03/12/2024
Artes escénicas
De cómo a nadie le importa el teatro
“Una crítica a las instituciones culturales del Estado y a cómo estas han formado a un público apático” en el Teatro El Milagro
¿Qué actitud adoptaría el espectador […] si se le negara la actitud ensoñada, pasiva, sumisa al destino?
Bertolt Brecht
Ingresamos al metaTeatro El Milagro de la Ciudad de México. Afuera, en la marquesina, la obra se llama De cómo a nadie le importa el teatro del colectivo Vaca 35 Teatro; adentro, en el escenario, sobre las sillas en las que nos instalan lxs acomodadores, se llama Entre telones y fantasmas. A un lado están las butacas, vacías con excepción del árbol seco de Vladimir y Estragón, símbolo acertado diseñado por el escenógrafo e iluminador Gabriel Pascal. De las varas negras cuelgan reses de muy convincente manufactura. Tras ellas, diversas máscaras de variados materiales y contextos rituales y decenas de artilugios para el juego. La obra da inicio con un son que declara: “De tanto cantar se me ha empañado el espejo”. Lxs actores cantan frente a su camerino antes de la función, es decir que como audiencia somos testigos de su preparación. Se cubren unx a unx con sus sábanas de fantasma y da inicio el ensayo escénico.
Una vez que lxs actores pisan las tablas queda claro que la función está trazada para lxs habitantes de las butacas vacías. Las proyecciones de ciertos textos y los títulos de los cuadros sobre la pared del fondo están dirigidas a la audiencia ausente, no a nosotrxs, la de carne y hueso. Podemos leer estas proyecciones sólo si torcemos el cuello. Un lugar desfavorable para los sentidos despierta el deseo de poner más atención y de accionar como acciona el público, es decir, reaccionando a los estímulos dados por lxs actores. Los momentos en los que el performance del público brilla, por lo general, se traducen en risas, en suspiros, en llanto y en chirridos de sillas al inclinarse hacia enfrente. Incluso Jerzy Grotowski admitía que es imposible ignorar la presencia del público. Lxs actores, por más que se sumerjan en el trance de su performance, no pueden ignorar que son percibidos por la audiencia, por lo que reciben, también, sus estímulos. “Lxs actores son la audiencia de la audiencia”, dice Caroline Heim en su libro Audience as Performer. Y en este caso ambos grupos coexisten en igualdad de circunstancias; todxs sobre el mismo no-lugar, el escenario.
Los cuadros fluyen ágiles, con acotaciones incidentales del actor y director Damián Cervantes. Se nota la disposición física y espiritual del grupo de actores (Carmen Zavaleta, Damián Cervantes, Elizabeth Glass, Estefania Martínez, Gonzalo Herrerías, José Rafael Flores, Mariana Montenegro, Mari Carmen Ruiz, Sandra Rosales y Umberto Morales). Están comprometidxs con el tema que les atañe: el interés cada vez menor que hay en acudir al teatro. Un tema si no milenario, sí añejo: la triste ausencia del público. Cuentan historias de su propio ingreso y permanencia en el teatro. Describen diferentes tiempos y contextos de su decadencia y precarización. Eso no le quita lo divertido a la puesta en escena. Pareciera que los temas duros y serios como éste no pueden abordarse con humor si implican denuncia. Y la denuncia es algo serio, diría la burocracia cultural antes de irse a dormir sobre su cama de billetes. Pero Entre telones y fantasmas nos tuvo sonriendo quizás el setenta por ciento del tiempo. Las risas sonaban al unísono, había miradas entre lxs espectadores; asentimos juntxs, paaramos la oreja para cachar los comentarios ajenos. Cumplimos nuestra función de público activo, pues.
