habitual para Vinterberg– le sirve como epígrafe a la cinta. Está extraído de Estética y ética en la formación de la personalidad (1843), un tabique existencialista que, mediante el diálogo entre dos personajes, explora las dicotomías entre el placer –encarnado por un joven– y la ética –defendida por un hombre mayor. Si el mismo diálogo ocurriera entre el Thomas Vinterberg iconoclasta y respondón que firmó el manifiesto Dogma y dirigió Festen (1998) antes de cumplir treinta y el cineasta maduro de exploraciones morales como La caza (2012), La comuna (2016) o Submarino (2010), el resultado sería Una ronda más, parábola luminosa sobre el hastío vital que alcanza una nota infrecuente en cualquier arte: abraza a la vitalidad juvenil y al goce maduro con la misma dignidad. En palabras de Blake, un canto –o baile– de inocencia y experiencia.
En la filmografía de Vinterberg Una ronda más se siente como un puerto de llegada y partida para él y sus camaradas de rodaje. Aunque sea resultado de una trágica pérdida personal para el director, el guion coescrito junto al habitual Tobias Lindholm es tan cálido y lumínico como puede serlo el de una película filmada como catarsis, duelo y expiación. Quizás en ese balance imposible está la clave de su secuencia final, una coda de baile que sigue a un funeral. En ella Mikkelsen –bailarín profesional por varios años antes de actuar– libera una energía que, antes que en una borrachera amarga, hace pensar en un ritual pagano de tradiciones funerarias, pero también de liberación, celebración o apareamiento. Con el cuerpo entero y cerveza en mano, Mikkelsen resume el viaje y parafrasea lo escrito por Kierkegaard dos horas atrás.
Por si fuera necesario aclararlo, Una ronda más no es una película sobre el alcohol y sus efectos. Sobre eso hay muchas otras, algunas notables aunque pedagógicas como Días sin huella (1945) o Días de vino y rosas (1962), magníficas como El fuego fatuo (1963) o mediocres como Adiós a Las Vegas (1995). La de Vinterberg es un bromance melancólico sobre el cansancio vital, sobre la fatiga de las fatigas y sobre la posibilidad de volver a empezar. En medio de eso, los tragos, con todo y su teoría de los 0.05 grados etílicos, están ahí como McGuffin y detonante para explorar la psicología de hombres maduros en la clase media de un país cuyos índices de bienestar social no sólo son altos, sino más altos que en casi cualquier otro lugar de Europa y, por extensión, del planeta. Si hay algo que en Una ronda más asemeja una lección, es ésa: que el Estado de bienestar no es la sobriedad perpetua, sino la posibilidad de intoxicarse libremente para volver a sonreír. Salud.