16 de agosto de 2017

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31/10/2024

Literatura

‘Esta cuerpa mía’, de Uri Bleier

El artista Luis Felipe Ortega lee, en todas sus ramificaciones, la primera novela del escritor mexicano, publicada por Alfaguara

Luis Felipe Ortega | martes, 29 de octubre de 2024

Tijuana. Fotografía de Barbara Zandoval en Unsplash

Comienzo a escribir y no puedo quitarme de la cabeza a Paul Preciado, también a Camila Sosa Villada. O mejor: a Camila Sosa Villada y a Paul Preciado. Tampoco me quito de la cabeza a Mónica Ojeda ni a María Fernanda Ampuero ni a Fernanda Melchor. Voy escribiendo y voy recordando también lugares, ciudades, barrios y esquinas. También avenidas. Se activan mapas mentales a partir de referencias concretas, de datos empíricos que ayudan a ir avanzando de manera más clara hacia ciertos espacios de sombra, de poca luz en realidad: de muy poca luz, de mucha incertidumbre y de mayor violencia.

Sexo y Violencia se encuentran. Sexo y Violencia y Mierda como personajes, como nombres propios de un Presente que sirve como soporte y como plataforma para ir sembrando historias: un suelo/asfalto que sirve para transportar tramas que son fragmentos de un Todo que es Nada. Las mayúsculas ayudan a ir nombrando para hacer un boceto de lo que será un territorio bien definido y bien delimitado por lo que se cuenta, por lo que se narra, por lo que se nombra (incluso por aquello que no puede nombrarse porque hay cosas que no hay que nombrar: que no nos es dado nombrar). Todo sucede como en un territorio de guerra: Esta cuerpa mía, de Uri Bleier.

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¿Un giro en la narrativa joven de México? Más allá de unos cuantos nombres, no hay mucho desde dónde indagar en nuestras novelas recientes. Muchas historias de nuestra narrativa se hicieron viejas muy pronto y ya huelen a otros tiempos, sobre todo cuando se piensa en escritores y escritoras que rondan los cuarenta y pico de años. Qué extraño, ¿verdad? Muy extraño si pensamos que esas voces nos hicieron creer que algo era refrescante. Pocas veces se puede engañar a la literatura, a ese acto que llega como una apuesta de oficio y coraje, de recursos y de pocas concesiones.

Pero recuerdo algunas novelas que se sostienen, recuerdo cuando leí Canción de tumba (2011), de Julián Herbert. Recuerdo que me sacudió. Recuerdo que me hizo pegarme a cada página como si de eso dependiera que pudiera seguir respirando. Otra es Temporada de huracanes (2017) de Melchor y en el ínterin muy pocos nombres de acá, de México. Pero sí varias de Ecuador (Ampuero, Ojeda) o Argentina (Fernández, Schweblin). Recuerdo que en el contexto mexicano algunos nombres de escritorxs jóvenes se fueron como llegaron y que otros, más interesados en otros oficios, olvidaron que la literatura no perdona.

Cuando leí Testo yonqui (2008), hace poco más de diez años, tuve el presentimiento de que algo estaba sucediendo en términos de pensamiento contemporáneo, y muchos años después ese presentimiento quedó confirmado por Yo soy el monstruo que os habla (2020) o Un apartamento en Urano (2019). Leer y releer a Paul Preciado siempre se vuelve una lección en el tiempo y, particularmente, en estos tiempos de la cultura de la cancelación o de la autocancelación.

Uri Bleier

Uri Bleier, un escritor que recién hace su aparición con la novela Esta cuerpa mía, se formó en esos terrenos duros donde la literatura es vivencia y la vivencia es una manera de intentar ponernos en un lugar que podríamos llamar mundo contemporáneo.

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La escritura de Bleier ha intentado poner la cuerpa por delante, no las ideologías ni las correcciones. Una cuerpa que se sabe otrx, una cuerpa que es sexo y que es deseo. Una cuerpa/deseo, un deseo/cuerpa. Una cuerpa atravesadx por la necesidad, por sus posibilidades. Una cuerpa que es transgredida. Una cuerpa trans.