Grotowski, en entrevista con Eugenio Barba en Hacia un teatro pobre, manifiesta: “Nos interesa el espectador que tiene genuinas necesidades espirituales y que realmente desea analizarse, a través de la confrontación con el espectáculo; estamos interesados en el espectador que no se detiene en una etapa elemental de integración psíquica, aquel que no se contenta con su estabilidad espiritual mezquina y geométrica”. Este es el tipo de espectador que exige De cómo a nadie le importa el teatro. La obra ofrece un regaño al público ausente: una huelga de actores. Si el oficio de lx actor es la acción, la huelga consiste en la no acción; “la liberación de la obligación de ejercer hipnosis”, en palabras de Bertolt Brecht. La audiencia busca, entonces, entretenimiento en la pereza del elenco, que deja de ser ficción para ser él mismo. Se experimenta la ansiedad por el acontecer.
Grotowski aseveró que el teatro puede existir sin texto, sin escenografía, sin luces y sin vestuario. Pero que “por lo menos se necesita un espectador para lograr una representación. De esta manera podemos definir al teatro como lo que sucede entre el espectador y el actor.” En este caso ¿qué estamos performando y presenciando? Quizás un regaño más grande dirigido al sistema que nos ha moldeado para no coincidir en este intercambio.
De cómo a nadie le importa el teatro es una crítica a las instituciones culturales del Estado y a cómo estas han formado a un público apático y mecánico que consume voces cortas de crítica. “Pareciera que la institución busca un desmembramiento, que busca romper, que busca agotar, que busca sustituir, que busca invisibilizar”, declara Cervantes. “La malicia me dice que es porque no quiere voces críticas, fuertes, potentes, pulsantes, necesarias. [El Estado] busca, entonces, una sociedad alienada, que olvide rápido, que reaccione en el inmediato, que sensibilice poco y que trabaje para generar dinero. […] El Estado sólo quiere poner palomitas de cuánta obra generó”. En este contexto triste, ¿qué responsabilidades implica habitar una butaca? Quizá la activación de la curiosidad psíquica, emotiva e intelectual que la obra contemplada permita con su ofrenda.
La audiencia que busca un escape del cotidiano está en todo su derecho, pero habría que difundir la idea de que los remedios temporales para el hartazgo de la cotidianidad agotadora que nos obsequia el capitalismo tardío ya se encuentran en las pantallas de bolsillo, por ejemplo. No menosprecio el contenido digital que muchxs creativxs generan con ahínco y conmovedores resultados. La profundidad, la banalidad, la entrega y la vacuidad están presentes en todo contexto artístico. Sin embargo, el ocupar un sitio frente a un espacio escénico es también un acto de generosidad de las percepciones. La audiencia de cuerpo presente debe ser consciente de que esa presencia genera sus propios efectos. “Si los actores tuvieran la oportunidad de escribir reseñas sobre el público, sería una lectura fascinante”, dice Heim. ¿Cuántas audiencias limitadas y adoctrinadas por el Estado se ganarían media estrella en estas hipotéticas reseñas? “La manera de actuar de los espectadores revela un conocimiento más exacto de los contextos causales sociales de lo que la misma pieza transmite”, dice Brecht en sus Escritos sobre teatro.
Tomando en cuenta lo anterior, De cómo a nadie le importa el teatro ofrece una representación agridulce y paradójica: como los actores son fantasmas, unx no puede ser público. Y, si sólo están los fantasmas y las butacas están vacías, el público no es. “La representación plantea una especie de conflicto psíquico con el espectador”, dice Grotowski. En el caso de De cómo a nadie le importa el teatro el conflicto se da entre el eco de lx actor y el espectador ausente. Esto, además de desolador, resulta exasperante y cómico y se puede leer en diferentes niveles de furia. Hay uno particularmente intenso. El elenco se prepara para representar la escena culminante de la obra. Se atavían con los vestuarios que en algún momento fueron usados por otros actores. Se habla con cariño de la vida de estas prendas, de su belleza, de la vida de sus propietarixs previxs. Lxs actores calientan el cuerpo y la voz, se toman de las manos y se abrazan para avivar su comunión antes de que el telón se alce. Todxs toman sus lugares y, luego de una rimbombante introducción musical que genera tremendas expectativas, el telón se abre y exhibe las butacas desiertas. La frustración de que no haya quien reciba su trabajo se hace presente en los cuerpos de lxs actorxs y por ende en los de la audiencia. La decepción se hiperboliza en variadas reacciones hasta alcanzar niveles de desgarre que juegan con el desconcierto incluso de lxs propios actores. Animados por el director, que da vueltas entre las reacciones quejosas, gritos fúricos y sollozos, se hunden en lo más profundo de las tablas. Al no ser recibido por nadie, este performance de la frustración se torna en un berrinche colectivo que culmina en la desaparición definitiva del elenco; en su transformación en un coro de fantasmas que respiran al unísono.