Las narradoras y escritoras que mencioné arriba fueron/son escuela para Uri Bleier: le enseñaron a hacer preguntas. Fue el lugar donde aprendió a buscar: una voz y una condición. Así, abrió espacio a una condición narrativa que quiebra estereotipos y hace un reconocimiento de sus lecturas, se monta en el tren de aquellas lecturas que lo marcaron, que le mostraron posibilidades en un mundo donde la novela parecía no saber para dónde ir (y siempre sabe, paradójicamente, adónde puede ir incluso a fuerza de hacer puro round de sombra).

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Inicié este texto con los nombres que, creo, abrieron esas posibilidades narrativas. Esta cuerpa mía busca nombrar lo que no se había podido nombrar, y para hacerlo Bleier tuvo que hacerse de recursos literarios, estructuras y tiempos que hacen sostenible no sólo a Mónica, el personaje principal, sino todas esas relaciones con las que se topará en su travesía por un pequeño gran infierno que es la ruta CDMX/trans/prostitución/drogas/ /violencia… y mejor ahí le paramos.

En ese mapeo de la vida se hacen múltiples trayectos, se cuelan lugares que conocemos bien en otras novelas (Tijuana, siempre TJ), Iztapalapa y las esquinas (puntos) bien conocidas: Tlalpan o División del Norte… La vida que no es un juego de niños ni de personajes poco creíbles sino hecha a puros tiros entre pesos pesados, entre gandallas de talla mayor donde el mal aparece en toda su dimensión y donde los ríos de merca chafa y sexo duro se conjugan para verle la cara a ese mal en toda su expresión, en toda su dimensión, entre todos sus machines (que son hartos).

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“A la niña la encontraron inconsciente” (p. 94).

“La niña entendió entonces lo que es sobrevivir” (p. 95).

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No sé por qué pero esta novela y sus personajes me recordaron a José Revueltas. No me recordaron a Bolaño ni a Vila-Matas; no me recordaron a Aira ni Borges sino El Apando y a escritoras como Patricia Highsmith y su aproximación al triunfo del mal (y ahí deben estar siempre Bataille y Capote). Me pregunto cómo puede un escritor que lanza una primera novela indagar en esos cruces referenciales, brincándose modos de hablar para toparse con un lenguaje directo y sórdido donde las palabras se tocan y se muerden como pan duro que hay que remojar para que pase, nada de cafecito sino pura saliva, de la buena, de esa que hay que juntar para escupir sobre las cosas y, no pocas veces, sobre la vida.

¿Hay que estar en el infierno para narrar el infierno? No lo sé. Uri Bleier lo hace con elegancia, con la soberbia de alguien que sabe su oficio (como Mónica cuando sale a la esquina). Lo hace con música y un beat que va poniendo las frases en su lugar y que, ojo, propone giros narrativos que no son cualquier cosa y, además, lo hace sin chantajes ideológicos: Mónica/Leonardo será una de las trans más vividas, experimentadas, asediadas y golpeadas, pero será también quien enarbola la defensa de sus compañeras de esquina en un país y un mundo plagados de feminicidios.

El giro literario demandaba la posibilidad de abrirle espacio a esa voz narrativa (la de un personaje encarnado), pero demandaba también no darse baños reivindicativos cuando Mónica nombra los nombres de aquellas que murieron violentadas. Y el lector tiene que repetir esos nombres: la literatura como acción para nombrar. Todo sucede desde el lugar que Bleier levantó con inteligencia y con coraje: desde un lugar llamado literatura contemporánea.

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Cerraré con un fragmento de la biografía del autor que aparece en las guardas del libro: “Nací chilango, judío y joto. Amabas tres a mucha honra. Me mal gradué en Negocios Internacionales por la Universidad Iberoamericana e hice una maestría en Negocios y Administración del Futbol en el Instituto Johan Chuyff. Como ven no fue fácil aprender a quererme, pero aquí estamos”.

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