“La falta del espectador es la falta del todo. De políticas culturales, de espacios, de compañerismo […]. Pero todavía no estamos en la renuncia, estamos en el grito, que es: me duele sostenerlo, que es: me pesa sostenerlo, que es: es complejo sostenerlo”, dice Damián Cervantes. Todas estas faltas generan un círculo vicioso en el que, a falta de apoyo, las compañías teatrales recurren a la satisfacción de las exigencias limitantes de las instituciones, que solo permiten tibiezas. Estamos ante un déficit de sustancia. Cervantes las llama “ficciones light”, que a su vez alejan al espectador del teatro y, por lo tanto, cierran la posibilidad de una interacción crítica y enriquecedora entre ambas partes. Se anula el diálogo. “Las artes teatrales se hallan ante la tarea de crear una nueva forma de transmisión de la obra de arte al espectador. Tienen que renunciar a su monopolio de dirigir sin réplica y sin crítica al espectador, y plantear representaciones de la convivencia social que permitan al espectador una actitud crítica, incluso de desacuerdo, tanto hacia los procesos representados como hacia la misma representación”, escribió Brecht hace ochenta años. De cómo a nadie le importa el teatro sugiere que uno de los caminos para que esto sea posible es el repaso de la memoria de lxs artistas.
El camino de intensidades de esta obra se forma de escenas variadas que concretan el memorial y ejecutan el grito que menciona Damián Cervantes. La mayoría son efectivas pero existen bemoles. En la interpretación de “La fugitiva”, de Agustín Lara, por ejemplo, el papel del grito tendría que ser tarea del texto y la armonía. Para que se reciba el mensaje emocional no es necesaria una ejecución tan suntuosa y apresurada. Un declive de ritmo, volumen y pasión ayudaría a reforzarlo. La rabia también exige matices para que se lea con efectividad. Un buen ejemplo de cuando esto sí se logra son los instantes finales. Lxs fantasmas, luego de ser cubiertos por las sábanas nuevamente, en una escena que a mi parecer se extiende demasiado, se quedan paradxs en forma de coro, quietxs. La audiencia comprende enseguida que es momento del aplauso y procede. Aplaudimos con entusiasmo y hasta suenan un par de chiflidos y un “¡Bravo!”, pero las sábanas permanecen quietas sobre los cuerpos de lxs actores. Duele. La audiencia fue efectivamente contagiada de la frustración por falta de ovación.
“La audiencia de la audiencia son los actores”, dice Heim. El momento del aplauso es el momento en el que el performance del espectador alcanza su clímax. Por lo tanto, la reverencia del actor sería el equivalente de su alabanza al público. Es lo que cierra el acuerdo del disfrute de una función. Cuando de ambos lados la cosa es genuina, es fabuloso. Se vuelven reales las palabras de Grotowski: “El miembro de un auditorio que acepta la invitación del actor sigue hasta cierta medida su ejemplo activándose de la misma manera, dejando el teatro en un estado de mayor armonía interior”. La ausencia de este guiño cala pero es necesaria para reforzar el mensaje de aflicción. El redoble de ovaciones, el doble grito de ambos grupos de performers no puede suceder si lxs actores son espectros y la audiencia se queda en casa, exhausta de tanto doomscrolling.